Un lector llamado Federico García Lorca

Luis García Montero

Fragmento

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adorno

EL MUNDO DE AYER

 

 

 

Quizá dentro de cincuenta años sea difícil entender que hubo un tiempo en el que algunas personas se pasaban la vida leyendo. Seguro que los libros no habrán desaparecido, pero es posible que no se alcance a comprender hasta qué punto la lectura podía formar parte de la identidad de los lectores. Buscar la propia definición personal es el requisito más importante para componer o recomponer un ámbito de socialización. Cuando se impongan de manera definitiva las dinámicas sociales que empezaron a extenderse como una red al final del siglo XX, tal vez resulte muy raro pensar en individuos que aprendieron con un libro en sus manos a saber algo sobre su yo y su nosotros. Sentir es el verbo en el que se fundan las sociedades.

Hoy en día ya es un ejercicio de buena voluntad pensar que la lectura ocupa el lugar de confianza que le asignó la modernidad en el futuro de las sociedades democráticas. El contrato pedagógico, ciudadanos educados en la razón para conformar una sociedad feliz, fue devorado por las mismas inercias que negaron los deseos de una economía justa. Siento decirlo, pero pienso que el menosprecio del libro y la lectura no habla solo de un cambio de época en la educación, sino de esta inercia que devora lo mejor de los sueños democráticos, igual que un tumor devora el cuerpo del que nace y del que depende.

Pero hubo un tiempo en el que la defensa de la lectura no suponía una voluntariosa apuesta de las convicciones frente al pesimismo. Hubo un tiempo en el que hasta la melancolía de los libros ocultaba una raíz de optimismo. El orgullo de decir yo de un modo consciente encontraba argumentos imprescindibles en las páginas de algunos autores elegidos, seres amados que componían con palabras el espejo en el que mirarnos.

Decir yo siempre ha sido un asunto complicado cuando se toma en serio la palabra yo. Y tomarse en serio la palabra yo es la mejor forma de tomar en serio las palabras, todas las palabras. Decimos yo y ponemos en juego lo que pensamos ser, lo que fuimos y ya no somos, lo que pudimos ser y nunca fuimos, lo que queremos ser o lo que seremos sin saberlo. Es un verdadero abanico, un desplegable que no tiene fin cuando sitúa la identidad en los laberintos del tiempo. Convertirnos en un espacio, en un yo y en un nosotros, nos obliga de manera inmediata a ser tiempo. Meditar sobre esto fue la tarea a la que se dedicó Federico García Lorca como lector y como escritor en una época en la que los libros eran un ámbito propicio para negociar con la experiencia y definir la propia identidad:

 

Entre los juncos y la baja tarde,

¡qué raro que me llame Federico!

 

Este ensayo no es un alegato trasnochado en defensa de la lectura y la filología, sino una confesión personal: pertenezco a un tiempo y a una experiencia, soy lo que soy por los libros que he leído. Creo que me engañaría si pensase que los argumentos sobre el futuro tienen todavía más autoridad en mis convicciones que los recuerdos. Conocí a Federico García Lorca al final de los años sesenta, en la casa de mis padres, sobre la estantería de madera noble que llenaba una de las paredes del salón destinado a las visitas. Como formábamos una familia de muchos hijos y muchas diabluras, mis padres reservaban un salón de dos habitaciones para salvarlo de las guerras cotidianas. La puerta cerrada al extremo de un pasillo, los muebles distinguidos, las alfombras, el silencio, conformaban un orden al mismo tiempo familiar y sagrado. Allí encontré el volumen de Obras completas de Federico García Lorca publicado por la editorial Aguilar en 1954.

Mi dedicación a la literatura quizá se deba a esta experiencia doméstica y adolescente, sin dioses, pero sagrada. Recuerdo incluso el descubrimiento de las canciones de Federico García Lorca con la fuerza de una sensación física. Como entrar en el agua del mar o de un río, las palabras me llamaban a una realidad distinta en la que poco a poco iba hundiéndome. Ahora recuerdo también la sensación de que ese tiempo en el que me sumergía era dorado porque lo pintaba el color de los limones.

La filología se consolidó como ejercicio humanista por respeto a la libertad de los individuos. Se fijaban manuscritos, se buscaba la verdad de los textos antiguos para conocer una experiencia humana única, para atestiguar su paso por la historia, su huella particular, irrepetible, más allá de dogmas y de iglesias. Libertad de escribir, libertad de leer y ser leído. Quien asume desde este punto de vista la tarea filológica piensa en su trabajo como una manera de participar en la emancipación humana a través del conocimiento.

Ya que el hecho literario es un suceso compartido entre un autor y un lector, está más que justificado el deseo de descubrir una experiencia personal, una biografía, a través de las lecturas. Y, si se trata de un autor, es inevitable que surja una lógica de unidad nutritiva. Adquiere sentido literario la afirmación de que somos aquello que hemos leído. Nuestros autores, al mismo tiempo, serán lo que hagamos con ellos o de ellos.

Me he acercado a los libros que leyó Federico García Lorca para entender mejor los motivos de su escritura y el equipaje de su formación literaria. Desde que oyó por primera vez a su madre leer en alto a Victor Hugo hasta que encontró una voz sazonada con las Suites y el Poema del cante jondo, el joven escritor fue buscándose, preguntándose por sus palabras como un modo de entender su propia identidad, las relaciones de su yo con el mundo en el que vivía. Como es lógico, los libros y los autores que fue habitando le ayudaron a situar los conflictos de su intimidad. Junto al azar de lo que cae en las manos por obra de los amigos y de la época, la búsqueda precisa de una literatura tiene que ver con la intimidad, esa parte de la historia encarnada en los secretos de un yo. La homosexualidad, con su condición inevitable y los sentimientos de culpa lógicos en una sociedad represiva, fue un factor clave en la formación de Federico García Lorca.

El proceso tuvo dos ejes: primero, encontrar en la cultura prestigiosa la legitimación de unos sentimientos difíciles de asumir en la vida cotidiana; y, segundo, buscar en las tradiciones literarias aquellos caminos que sirviesen para recobrar el orgullo de los márgenes y para aprender a callar o a decir «el no decir» dentro de la lógica de un secreto compartido.

Tal vez Fernando de los Ríos no se diese cuenta del significado amplio que tenía el hecho de prestarle a su joven amigo los Diálogos de Platón. Pero además de un acercamiento a la gran filosofía, García Lorca pudo leer su deseo y escribir una de sus primeras prosas sobre la homosex

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