Xueños

Miguel Quintana Pali

Fragmento

Título

QUÉ SUERTE
HE TENIDO DE NACER

CAPÍTULO 1

Antes que ser el fundador y director general de Grupo Xcaret, soy Miguel Pali Quintana Pali. Nací el 2 de septiembre de 1946 en la ciudad de Boston, Massachusetts, cuando mi padre estaba estudiando un MBA en la Universidad de Harvard. Soy el segundo hijo de seis hermanos que, a pesar de haber nacido en tres diferentes países —Chile, Estados Unidos y México—, al llegar a la mayoría de edad todos decidimos ser mexicanos por llamado del corazón. ¡Qué suerte he tenido de nacer!

Mi papá, Carlos Quintana Gómez-Daza, de familia poblana e ingeniero mecánico electricista por la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica (ESIME) del Instituto Politécnico Nacional, estudiaba Ingeniería Industrial en la Universidad de Columbia, en Nueva York, cuando conoció a mi madre, Lulu Pali Solomon, hawaiana de origen y estudiante de música en esa misma casa de estudios. ¡Fue amor a primera vista! A los pocos meses de conocerse, en marzo de 1944, se casaron.

Poco después vinieron a vivir a la Ciudad de México, donde nació Carlos, mi hermano mayor. Sin embargo, más tarde se mudaron a Boston, pues mi papá fue a cursar la maestría que ya he mencionado. Ahí nacimos mi hermana Rosi y yo, seguidos de Lulu pero ya de vuelta en la Ciudad de México.

En 1950, mi papá fue enviado a trabajar a Santiago de Chile por parte de la Comisión Económica para América Latina (Cepal). Durante los 10 años que vivimos ahí llegaron los dos pequeños de la familia, Lupe y Santi, y así completamos una pareja de mujer y varón por cada país en el que nacimos y vivimos.

Los seis tenemos dos nombres, el primero hispánico y el segundo hawaiano: Carlos Kaukaha, Miguel Pali —mis padres fueron tan creativos que repitieron el apellido de mi madre como mi segundo nombre—, Rosita Leinaala, Lulu Ululani, Ernesto Santiago Dominicus Hotu-Matua y Guadalupe Pauahi; todos de apellidos Quintana Pali.

Si bien yo nací en el país de mi madre, adopté la nacionalidad de mi padre, e incluso a los 18 años realicé mi Servicio Militar Nacional. Porque, recuerden, ¡los mexicanos nacemos donde se nos da nuestra regalada gana!

Mi papá tenía dos caras totalmente diferentes: todo el tiempo muy risueño, alegre, amable, bondadoso; pero en el trabajo siempre fue muy serio y formal. Era un ingeniero sobresaliente y connotado en América Latina, experto, entre otros temas industriales, en biocelulosa, al grado de obtener cargos importantes tanto en la administración pública en México —director general de crédito de Nacional Financiera—, como en Santiago de Chile en las Naciones Unidas —secretario ejecutivo de la Cepal—. Vestía siempre impecable, como buen funcionario y diplomático; lo recuerdo boleándose los zapatos y cambiándose la camisa de cuello blanco almidonado cada vez que mis padres iban a una cena fuera de casa. Viajaba mucho porque tenía que visitar desde todos los países de Latinoamérica, hasta las oficinas centrales de la ONU en Nueva York, y en cada ocasión nos traía detallitos, siempre pensando en los seis. A pesar de vivir tantos años en el extranjero, siempre fue un apasionado enamorado de su país.

Por otra parte, tenía su buen lado bohemio. En la casa tenía una grabadora con carrete de nueve canales; grababa una canción tocando un instrumento en el canal uno, luego grababa la misma canción con otro instrumento en el canal dos, y así prácticamente hacía su propia orquesta. Incluso mandó traer de México a Santiago una marimba chiapaneca que aprendió a tocar solito. Componía sus propias canciones, cantaba y tocaba de oído la guitarra. Mis papás tocaban el piano a cuatro manos, a dos pianos de cola —Tú y Yo—, que todavía están en casa de mis papás. Él era siempre el alma de la fiesta, tenía un excelente sentido del humor, le gustaba contar chistes y hacer bromas. Fue siempre la alegría de la casa, de él heredé su buen humor y su amor por la música y por México.

Mi mamá era, en cambio, la seria, la estricta, la que nos hacía poner los pies sobre la tierra, parte muy importante de nuestra formación. Me acuerdo de la pena que me daba cuando en las fiestas nos ponía a los cuatro hermanos mayores a bailar junto con ella el baile del Hula. Ella, hawaiana al nacer y después estadounidense —Hawái era un territorio de Estados Unidos, pero en 1959 se convirtió en el quincuagésimo y último estado en ser admitido a la Unión Americana—, siempre nos habló en inglés y en esta lengua nos regañaba, pues aunque mis hermanos y yo hablábamos español, comprendíamos perfectamente el inglés.

En Hawái todo gira alrededor de la naturaleza, así que las cinco casas en que vivimos a lo largo de nuestra vida siempre tuvieron un hermoso jardín, creado y cuidado por mi mamá. Incluso cuando ella y mi papá volvieron a vivir definitivamente en la Ciudad de México, creó su propio orquideario con especies de todas partes del país. Ella separaba la basura, hacía su propia composta, nos enseñó a consumir sólo lo necesario, a respetar nuestro medio ambiente. Lo formal que somos nos lo dio ella, y la admiración por la naturaleza que guardaba en su corazón se quedó en nosotros.

SANTIAGO DE CHILE

Mis primeros recuerdos son de una vida muy bonita en Santiago de Chile —pues llegué a ese país de cuatro años de edad—. Todas las mañanas nos levantábamos muy temprano, ya que cada uno de mis hermanos y yo teníamos una responsabilidad que nos íbamos turnando. Unos preparaban la avena para desayunar, otros ponían la mesa y, generalmente, los mayores, Carlos y yo, comprábamos la leche en la carreta jalada por un caballo que se paraba en la esquina de nuestra manzana. Luego hacíamos nuestras camas antes de salir a la escuela y caminábamos unas cuatro cuadras hasta la esquina donde tomábamos el autobús.

Mi mamá nos enseñó a tener conciencia del dinero y a saberlo administrar. Tenía un cuaderno en el que nos calificaba si habíamos cumplido con nuestras tareas, si habíamos dejado tirada la ropa, si habíamos hecho la cama bien, si habíamos cumplido con el desayuno, y nos daba o quitaba puntos. Los juntábamos para el fin de semana, y con ellos comprábamos lápices o gomas; además, nos daba una cantidad pequeña de domingo, la cual asignaba de acuerdo con nuestro comportamiento. Nos retribuía dándonos lo suficiente para las cosas de primera necesidad y un poco más para comprar un helado o unos barquillos a la salida de la iglesia.

Vivíamos en Santiago, pero los fines de semana siempre íbamos a la costa o a la cordillera, normalmente a las casas de campo de los amigos chilenos de mis padres. En las vacaciones más largas íbamos al sur a la zona de los lagos, y de todo esto seguro nació mi gusto por los paisajes naturales. Chile en ese entonces era un país totalmente alejado del resto del mundo y allá no teníamos familiares directos, pero a todos los colegas del trabajo de mi papá les llamábamos «tíos», pues eran en verdad la única familia que teníamos allá. En la Cepal había representantes de todos los pa

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