El paraguas balcánico: un paseo sin protocolos

Enrique Criado

Fragmento

paraguas-4

Prólogo
De Bulgaria al resto de los Balcanes

Cómo no sentirse confuso en un lugar donde todo parece conspirar para que uno no entienda nada: idioma dificilísimo, alfabeto propio, asentir con la cabeza significa que no y moverla de lado a lado, que sí... ¡Si hasta se santiguan al revés! Esta sensación de desconcierto fue la que me invadió al aterrizar en Sofía en julio de 2015, procedente de la plácida Canberra, Australia, donde había trabajado los tres años que siguieron a otros tres menos plácidos destinado en Kinshasa, República Democrática del Congo.

Tanto da que uno se tenga por viajado o que maneje varios idiomas de distintas familias: la llegada a Bulgaria asegura un cierto grado de confusión hasta al más pintado. Lo peor de todo es que lo hace a traición, bajo la apariencia de lo conocido. Claro que puedes entenderte perfectamente en inglés y en otros idiomas con los jóvenes búlgaros, que de sus tiendas sale la omnipresente canción Despacito o cualquiera de las de mi tocayo Iglesias y que sus calles son inequívocamente europeas. Con esas bases puedes pensar erróneamente que pisas terreno conocido, que no tardarás en comprender los matices. Luego descubres que, en realidad, si te acabas haciendo entender no es porque tú hayas dado con la tecla de su lengua y su cultura, sino porque son los propios búlgaros los que hacen el esfuerzo de acercarse y traducirte a ti. Ellos hablan inglés, francés, alemán o español mejor de lo que tú nunca hablarás búlgaro; y además saben cuáles son los códigos de Europa, o del resto de Europa, con mucho menor esfuerzo del que a ti te llevará desliar la madeja de hilos balcánicos, tracios, romanos, otomanos, eslavos, sefardíes, rusos y hasta austrohúngaros que forman este extraño y fantástico tapiz.

Así que desengáñate, cuando creas entender o haberte hecho entender, es el búlgaro quien te ha descodificado o traducido, y no al revés. Es casi siempre el búlgaro el que cruza el puente, porque juega en varias ligas a la vez. Del mismo modo que un español es uno más de la familia europea, pero se le van los pies solos en una fiesta o en una conversación con iberoamericanos, el búlgaro es un pueblo eu­ropeo que lo comparte todo con nosotros, y además baila ritmos que desconocemos, come cosas que no hemos probado y ha vivido experiencias que nosotros solo hemos leído o visto en el cine... Esa polivalencia se la da su pertenencia a la familia de pueblos balcánicos, una familia numerosa en una casa no muy grande, que dicen no soportarse, pero no saben vivir los unos sin los otros; a esa identidad se le suma la no tan lejana —ni en el tiempo ni en el espacio— presencia bizantina, otomana o turca, más la unión de sangre —y en la mayoría de los casos, de religión— con los eslavos, que alcanza el paroxismo con los rusos.

A Rusia les une el ser pueblos eslavos, de religión mayoritaria ortodoxa, el alfabeto cirílico y el haber luchado entre 1877 y 1878 en el mismo bando de la que en Bulgaria se conoce como Guerra de Liberación —del «yugo otomano», expresión que se escucha a diario— y en el resto del mundo como segunda guerra ruso-turca o guerra de Oriente. Ya en el siglo XX, Bulgaria se convirtió en el satélite modélico de la URSS, el alumno aventajado de entre las repúblicas que no formaban parte la Unión Soviética pero sí del Pacto de Varsovia. Por seguir con la metáfora del satélite disciplinado, Bulgaria fue la Luna de la URSS, al menos hasta que esta mandó a Laika y a Yuri Gagarin a buscar la de verdad. Y esta relación política también contribuyó a estrechar los lazos entre ambos pueblos, con intercambios de estudio o de trabajo, o matrimonios mixtos, creando unos vínculos que han sobrevivido a la caída del comunismo y, por lo tanto, a la ruptura de ese cordón umbilical entre planeta y satélite. Pese a que la mayoría de los búlgaros, sobre todo los más jóvenes, opinan que Rusia no ofrece un modelo atractivo de economía o de sociedad, y que son la UE y la OTAN las que insuflan estabilidad y prosperidad al país, no calan aquí los discursos antirrusos que se escuchan en Polonia o en los países bálticos. En Bulgaria no gusta especialmente el Gobierno ruso, pero existe simpatía sincera por su pueblo. Por eso, al escuchar ese mensaje homogéneo y empaquetado con la etiqueta «rusofobia para países del Este», el búlgaro medio dice: «A otro perro con ese hueso».

Los tres años vividos en Bulgaria me han permitido adentrarme en su cultura, que a veces presenta capas superpuestas, pero que en otras ocasiones se han fundido y mezclado. No es difícil encontrar a un nacionalista búlgaro ilustrarte sobre el yugo de los siglos de dominación turca mientras expira el humo de su narguile o engulle un kebab. Las relaciones con todos los países vecinos tienen su punto de tirantez, pero en ciudades como Chicago los emigrantes procedentes de todos ellos se juntan en fiestas balcánicas a tomar la misma comida —que cada uno reclama como original de su país—, a bailar la misma música pop folk —que un búlgaro llamará chalga, y un serbio, turbofolk— y a fumar. Se reúnen sobre todo a fumar.

Con la excusa de escribir este libro, me impuse a mí mismo el placer de viajar desde Bulgaria a todos estos países vecinos: Turquía, Grecia, Rumanía, Albania y a los que en su día formaron parte de Yugos­lavia, ese portentoso ejemplo de convivencia que suponía poner la ciudadanía común de los eslavos del sur por encima de sus confesiones religiosas. Lamentablemente, empeñados en dar la razón a Churchill, cuando afirmó que los Balcanes producen más Historia de la que son capaces de digerir, los yugoslavos se tragaron la cicuta del nacionalismo y de la exaltación religiosa, entrando en una espiral de conflictos en los que ganaron los malos de cada lado.

Aunque no son limítrofes con Bulgaria, viajé también en coche a Moldavia y Ucrania, donde se refugiaban en el siglo XIX los líderes de la insurrección búlgara frente a los otomanos y algunos de sus más importantes autores, como Ivan Vazov, y donde abundan las huellas del potente vínculo que supuso en tiempos del comunismo su común dependencia de Moscú. Fue una verdadera aventura llegar por carretera el verano de 2016 desde Sofía hasta ciudades como Kiev y Odesa, a escasos kilómetros de la entonces recién ocupada Crimea, cuando se libraban intensos combates en la parte oriental del país.

En octubre de 2016 participé en la misión de observación electoral de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) en Georgia, país que mira cómo se pone el sol en el mismo mar Negro por el que amanece en Bulgaria, y que comparte con esta muchos elementos culturales, a los que se añadió también la capa uniformadora de déca­das de comunismo soviético.

Por último, viajé también a Israel, donde residen hoy la mayoría de los judíos búlgaros y sus descendientes, la inmensa mayoría de ellos sefardíes, que se salvaron del Holocausto por la acción de una asombrosa coalición de ciudadanos anónimos, clérigos ortodoxos, diplomáticos extranjeros (como el español Julio Palencia), y del propio rey Boris II, que entre todos, supieron sumar fuerzas y evitar que sus vecinos judíos fueran deportados en tren a una muerte segura en la Alemania nazi, a la que estaba aliada Bulgaria en la Segunda Guerra Mundial hasta la llegada al poder de los comunistas en 1944.

Mediante lecturas y viajes por Bulgaria y por los pa

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