Cartas memorables: Amor

Shaun Usher

Fragmento

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Las cosas buenas no se escapan

así como así

DE JOHN STEINBCK A THOM STEINBCK

John Steinbeck (California, 1902-Nueva York, 1968) se reveló, ya en vida, como uno de los gigantes de la literatura universal gracias a novelas que hoy consideramos auténticos clásicos, como Las uvas de la ira, Al este del Edén o De ratones y hombres. En 1962, su figura se acrecentó aún más con la obtención del Premio Nobel de Literatura. Como la mayoría de los escritores de mediados del siglo xx, Steinbeck era un apasionado del género epistolar. Con una prosa tan espontánea como elegante, mantuvo correspondencia con toda clase de personas, desde colegas de oficio a presidentes de Estados Unidos, pero en 1958 escribió la que probablemente sea su mejor carta, o al menos la más valiosa, a su hijo Thomas, de catorce años, quien en ese momento vivía en un internado, se había enamorado de una chica y necesitaba el consejo de su padre.

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10 de noviembre de 1958

Querido Thom:

Esta mañana hemos recibido tu carta. Te contestaré desde mi punto de vista y, desde luego, Elaine [su tercera esposa, madrastra de Thom] hará lo propio.

En primer lugar: si estás enamorado, enhorabuena. Enamorarse es lo mejor que le puede pasar a una persona; no dejes que nadie le reste importancia ni frivolice sobre ello.

En segundo lugar: hay varios tipos de amor. Por un lado está esa cosa egoísta, mezquina, posesiva y egocéntrica que usurpa el nombre del amor para darse importancia y que resulta fea y paralizante; por otro, un derroche de todo lo bueno que llevas dentro: generosidad, consideración y respeto; y no me refiero sólo al respeto que imponen los buenos modales, sino a ese respeto más profundo que implica el reconocimiento del otro como un ser singular y valioso. La primera clase de amor puede hacerte enfermar, empequeñecerte y debilitarte, mientras que la segunda puede despertar en ti una fuerza, un valor, una bondad e incluso una sabiduría que no eras consciente de poseer.

Dices que lo tuyo no es un capricho de juventud. Si lo sientes tan intensamente, por supuesto que no lo es.

Pero no me has pedido que te diga lo que sientes: lo sabes mejor que nadie. Lo que necesitas es que te ayude a decidir cómo actuar al respecto, y eso sí puedo hacerlo.

Para empezar, disfrútalo, alégrate y da las gracias por estar enamorado.

El objeto de nuestro amor siempre es el mejor y el más hermoso: intenta estar a su altura.

Si amas a alguien, no hay nada de malo en decirlo, aunque debes tener presente que hay personas muy tímidas; conviene tenerlo en cuenta antes de hablar.

Las chicas poseen un don para saber o intuir lo que sentimos, pero generalmente también les gusta escucharlo.

A veces ocurre que tus sentimientos no son correspondidos por la razón que sea; eso no significa que sean menos valiosos o nobles.

Por último, sé lo que sientes porque yo también lo siento, y me alegro por ti.

Será un placer conocer a Susan. La recibiremos con mucho gusto. Elaine se encargará de los pormenores porque ése es su terreno, y lo hará encantada. Ella también tiene experiencia en lides amorosas y tal vez pueda ayudarte más que yo.

Y no te preocupes por si las cosas se tuercen. Si tiene que ser, será. Lo más importante es no precipitarse: las cosas buenas no se escapan así como así.

Un abrazo,

PAPÁ

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No puedo por menos que hacerlo

DE SIMONE DE BEAUVOIR A NELSON ALGREN

Los filósofos franceses Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre pasaron buena parte de su vida juntos en una relación compleja y poco convencional que duró cincuenta y un años, hasta la muerte de Sartre, en 1980. A lo largo de ese tiempo, ambos tuvieron amantes ocasionales, pero en 1947 Simone conoció a Nelson Algren, un novelista estadounidense al que no pudo resistirse pese a que vivían en continentes distintos y con el que mantuvo una relación a distancia durante diecisiete años. En 1950, al volver a casa tras un descorazonador viaje a Chicago que, a su parecer, marcaría de manera inequívoca el fin del idilio amoroso que tanta felicidad le había brindado, De Beauvoir le escribió la siguiente carta a Algren.

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Hotel Lincoln, Nueva York

30 de septiembre de 1950

Nelson, queridísimo amor mío:

Poco después de que te marchases llegó un hombre sonriente y me entregó tu flor estrafalaria y preciosa con los dos pajaritos y la tarjeta. Eso casi da al traste con mi ejemplar compostura. «No llores más», me ponías, y me costó lo mío no hacerlo, aunque se me da bien la tristeza sin lágrimas, mucho mejor que la ira fría: mis ojos han permanecido secos hasta ahora, secos como la mojama, aunque mi corazón es una especie de masa blanda y sucia.

Esperé durante una hora y media en el aeropuerto [de Chicago] por culpa del mal tiempo; el avión que venía de Los Ángeles no podía aterrizar con tanta niebla. Hiciste bien marchándote: esta última espera siempre es demasiado larga; pero me alegro de que vinieras. Gracias por la flor, por haber venido y —ni que decir— también por todo lo demás. Esperé con la flor morada en la pechera, fingiendo leer la novela policíaca de [Ross] Macdonald, y luego despegamos. El viaje fue muy llevadero, sin una sola turbulencia. No dormí, pero fingí leer la novela de cabo a rabo y me dediqué a acariciar tu recuerdo con mi sucio y tonto corazón.

Nueva York estaba preciosa: calurosa, soleada y gris al mismo tiempo. ¡Qué ciudad glamurosa! No quise morirme de pena yendo al Hotel Brittany, así que me decanté por el Lincoln, donde aterricé hace tres años, cuando no conocía a nadie en este continente ni imaginaba que acabaría atrapada en Chicago de un modo tan extraño. Me dieron una habitación idéntica a la de esa ocasión; un poquito más cerca del cielo, pero idéntica. ¡Qué raro encontrarme de nuevo en ese pasado tan lejano! Tal como hace tres años, me fui al salón de belleza del hotel. Tampoco esta vez tuve ningún problema: el hotel parece desierto, el salón de belleza estaba desierto. Después le compré el bolígrafo a Olga —que costó catorce dólares, así que me alegro de que me dieras tantos: me alcanzarán por los pelos— y enseguida anduve y anduve por la calle a lo largo de la Tercera Avenida, que recorrimos palmo a palmo la última noche hace dos años. Esta vez también rodeé la manzana del Brittany, y de nuevo te encontré en todas partes y me asaltaron todos los recuerdos. Deambulé por Washington Park, donde se celebraba una especie de rastro y un mercadillo de cuadros mediocres; subí en autobús por la Quinta Avenida y vi la noche descender sobre Nueva York.

Ahora son las nueve, no he comido más que un pequeño sándwich desde el avión, no duermo desde la avenida Wabansia [en Chicago]; estoy que me caigo de cansancio. He venido a mi habitación para escribirte y tomarme

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