El agua o la vida

J. Jesús Lemus

Fragmento

El agua o la vida

PRÓLOGO

La historia de Nautla

Antes de comenzar esta investigación conocí a Nautla. Una niña guatemalteca que murió de sed. La conocí en uno de esos viajes que a veces nos regala el periodismo, llevándonos a los lugares más apartados e inimaginados, siempre con la promesa de tener una historia que contar. Ella vivía en la comunidad de La Laguna, a 175 kilómetros del municipio de Sayaxché, en el departamento de Petén, casi en los límites de Guatemala con México.

Llegué al pequeño pueblo de Sayaxché con la intención de continuar la investigación de la devastación minera que en Guatemala no es distinta a la que se vive en México. Mi intención era publicar un trabajo sobre el conflicto minero en Centroamérica, como continuación de México a cielo abierto (Grijalbo, 2018). No tenía ni la menor idea de que lo que ahí encontraría cambiaría la ruta de mi investigación.

Me hospedé en el hotel San Francisco, en espera de encontrarme con el contacto que había ofrecido guiarme para ubicar los sitios de reserva minera que los gobiernos de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá han ofertado a las trasnacionales. Pablo tardaría en llegar dos días, pues, me explicó por teléfono, estaba participando en un foro contra la minería en la zona de Cobán.

Desesperado como soy, y sabiendo que en el periodismo no se puede perder un solo día, no me resigné a la contemplación del paisaje, pese a que era un sacrilegio rechazar la invitación a la deliciosa vista de los cerros teñidos de múltiples tonos verdes y azules. Decidí comenzar por mi cuenta el recorrido.

Mochila al hombro, me dirigí a la zona norte de Guatemala, era el 16 de julio y lo supe porque así lo anunciaban los cohetones que decenas de fieles tronaban al aire para celebrar el día de la Virgen del Carmen. Abordé una camioneta de redilas, que por sólo tres quetzales ofreció llevarme a la localidad de San Andrés, a la orilla del Lago Petén, donde ya se gestaba un movimiento en defensa del lago.

Sentado en los tablones de la camioneta convertida en transporte público, escuché a dos hombres que frente a mí hablaban casi en secreto de lo que hasta ese momento era un tema que no conocía: “la pobre gente de La Laguna”, que les había “caído la policía”, que habían dejado “casi medio muerto” a uno de los coordinadores, y que “la gente ya se estaba saliendo del lugar”.

No lo pude evitar. Con el mayor de los sigilos, escogiendo las palabras para no causar recelos, pregunté qué había pasado. El más joven de ellos, de apenas unos 30 años de edad, me dijo que a los pobladores de La Laguna los estaban obligando a dejar su comunidad, porque las tierras, que habían sido de ellos desde siempre, las pretendía ocupar el gobierno de Guatemala para construir hoteles.

La intuición, o la terquedad, me hizo preguntar cómo llegar a La Laguna desde San Andrés. Me explicaron que no había transporte público, que la única forma era caminando o rentando una mula en el poblado de Sacpuy. Después de pasar la noche en un cobertizo de la policía de Sacpuy, me decidí por la primera opción.

Luego de 12 horas de camino, a paso lento, cruzando sembradíos y áreas espesas de selva, se abrió ante mis ojos, casi a las cuatro de la tarde, un verdadero paraíso: un puño de casas de madera mal acomodadas, que exhalaban humo por todas las rendijas; una laguna verde que acariciaba el viento; una manada de perros, y unos niños que jugaban al balón, y que detuvieron el juego para verme, me dieron la bienvenida.

Me preguntaron si yo era el padre que les daría la comunión al día siguiente. Sólo sonreí ante su inocencia. Aún no terminaba de quitarme el sombrero para limpiar el sudor que me corría en la frente cuando tres hombres salieron a mi encuentro. Con la naturalidad del que no deja de ser niño a pesar de las responsabilidades de adulto, uno de ellos me tendió la mano, y sin saber mis intenciones me abrazó. Otro insistió en cargar mi mochila, y el tercero simplemente puso su mano en mi pecho, como tocándome el corazón.

No los decepcioné cuando les dije que yo no era el sacerdote. Sentí que se liberaron de una carga cuando les expliqué que solamente era un periodista, y que me había llevado hasta ese lugar la necesidad de conocer las razones por las que la comunidad estaba siendo desplazada. Mario, el que tocó mi pecho, el mayor de los tres, todavía no sé por qué, pero me agradeció.

Me llevaron a la casa del Patriarca. En el trayecto de no más de 200 metros, José, el que intentó vanamente cargar mi mochila, me explicó la desgracia de la comunidad: el gobierno quiere entregar en concesión la Laguna Larga y toda la tierra que la rodea a empresas internacionales que pretenden hacer un centro turístico. Y las más de 200 familias que viven ahí les estorban.

El Patriarca, José Chacón, me recibió en la puerta de su casa. Su minúscula figura y sus pequeños ojos negros eran el principal contrasentido del liderazgo que mantenía en la comunidad; con sólo un movimiento de cabeza hizo que mis acompañantes se retiraran a más de dos metros de distancia. Me invitó a pasar. Me ofreció un banco de madera y nos sentamos a una mesa metálica con el letrero de Coca-Cola al centro.

La plática fue larga. Hablamos de la problemática del despojo, de las familias que ya habían abandonado la comunidad, de la falta de atención médica, de la necesidad de conservar el suelo y el agua. De lo único que no hablamos fue de la pobreza lacerante, porque esa no necesitaba mayor explicación. Cuando menos acordamos una de las hijas de José Chacón ya estaba sirviendo tortillas y frijoles para la cena.

El Patriarca me ofreció quedarme en su casa, para que al día siguiente pudiera hablar con otras familias, como se lo solicité inicialmente. Me brindó un rincón en aquel espacio no mayor de 30 m2 donde habitaban silenciosamente, además de su mujer y sus dos hijas, dos camas, un ropero, la mesa y el fogón. Con los cartones de dos cajas de pañales, de donde vació ropa y algunos trastos de cocina, me preparó una cama, que fue mi espacio de reflexión y redacción durante los siguientes 15 días.

En la comunidad de la Laguna Larga amanecía distinto a cualquier otra parte de los suelos en donde he dormido: desde las cinco de la mañana se escuchaba el trajinar de los hombres que se iban a la labor, un viejo molino que machacaba el aire como un tren que se despide lentamente llamaba a las mujeres a moler el nixtamal para las tortillas del día. Los techos de láminas de cartón se desperezaban con los primeros rayos del sol que se reflejaban en la laguna, y el viento llegaba siempre cargado con la humedad de la selva.

Era un pedazo de paraíso en la tierra, aunque las familias que lo habitaban vivían un infierno a causa del hostigamiento oficial para desplazarlos. Yo simplemente era un perro callejero que apenas le abrían la puerta salía a husmear entre la maraña de calles mal trazadas y casas con paredes de madera, que detrás de sus rendijas siempre esc

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