Freud

Michel Onfray

Fragmento

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PREFACIO
EL SALÓN DE POSTALES FREUDIANAS

Conocí a Freud en el mercado de la subprefectura de Argentan (Orne), cuando tenía unos quince años. El hombre había asumido la apariencia de una figura de papel que firmaba los títulos de obras ajadas, compradas por unas monedas en el puesto de una librera de lance que, probablemente sin saberlo, fue el genio bueno de mis años de adolescente triste. Me acuerdo como si fuera ayer de la compra de Tres ensayos de teoría sexual, con la cubierta negra y violeta del libro de bolsillo de la colección “Idées” de Gallimard; tengo todavía el precioso volumen con el precio indicado en lápiz en la primera página.

Entre el puesto de los sostenes y las fajas de color carne, armazones blindadas de tela de lona destinadas a las corpulentas granjeras que acudían a hacer la compra, y el del ferretero que vendía bagatelas de hojalata a los maridos directamente salidos de un relato de Maupassant, esa señora de pelo corto, desaparecida desde entonces de la faz de la Tierra, me vendía casi por nada una gran cantidad de libros que yo leía con avidez, en el desorden y el caos de un alma hambrienta de luces.

Yo salía, en efecto, de cuatro años pasados en un orfanato de sacerdotes salesianos, pedófilos algunos de ellos, y los libros ya me habían salvado de ese infierno en el que no se sabía si, a la mañana siguiente, no se habría bajado un escalón más hacia la infamia. Viví en esa hoguera de vicio entre los diez y los catorce años, la edad de mi regreso a la vida. Entre dos clases de mi primer año en el liceo, 1973, pasaba pues por el mercado y aprovisionaba mi cartera de poetas y escritores, biografías y sociología, psicología y filosofía.

Descubría en esos años los Manifiestos del surrealismo de André Breton y me entusiasmaba con la escritura automática, el ejercicio del cadáver exquisito, la poesía en la calle, la prosa jubilosa y el espíritu libertario de los artistas. Rimbaud me imponía su ley, también Baudelaire, y los surrealistas de vidas quemadas me permitían encender mis promesas vacilantes en sus volcanes incandescentes.

En las bolsas de libros comprados y revendidos para comprar otros hallé tres pepitas dispersas: Nietzsche, Marx y Freud. Estaba muy lejos de imaginar que un tal Michel Foucault había transformado el nombre de esos tres pensadores en el título de una conferencia pronunciada en Royaumont en 1964, durante un coloquio “Nietzsche”. Me encontraba a años luz de saber que, bajo esa magnífica triangulación, se ocultaba una inmensa promesa de fuegos filosóficos contemporáneos. Me movía ciego en un mundo de señales ya titilantes.

En un revoltijo de libros, algunos de ellos francamente malos, hubo pues tres flechazos filosóficos: El Anticristo de Nietzsche, el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y los Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud. Esos tres relámpagos en el cielo oscuro de mis años de posorfanato alumbraron un fervor en el cual sigo viviendo. El primer libro me enseñaba que el cristianismo no era una fatalidad, que había habido una vida antes de él y que podríamos muy bien acelerar el movimiento para la venida de una vida posterior; el segundo me enseñaba que el capitalismo no era el horizonte insuperable de nuestra humanidad y que existía un bello nombre, socialismo, para imaginar otro mundo, y el tercero me hacía descubrir que la sexualidad podía pensarse en la claridad luminosa de una anatomía amoral, sin desvelos con Dios o el diablo, sin amenazas, sin miedos, sin los temores asociados al aparato represivo de la moral cristiana. A los quince o dieciséis años, yo contaba con una considerable reserva de dinamita para hacer saltar en pedazos la moral católica, socavar la maquinaria capitalista y volatilizar la moral sexual represiva judeocristiana. ¡Ya tenía provisiones suficientes para una fiesta filosófica, y muy larga!

Comprendí entonces que la filosofía es ante todo un arte de pensar la vida y vivir nuestro pensamiento, una verdad práctica para guiar nuestra barca existencial. Vista desde ese prisma, la disciplina degrada en este pequeño mundo todo lo que no vive más que de teoricismos, entreglosas, comentarios, parloteos eruditos, minucias. El niño que ha sentido en el cuello el aliento de la bestia cristiana; aquel que ha conocido la miseria de una familia en la cual el padre, obrero agrícola, y la madre, doméstica, trabajaban duro sin poder asegurar otra cosa que la supervivencia de la casa; aquel que ha debido contar en el confesionario toda su vida sexual, la de cualquier persona de esa edad, y a quien se le ha hecho saber que la masturbación es un viaje directo a las llamas del infierno, ese niño, desde luego, descubre en Nietzsche, Marx y Freud a tres amigos...

Júzguese: ¡El Anticristo termina, en una página, con la proclamación de una “Ley contra el cristianismo”! Una ganga... Entre los cinco artículos de esa legislación por venir, el primero: “Viciosa es toda especie de contranaturaleza. La especie más viciosa de hombre es el sacerdote: él enseña la contranaturaleza. Contra el sacerdote no se tienen razones, se tiene el presidio”. Me habría gustado estrechar la mano de este individuo vigoroso que devuelve la dignidad al niño a quien trataron de arrebatarla. Otra propuesta: ¡arrasar el Vaticano y criar serpientes venenosas en esa tierra arrasada! Otro artículo proclamaba: “La predicación de la castidad es una incitación pública a la contranaturaleza. Todo desprecio de la vida sexual, toda mancilla de ésta con el concepto ‘impuro’ es el auténtico pecado contra el espíritu sano de la vida”. Este hombre, cabe sospecharlo, se convirtió en mi amigo: ha seguido siéndolo.

Sentí la misma proximidad con la palabra de Marx, quien, en el Manifiesto del Partido Comunista, explica que la historia, desde siempre, tiene por motor la lucha de clases. El pequeño volumen de color naranja de la colección Éditions Sociales se cubría de trazos de lápiz: el balanceo dialéctico entre el hombre libre y el esclavo, el patricio y el plebeyo, el barón y el siervo, el maestro de un gremio y el oficial, el opresor y el oprimido, yo lo leía, sin duda, y sabía visceralmente que era justo, pues lo vivía en mi carne, en la casa de mis padres, donde el salario de miseria apenas bastaba para alimentar la fuerza de trabajo de mi padre, que el mes siguiente debía volver a empezar para asegurar su supervivencia y la de la familia.

Nada de vacaciones, jamás salidas; ningún cine, ni teatros ni conciertos, claro está; nada de museos, nada de restaurantes, nada de cuartos de baño, un dormitorio para cuatro, retretes en el sótano; nada de libros, por supuesto, salvo un diccionario y una colección de recetas de cocina heredados de los abuelos; pocas invitaciones, dos o tres amigos de mis padres, apenas menos pobres que ellos: yo sabía que Marx decía la verdad, mi padre era empleado de un propietario que tenía una lechería y una casa burguesa en la cual mi madre hacía la limpieza. Yo sabía que allí no llevaban la misma vida que en casa de mis padres, y descubría con Marx q

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