El traidor

Anabel Hernández

Fragmento

Nadie supo nada

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La historia detrás de la historia

Era un frío y convulsivo mes de enero de 2011 cuando él me buscó. Hacía un mes había publicado Los señores del narco, que al poco tiempo de salir a la venta ya iba en su tercera reimpresión. El libro estaba causando polémica e incomodidad en el gobierno, en los círculos empresariales y en los mismos cárteles de la droga. Incluso su protagonista, Joaquín el Chapo Guzmán, lo había leído, según me diría años después su compañera sentimental Emma Coronel.

El retrato que hice del Chapo era un pretexto para narrar lo que había detrás de la impunidad de los integrantes del Cártel de Sinaloa, en particular, y detrás de la llamada “guerra contra el narco” del presidente Felipe Calderón, en general. Desde el primer capítulo, “Un pobre diablo”, quise perfilar la dimensión del capo y el mito. Todos le achacaban ser el narcotraficante más poderoso de todos los tiempos. La mente siniestra detrás de la violencia. El fantasma imposible de atrapar porque se desvanecía en cada intento. Pero yo encontré a otro personaje. Sí, un narcotraficante importante, con ingenio, creatividad, audaz, pero sin la inteligencia o el temperamento que se requería para ser el “jefe de jefes” durante el último siglo de narcotráfico en México.

El libro de Los señores del narco fue el resultado de cinco años de investigación periodística independiente, sin prejuicios. Cientos de asesinatos se iban acumulando año con año hasta volverse miles en todo el país, lo cual era terrible. Pero quería ir más allá, saber qué era lo que permitía que eso sucediera, cuál era la historia de esa descomposición y quiénes eran los responsables. Cuando investigué la historia del Chapo, cuando hablé con las personas que lo conocían, con integrantes de otros cárteles, con gente de áreas de inteligencia de los gobiernos estadounidense y mexicano, me pareció que era un personaje inflado con el propósito de que las autoridades disfrazaran la corrupción que había detrás de su falta de voluntad para arrestar al que se supone era el fugitivo número uno.

Nunca quise escribir una historia de narcos, como tampoco quiero hacerlo ahora. Por medio de este viaje, que muchas veces implicó llegar hasta el infierno, la intención era compartir la ventana por la que pude asomarme, para conocer y documentar la complicidad que existía desde hacía décadas entre funcionarios públicos, políticos, empresarios, fuerzas del orden y cárteles de la droga, e ir más allá de los retratos pintorescos que parecen hablar sólo de casos aislados.

Aunque las críticas a Los señores del narco iban bien, las cosas para mí se estaban tornando muy complicadas. Recién se publicaron los primeros adelantos de mi libro, se exacerbaron los ánimos del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y los de su equipo más cercano, colaboradores corruptos a los que mencioné como parte de los servidores públicos que estaban al servicio del Cártel de Sinaloa desde el sexenio de Vicente Fox.

Felipe Calderón tampoco estaba contento. Documenté que su llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada en 2006, luego de haber llegado a la presidencia con el tufo de fraude electoral, era una farsa. Todos los documentos internos del gobierno a los que tuve acceso, los informantes de los diversos cárteles y de instituciones oficiales lo confirmaban.

A fines de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme. Esa advertencia fue precedida por varios atentados contra mi familia, fuentes de información, contra mí, contra mi casa. Un infierno. Hace pocos meses un funcionario del gobierno americano me dijo que ellos habían confirmado que García Luna y su gente habían hecho un complot para matarme.

En noviembre de 2017 se entregó a la justicia americana un alto mando policiaco, Iván Reyes Arzate, quien fungió como enlace de inteligencia entre las agencias estadounidenses y la Policía Federal durante los sexenios de Calderón y Peña Nieto. Formaba parte del equipo de García Luna desde la Agencia Federal de Investigaciones (2001-2007), luego lo siguió a la Secretaría de Seguridad Pública, donde llegó al nivel de director general de la División de Drogas de la Policía Federal; ahí se quedó incrustado hasta 2017, como muchos otros miembros del equipo corrupto. En noviembre de 2018 fue sentenciado culpable en la Corte del Distrito Norte de Illinois porque “abusó de su posición de confianza y conspiró con una organización internacional de narcotráfico de alto nivel para su propio beneficio, al hacerlo, violó un deber para con la sociedad de los Estados Unidos, México y con los agentes de la DEA para los que trabajaba”. En la audiencia en la cual se determinó su culpabilidad, declaró que además de él, Genaro García Luna y otros mandos recibían de manera rutinaria sobornos del Cártel de Sinaloa y los Beltrán Leyva: millones de dólares que se repartían entre todos. La caída de Reyes Arzate fue apenas el comienzo.

Ése era el contexto cuando aquel día de enero de 2011 me informaron que el abogado Fernando Gaxiola, representante de un narcotraficante, quería contactarme y reunirse conmigo. Él me había buscado por medio de un programa de radio donde se había transmitido una de mis entrevistas sobre Los señores del narco. El abogado advirtió que el encuentro no podía ser en México, porque ahí yo llamaba mucho la atención, y propuso que se llevara a cabo en Chicago, en un lugar discreto. En México yo vivía con escoltas las 24 horas, lo cual hacía muy difícil continuar mi trabajo de periodista. Yo no los quería, pero tampoco podía vivir sin ellos. Eran tiempos particularmente adversos. No mencionaré sus nombres, pero me consta, por lo que vivimos juntos, que muchos de ellos realmente protegieron mi vida y la de mi familia, y les estaré agradecida por siempre.

En esas circunstancias, tuve que reinventarme, y una parte del proceso fue viajar a Chicago y acudir a esa cita. Si con el plan de asesinarme querían cerrarme la puerta para seguir con mis investigaciones, yo debía abrir una ventana.

La hermosa ciudad atravesada por el río Chicago, otrora dominio del gánster italoamericano Al Capone, se convirtió en la sede de una silenciosa historia que cambiaría para siempre el rumbo de los cárteles de la droga en México. Y estuve ahí, en primera fila, como testigo.

Mi primer encuentro con el abogado Fernando Gaxiola fue a ciegas, en un restaurante cercano al Aeropuerto Internacional O’Hare, el 25 de febrero de 2011. El lugar era de cortes finos de carne, y como es típico de estos sitios en Estados Unidos, todo estaba a media luz. No conocía al abogado, así que no tenía idea de su aspecto físico. Lo esperé unos minutos en el lugar sin saber si ya estaba ahí, si me estaban espiando. Cuando él llegó me reconoció.

Gaxiola medía como 1.75 de estatura, era de complexión media, tez blanca y rondaba los 60 años de edad. T

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