Haciendo historia

John H. Elliott

Fragmento

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PRÓLOGO

Este libro es a la vez personal e impersonal. Es impersonal en el sentido de que examina algunos de los temas y problemas abordados por los historiadores durante la segunda mitad del siglo XX y los primeros años del XXI. Es personal porque el periodo desde la década de 1950 es el que cubre mi propia carrera como historiador en activo. Así pues, expresa, a la luz de mis experiencias personales, opiniones sobre la praxis de la historia según ha evolucionado en el transcurso de mi vida profesional. También es personal en el sentido de que he seleccionado varias de mis propias publicaciones como punto de partida para tratar temas que, aunque a mí me interesen particularmente, pueden plantear cuestiones de interés a cualquiera que le guste leer o escribir sobre el pasado. Con todo, no pretende ser en ningún sentido una apologia pro vita sua, a pesar de que alguna vez pueda causar tal impresión en el lector. George Kitson Clark, historiador de la Gran Bretaña decimonónica que fue mi mentor durante mi licenciatura en el Trinity College de Cambridge, acostumbraba a recitar los versos de Kipling:

There are nine and sixty ways of constructing tribal lays,

And every single one of them is right![1]

Aunque pienso que esto no es del todo cierto en lo que respecta a la escritura de la historia, supone una actitud de tolerancia hacia diferentes perspectivas en la descripción del pasado que he procurado hacer mía.

En lugar de fijar directrices, pues, el presente libro intenta indagar en algunas de las cuestiones a las que se han enfrentado los historiadores en general, y este en particular, durante los últimos cinco o seis decenios al intentar comprender el pasado. Han sido décadas de enormes cambios, tanto en los puntos de vista sobre el pasado como en el carácter del mismo oficio de historiador. La proliferación de universidades y departamentos de historia en el mundo occidental ha conducido a un aumento ingente en la cantidad de historiadores académicos. Un gran número de mujeres se ha incorporado a una profesión que, antes de mediados del siglo XX, estaba dominada casi exclusivamente por hombres. Al mismo tiempo, se han erosionado las lindes tradicionales entre los saberes y, como consecuencia, el pasado se ha convertido en un campo abierto en el que se sienten libres de errar a su gana los representantes de todas las disciplinas humanísticas. Si bien todo esto ha llevado a un gran enriquecimiento de nuestra comprensión de la historia y del proceso histórico en sí, también ha conducido a largos debates, cuando no polémicas, sobre qué podemos realmente llegar a saber, y recuperar, del pasado y si de hecho hay algún pasado objetivo a la espera de ser recuperado.

Debo confesar que nunca me he interesado en particular por este debate, ni a decir verdad por las aproximaciones teóricas al estudio del pasado. A los historiadores británicos se les suele reprochar ser pragmáticos en exceso, pero durante el último medio siglo, sin mucho bombo teórico, han puesto el listón muy alto a la hora de investigar y escribir sobre el pasado, no solo de su propio país, sino también el de naciones y sociedades extranjeras. Creo que la teoría es menos importante para escribir buena historia que la capacidad de introducirse con imaginación en la vida de una sociedad remota en el tiempo o el espacio y elaborar una explicación convincente de por qué sus habitantes pensaron y se comportaron como lo hicieron.

La mayor parte de lo que he investigado y escrito se produjo antes del advenimiento de la informática fácilmente accesible. Este libro, que proviene de un representante de la última generación de historiadores anterior a la era digital, podría pues tener por sí mismo algún interés histórico, aunque solo fuera como documento. Las generaciones futuras, libres de las limitaciones impuestas por los horarios de apertura al público y las inciertas condiciones de trabajo en bibliotecas y archivos, quizá vuelvan la mirada con una mezcla de asombro e incomprensión hacia las actividades de sus predecesores, armados de poco más que pluma y cuaderno, y se extrañen ante las inmensas lagunas en la información a su alcance.

Y sin embargo, con todo el aumento de información que puede esperarse de la aplicación de los recursos electrónicos hoy disponibles para los historiadores, los problemas a los que siempre se han enfrentado continuarán saliéndoles al paso. Intentar aprehender el pasado es tarea escurridiza y todo historiador serio tiene una aguda conciencia de la distancia que separa la aspiración y el resultado conseguido. El intento de salvar esa distancia es tan estimulante como frustrante. El estímulo procede del desafío que supone intentar liberarse de las posturas y supuestos previos contemporáneos, a la vez que se reconocen las restricciones que imponen. La sensación, al sumergirse en una época anterior, de tener al alcance de la mano a sus habitantes y estar adquiriendo como mínimo una comprensión parcial de su conducta e intenciones produce una emoción intensa y convierte la investigación histórica en una experiencia inmensamente gratificadora. Espero a lo largo de estas páginas dar una idea de la clase de recompensas que ofrece el estudio del pasado y transmitir algo de los gozos que puede producir escribir historia.

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AGRADECIMIENTOS

Cuando sugerí por primera vez, muy tímidamente, a Robert Baldock que Yale University Press, mi editorial durante más de treinta años, podría estar interesada en un libro de reflexiones personales sobre mi carrera como historiador y sobre los cambios y novedades que se han producido en el curso de mi trayectoria profesional, acogió la propuesta con entusiasmo. Desde entonces, ha sido el editor ideal, animando y engatusando al autor en los momentos en que las cosas se ponían cuesta arriba, comentando cada capítulo a medida que aparecía y vigilando cada fase de desarrollo del libro sin quitar el ojo de encima en tanto que avanzaba hacia su publicación. Le estoy muy agradecido, al igual que también lo estoy a su equipo, totalmente entregado a su trabajo: Candida Brazil, Tami Halliday y Stephen Kent, cuya labor con las ilustraciones incluye el magnífico diseño de la cubierta. También me gustaría dar las gracias a Laura Davey por su experta preparación del original, a Lucy Isenberg por la corrección de pruebas y a Meg Davies por la elaboración del índice analítico.

Estoy en deuda además con mi amigo y antiguo coautor Jonathan Brown, del Insti

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