Margarita

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Genealogía

Diego Zavala y Ester Pérez fueron los padres de mi padre; los Zavala son originarios de Yucatán, pero mi abuelo lo confesaba a medias porque a esa rama de la familia, muy conocida por allá, perteneció don Lorenzo de Zavala, calificado de traidor pues luego de una larga vida como destacada figura política se estableció en Texas en 1835 y participó en el proceso que culminó con la declaración de independencia y, un año después, el establecimiento de la República de Texas, de la que fue efímero vicepresidente poco antes de su muerte. Aunque mi papá reniegue, mi madre simpatiza con la poca comprensión a este personaje (mi madre siempre encontraba alguna explicación humana a los comportamientos de los hombres de la historia). Dice con razón que en ese tiempo en Texas no había más que desierto y ciudades despobladas. Cuenta que su abuelo viajó durante un mes desde Chihuahua hasta San Luis Potosí en cinco diligencias para protegerse de un ataque de los indios, así que, sostiene, colonizar Texas era como invadir Marte. De hecho, los texanos reclamaban el abandono del poder central.

El caso es que don Lorenzo no perteneció a mi familia paterna, pero mi bisabuelo lo subrayaba para evitar confusiones; dicen que era un hombre que hablaba poco y cuando le incomodaba algún tema cortaba de tajo la conversación. Sabemos que mi bisabuelo tenía una auténtica vocación por el estudio del derecho (así que quizá, después de todo, también me llegó por línea de parentesco) y que era autodidacta; sin embargo, por alguna razón que ignoramos dejó Yucatán y se marchó con su familia a Morelos. Mi madre, que platica mucho más que mi padre sobre nuestros orígenes, piensa que existen dos posibilidades: o se saltó la barda por una aventura amorosa o por la imposibilidad de pagar sus deudas.

Así fue como mi abuelo, Diego Homobono Zavala, nació en Xoxocotla. No obstante, su familia emigró por segunda vez, a la Ciudad de México, y llegaron a la calle de Soto, en la colonia Guerrero. Como era el mayor de sus hermanos, tuvo que ocuparse de los pequeños al estallar la Revolución; terminó la carrera de leyes a puro brinco y trabajando, litigaba por su cuenta y dicen que mostraba un gran valor civil al exponer sus tesis. En política, su máxima autoridad moral era el general Juan Andreu Almazán, principal opositor al candidato oficial, el general Manuel Ávila Camacho, en la elección presidencial de 1940; era tanta su popularidad que el régimen organizó uno de los fraudes más escandalosos y sangrientos para mantenerse en el poder; de hecho, mi abuelo lo apoyó en su campaña electoral. Toda su familia era almazanista, opositora por convicción. En el movimiento de rechazo al fraude para imponer al general Ávila Camacho, mi abuelo fue acusado del delito de disolución social: lo acusaron hasta de simpatizar con el nazismo, porque la madre adoptiva de su esposa era de origen alemán. Pasó un tiempo en la cárcel y en casa de mi mamá está colgada la orden de arresto. Siempre me pareció una heroica advertencia para todos: el amor a la Patria puede significar pérdida de la libertad y no sólo de la vida.

Mi abuelo y sus hijos eran unos auténticos patriotas: sentían un inmenso amor por México. Siempre fueron de esas personas, como yo ahora, que preferían viajar por México que al extranjero; uno nunca acaba de conocer nuestro país. Se casó con Ester Pérez, una normalista nacida en Parras, Coahuila; era hija adoptiva de un médico, y como mencioné, hijastra de una ciudadana alemana.

Ester es mi segundo nombre. La verdad, no me gustaba nada, pero no me bautizaron así por mi abuela: resulta que todos mis tíos tenían una hija Ester. Yo conservaba la Biblia con la que hice mi primera comunión y un día, harta de que me quejara de mi nombre, mi mamá me pidió que leyera el libro de Ester; era una princesa judía, dato que ocultaba, y ganó un concurso de belleza, con lo que se convirtió en esposa del rey, ella era discreta en su secreto y, por ello, en su oración confiaba en que Dios guiaba su vida y que sólo Dios salva. Cuando el Rey decretó terminar con los judíos, ella confesó: “Si gozo, mi rey, de tu favor, si así te place, concédeme la vida. Ésa es mi petición; mi vida y la de mi pueblo; ése es mi deseo. Pues mi pueblo y yo hemos sido condenados a ser destruidos, asesinados y exterminados. Si nos hubieran vendido como esclavos o esclavas, me hubiera callado, ya que tal desgracia no sería tan grave como para importunar al rey”. Él la amaba, así que se detuvo. Salvó a su pueblo. A partir de esa lectura me reconcilié con mi nombre.

Sabemos muy poco de la historia de mi abuela paterna. Apenas la conocí: era una ancianita cuando yo era bebé. Vivía con una sobrina que cuidaba de ella, la visitábamos y nos visitaba; la parte de arriba de su casa, viejísima, dentro de una vecindad en la Guerrero, estaba llena de gatos. Mi madre siempre se ocupó de que no dejáramos de ver a la familia de mi papá, ni a los abuelos ni a mis tíos Ricardo, Angélica y Cristina. A Diego, el más pequeño de sus hijos, el abuelo le puso como él. Ricardo y mi papá son abogados por la Universidad Nacional Autónoma de México y maestros de derecho en la misma universidad.

Nací en 1967, y un año después murió mi abuelo; su esposa dos años más tarde. Mi madre hablaba muy bien de sus suegros. De mi abuelo opina que tenía un carácter “endiablado de veras” y de mi abuela que era dulce, “un pedazo de pan”.

El papá de mi mamá era potosino, pero de joven se fue a trabajar a Chihuahua; para los cánones de ahora, la suya era una familia “estirada”. Un día escuché a mi hermana Mercedes, que vive desde hace algunos años en San Luis capital, preguntarle a mi mamá:

—¿Por qué nunca pusimos altar de muertos?

—Porque no perteneció a mi tradición familiar, desde luego no pertenece al norte y tampoco a San Luis Potosí.

—Ah, mamá, pero si en la Huasteca…

—Bien lo has dicho: en la Huasteca.

—Ah, me olvidaba de que tú eres potosina estirada del Altiplano.

—Perdón, pero nadie escoge dónde nacer.

Según los relatos de mi madre, mi bisabuelo nació en Chihuahua. Conoció a Benito Juárez a su paso por aquellas tierras y él le propuso que se encargara de la tesorería del estado de San Luis Potosí, la antigua Real Caja; fue por eso que llegó en aquel viaje en diligencia de un mes de duración y se avecindó ahí. Mi bisabuelo era el menor de quince hijos: cinco de ellos fueron a San Luis, tres más nacieron ahí y el resto se quedaron en Chihuahua.

Mis abuelos maternos, Enrique Gómez del Campo y Mercedes Martínez, nacieron en 1904 y 1902, respectivamente. Mi abuelo cursó la primaria y la secundaria en San Luis y la preparatoria en el colegio jesuita de Saltillo; estudió Ingeniería Civil, pero se le atravesó la Revolución y sólo completó el primer año. Sus padres y los once hermanos que le quedaban —una había muerto muy pequeñita— se vinieron a vivir a la Ciudad de México en 1917. Tampoco pudo titularse aquí porque la escuela cerró. Hablaba muy

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