Ciudad de odios

Fernando del Collado

Fragmento

Ciudad de odios

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Benjamín se sacude el escalofrío. Está temblando. Fuma. Se ha sentado en una banca de la Alameda Central. Ha regresado a este sitio luego de cuatro años. De aquí partió con Miguel Ángel al departamento que compartían en la colonia Portales. De aquí el encuentro con los chacales. Para algo debió sobrevivir. Para algo se libró del degüello. ¿Cuál es la señal? La mano temblorosa. Otra calada fuerte, profunda, al Delicado sin filtro. ¿Qué debe hacer con todos estos recuerdos, miedos, fantasmas?

Y entonces se echó por la escalinata de la estación Hidalgo, en la entrada del metro que está en la Alameda Central y la calle Doctor Mora. Va bajando las escaleras con lentitud, con la mano derecha sujetada al barandal. Apesadumbrada. Nariz enrojecida. Indicios de color rosáceo en los alrededores del iris de ambos ojos. El pañuelo hecho bola en el puño izquierdo. Se le ha ido la tarde sentada en la banca que mira de frente al Café Trevi. Desde ahí ha visto a varios hombres ingresar a la cafetería, más de uno con anteojos oscuros, tipos maduros. Igual ha mirado entrar a un par de jóvenes inquietos, observando hacia todos lados como tratando de no ser vistos. El muchacho de cabello negro alisado, con camiseta blanca de tirantes y pantalón entallado de mezclilla, le pareció que tenía una lozanía exultante. Se le vino encima la imagen de su hijo Fabián. Inesperadamente se vio luchando por contener una lágrima. Hacía una tarde templada, con algo de vientos frescos. Se dirige a Balderas. Atravesará el puente subterráneo de la estación que la llevará al pasillo central para tomar el andén con dirección a Universidad. Seguirá con pesadumbre. Caminará hasta el final del andén para abordar el convoy por la última puerta del vagón.

Maclovio Valera, desmedrado, pálido, se sujeta con la mano derecha a la parte más alta del tubo. En la otra mano, la izquierda, sostiene una bolsa de plástico con papeles en su interior. Todos, resultados de análisis médicos. Examen de sangre para saber el número de glóbulos rojos y su velocidad, conteos de reticulocitos, niveles de folato, vitamina B12 y más. Viste pantalón beige claro y algo destejido, satinado por el uso. Una leve mancha, una gota esparcida en forma de crepúsculo solar, se percibe en la parte baja de la bragueta. El cuello de la camisa de cuadros apenas se asoma por el suéter de color verde militar igual de sucio y raído que él mismo. Acaba de abordar el metro en la estación Centro Médico. Tiene 38 años de edad pero cualquiera le sumaría otros 10 o hasta 15 años más. Se le fue la vida refunfuñando. Maldiciendo. Amargándose la existencia. Este 26 de noviembre habrán transcurrido 10 años de cuando vio a su hermano terminar con la vida del maricón del barrio. Ángel Salgado, su nombre. La burla de casi todos los vecinos de la Calle 32, en la colonia Ignacio Zaragoza. Lo apuñaló a filo limpio con un cuchillo para deshuesar pollos. En plena calle. A la puesta del sol, con los vítores y los gritos del vecindario que con bravuconas maneras y briosos ánimos lo conminaban a matarlo como en una pelea de gallos. Él también se ve a sí mismo gritando en ese festín colectivo. Y se amarga. Le viene ese sentimiento muy profundo, de pena, porque no ha podido saber nada de su hermano desde que huyó hacia Estados Unidos. Todavía no se lo explica, Ángel Salgado se lo había buscado. Habrían de ver cómo se le insinuó a su hermano. ¡Pinche puto!

Los viandantes en el metro son gente de todas raleas que se aglomeran, se rozan, copulan, se soslayan, se avergüenzan, se aniquilan. Los viandantes en el metro se apilan sin convivir. Sólo se juntan. Nos juntamos. Frenéticamente. Espectrales. Los hay quienes imponen el silencio como una barrera. El ademán hosco. El rechazo brusco. La mirada, el rencor. Ahí se les ve. A todas horas. Se miran. Nos miran. Los miramos. Impunes. La vida, se ha dicho, es eso que pasa de vagón en vagón, de estación en estación. El metro es un corazón muerto y de rostro azorado. Véase: Fabián tiene los ojos de tono pardo avellana. Liborio, entre castaño y verde, envueltos en unas pestañas espesas que maneja con intención: las baja lentamente cuando quiere pedir algo. Las mueve con sequedad cuando intenta atemorizar. El iris de Armando, negro brilloso, flota sobre un fondo de córnea amarillento. Mira con encarnizada rabia. Ahí están. Fantasmales. En el metro. Son cientos. Miles. Amontonados. Se trasladan. Viven. Vivieron como sin haber vivido. No cuentan, no son ni serán parte de su tiempo ni de ninguna época por venir. Son cualquier tiempo. Se han ido muriendo sin haber tenido existencia. Ni la tendrán. Van caminando de prisa por los andenes, empujándose, pegándose contra las paredes y contra sí mismos; miran de reojo, esquivos. Ojerizas. Algunos han salido de sus casas donde cocían su tristeza con silencios. Otros van hacia ellas para hacer lo propio. Ya se ha escrito: forman parte de la legión de sombras, tan cargadas de dignidad como carentes de importancia.

Abordó en la estación Villa de Cortés. Va para el pueblo de Tecámac. Hace lo de siempre. Transborda en Hidalgo hasta llegar a Indios Verdes. Y de ahí todavía le faltan como unos 50 minutos de recorrido en autobús hasta su destino si no hay contratiempo por accidente de tráfico o desvío por remodelación de obras. Es muy raro que la carretera a Pachuca no presente algún embotellamiento o altercado. Más de dos horas de traslado de la casa al trabajo. Cuatro horas de ida y vuelta. Todos los días. Menos los domingos. Serán 15 o 16 años con el mismo trayecto. De Tecámac a la Ciudad de México. A todo se acostumbra uno. El cuerpo, el alma, la mente como que se amoldan a ese ritmo de vida. Hace tres años, cuando tuvo esos vómitos y presencia de sangre en las heces que la obligaron a reposar en casa durante más de dos semanas, fue cuando pudo medir de forma distinta el transcurso del tiempo. Muy alejado, distante del ritmo del cuerpo. Era como si los días, de pronto, tuvieran más horas o como si la noche fuera más corta y toda ella no supiera en qué ocuparse, hacia dónde moverse, en qué entretener sus manos y su cabeza. Todo un manojo de nervios. De ahí que no le guste cambiar su rutina. Eso lo tiene claro. Agripina Gómez ha dedicado más de la mitad de su vida a trabajar en la limpieza de casas; detenerse sería como suicidarse. Sólo una vez pensó en dejarlo todo. En agosto. Hace 10 años, cuando trabajaba en la calle Hortalizas, número 84, de la colonia Ejidos de la Magdalena Mixhuca y encontró a su “patrón” sobre la cama con las manos amarradas por atrás con un cable de los que sirven para la extensión de energía. Color naranja. El cuerpo boca arriba y con los ojos desorbitados. Tensas las facciones. Los pies atados férreamente con un pañuelo. Alguna fuerza brutal había estrangulado al profesor normalista de acuerdo con las primeras observaciones que hizo el comandante Enrique Castañón al revisar el cadáver y observar el caos circundante. Ella pensó de inmediato en Toño. No se le ocurrió alguien más. Y no sabía de más señas, salvo que le decían Toño. Podría ser Antonio, pero no estaba segura. En Tecámac hay un Toniño a quien igual llaman Toño. Así se lo dijo al comandante. Por supuesto que ella no l

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