Paisajes de la metrópoli de la muerte

Otto Dov Kulka

Fragmento

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1

UN PRÓLOGO QUE TAMBIÉN PODRÍA SER UN EPÍLOGO

 

 

 

 

El inicio de este viaje —que no sé adónde me llevará— es completamente prosaico, estrictamente rutinario: una conferencia científica internacional en Polonia, en 1978, en la que yo era uno de los varios participantes israelíes. Tenía lugar bajo los auspicios del Comité Internacional de Ciencias Históricas, en concreto de la sección de historia comparativa de las religiones. Nuestro grupo estaba compuesto por un medievalista, un especialista en historia de la primera edad moderna y, de la era moderna, yo, junto con otro historiador al que los polacos impedían la entrada por ser un antiguo ciudadano polaco que al haber emigrado a Israel había «traicionado a la patria». La conferencia transcurrió como suelen transcurrir las conferencias. Mi intervención, es verdad, fue bastante innovadora y generó considerable interés[1], pero eso quedó atrás. Después, los anfitriones de la conferencia organizaron viajes a distintos puntos del país, a Cracovia, a Lublin y a los lugares vistosos que se supone que tienen interés turístico. Les dije a mis colegas que no iría con ellos sino que haría una ruta por mi cuenta y que iría a visitar Auschwitz. Bien, un judío que va a visitar Auschwitz, eso no tiene nada de extraño, aunque entonces no estaba tan de moda como lo está hoy.

Uno de mis colegas, el medievalista, a quien había conocido hacía unos pocos años en el ámbito de nuestro mundo académico, me dijo: «Sabe, si va usted a Auschwitz no se quede en el campo principal, que es una especie de museo. Si va a ir, vaya a Birkenau, ese es el Auschwitz real». No me preguntó si yo tenía algo que ver con ese lugar. Si me lo hubiera preguntado se lo habría dicho. No lo habría negado. Pero no me lo preguntó, no le respondí y fui.

 

 

EN RUTA A LO LARGO DEL RÍO DEL TIEMPO

 

Quería ir en tren pero no había billetes disponibles. Así que fui en avión hasta Cracovia. En Cracovia tomé un taxi, una antigüedad descolorida, y pedí al conductor que me llevara a Auschwitz. No era su primer viaje a ese lugar; ya había llevado allí a turistas extranjeros. Yo hablo polaco, y no precisamente un polaco chapurreado, debido en parte a lo que aprendí «entonces» y en parte a lo que luego aprendí en la universidad, y también me ayudaban mis fundamentos de checo. Durante el viaje, el conductor, un tipo parlanchín, me iba contando cómo le habían robado el coche y cómo se lo habían devuelto y, mientras íbamos bordeando el río Vístula (Wisla), me decía que «Wisla zla» significa «Vístula malvado», porque se desborda e inunda los campos, llevándose por delante a la gente y al ganado. Viajábamos por carreteras que estaban más o menos asfaltadas, con baches, y poco a poco fui dejando de responderle. Dejé de estar atento a lo que me estaba diciendo. Mi atención se centraba en aquella carretera. De pronto tuve la sensación de que ya había estado por aquellos lugares. Reconocía señales, tal vez aquellas casas. Es verdad que fue un paisaje diferente, un paisaje invernal nocturno —especialmente aquella primera noche, aunque fue también un paisaje de días— y comprendí algo que no había previsto: que estaba viajando en la dirección contraria al camino que me llevó, el 18 de enero de 1945, y en los días que siguieron, fuera de aquel complejo, del que estaba seguro, del que todos estábamos seguros, que era un complejo del que nadie podía salir.

 

 

EL VIAJE NOCTURNO DEL 18 DE ENERO DE 1945

 

Aquel viaje tiene muchas caras, pero tiene una cara, tal vez un color, un color de noche, que se ha conservado con una intensidad que excede a las demás, un color que se identifica —esa intensidad o ese color nocturnal— con ese viaje, que después fue llamado «marcha de la muerte». Fue un viaje a la libertad; fue un viaje a través de aquellas puertas al otro lado de las cuales nadie creyó nunca que pasaríamos.

Lo que recuerdo de aquel viaje —en realidad, me acuerdo de todo, pero lo que predomina— es, como he dicho, un cierto color: un color nocturno de nieve todo alrededor, de un convoy muy largo, negro, que avanzaba despacio, y de pronto..., manchas negras a lo largo de los bordes de la carretera: una gran mancha negra y luego otra gran mancha negra, y otra mancha...

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Auschwitz-Birkenau, enero de 1945 (archivo fotográfico del United States Holocaust Memorial Museum)

 

Al principio me sentía embriagado por la blancura, por la libertad, por haber dejado atrás las alambradas de espino, por aquel paisaje nocturno abierto de par en par, por los pueblos por los que pasábamos. Luego miré más atentamente a una de las manchas negras, y a otra, y vi lo que eran: cuerpos humanos. Las manchas se multiplicaban, la población de cadáveres aumentaba.

Yo estaba expuesto a este fenómeno porque a medida que el viaje se prolongaba sobre mis cada vez más menguantes fuerzas me encontraba cada vez más cerca de las últimas filas, y en esas últimas filas a cualquiera que flaqueara, a cualquiera que se quedase atrás, le disparaban y se convertía en una mancha negra en la cuneta. Los disparos se fueron haciendo más frecuentes y las manchas proliferaron hasta que, milagrosamente, de manera totalmente inesperada —al menos para nosotros— el convoy se detuvo al llegar la primera mañana.

No voy a describir ahora esa marcha de la muerte, o la huida y todo lo demás. He descrito aquí solo una asociación que surgió de la cháchara del taxista hablando de Cracovia, del río Vístula que se desbordaba, y cuyo curso lo bordeaban esas carreteras que me iban acercando a lugares que yo reconocía. Los reconocía mediante cierto modo de ensoñación. Tal vez no los reconocía y solo imaginaba que lo hacía, pero eso no es lo significativo. Me quedé en silencio y finalmente le pedí silencio también a él.

Llegamos allí y le pregunté si conocía el camino, no para ir a los museos —no a Auschwitz I— sino a Birkenau.

 

 

LA PUERTA DE LADRILLO ROJO DE LA METRÓPOLI. LOS PAISAJES DE SILENCIO Y DESOLACIÓN DE HORIZONTE A HORIZONTE. EL ENTIERRO DE AUSCHWITZ

 

Llegamos ante aquella puerta, la puerta de ladrillo rojo con la torre, bajo la que pasaban los trenes. La conocía muy bien. Le pedí que esperara en el lado exterior de la puerta. No quería que él entrase allí. E

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