Sobre mi madre

Richard Russo

Fragmento

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Prólogo

Hace unos cuantos años, al pasar junto al cartel de la autopista del estado de Nueva York en la zona central del área de Leatherstocking, una amiga mía se confundió, leyéndolo como si dijera laughingstock, y pensó: «De ahí es de donde tiene que ser Russo». Acertaba. Soy de Gloversville,[1] a sólo unos kilómetros al norte de las estribaciones de las Adirondacks, un sitio sobre el que resulta fácil hacer chistes a no ser que vivas allí, como todavía hacen algunos familiares míos.

El pueblo no siempre fue objeto de chistes. En sus buenos tiempos, nueve de cada diez de los guantes que se usaban en Estados Unidos habían sido fabricados allí. A fines del siglo XIX, llegaron artesanos de toda Europa y durante décadas hicieron pares de guantes con un mejor acabado que en cualquier otra parte del mundo. En aquel entonces el corte de guantes estaba controlado por un gremio, y lo normal era que uno fuera aprendiz, como le pasó a mi abuelo materno, durante dos o tres años. Los útiles primordiales de un cortador de guantes con dominio del oficio eran su ojo, su conocimiento de las pieles de animales y su imaginación. Mi abuelo fue el que me dio las primeras clases de ese arte —aunque dudo que él trabajase de aquel modo— cuando explicó la dificultad de hacer algo de buena calidad y realmente bonito con una piel defectuosa. Después de que las tiñeran pero antes de pasar al proceso de corte, a las pieles las enrollaban, cepillaban y preparaban para asegurar que tenían un alisado uniforme, pero era inevitable que por naturaleza conservaran algunas imperfecciones. El artesano auténtico, me daba a entender él, se esfuerza por sortear esos defectos o imaginar cómo incorporarlos dentro de los pliegues y costuras propios del guante. Cada piel planteaba problemas cuya resolución exigía inventiva. El trabajo del que corta guantes no sólo era conseguir la mayor cantidad de guantes posibles a partir de una piel, sino hacerlos mientras minimizaba sus defectos.

Para teñir el cuero en el condado de Fulton se utilizaba la corteza de árboles cicuta desde antes de la guerra de la Independencia norteamericana. En Gloversville y la cercana Johnstown no sólo se hacían guantes sino todo tipo de objetos de cuero: zapatos, abrigos, bolsos de mano y tapicería. El padre de mi padre, nacido en Salerno, Italia, se enteró de la existencia de aquel sitio donde había tantos artesanos reunidos, y viajó a la parte norte del estado de Nueva York con la esperanza de ganarse la vida allí de zapatero. En la ciudad de Nueva York tomó el tren en dirección norte hasta Albany, luego fue en barcaza por el canal en dirección oeste hasta la aldea de Fonda, donde siguió las vías de los trenes de mercancías en dirección norte hasta subir a Johnstown, donde nací yo décadas después. ¿Había pensado de verdad adónde se dirigía, o cómo sería su nueva vida? Quién lo sabe. Entre las escasas posesiones materiales que trajo de su antiguo país estaba una capa para ir a la ópera.

Los dos hombres pasaron una época espantosa. El padre de mi padre pronto se dio cuenta de que el condado de Fulton no era Manhattan, ni siquiera Salerno, y que pocos hombres de su nuevo lugar de residencia podían comprar zapatos caros hechos a mano y no los más baratos hechos a máquina, así que tuvo pocas opciones excepto hacerse zapatero remendón. Y para cuando el padre de mi madre llegó a Gloversville desde Vermont, el auténtico oficio de hacer guantes ya estaba en peligro. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, muchos guantes se hacían «cortando patrones». (Para un guante de tamaño 6, se ponía sobre la piel un patrón de tamaño 6 y se cortaba alrededor con tijeras.) Cuando volvió de la Segunda Guerra Mundial, el procedimiento se había mecanizado en gran parte utilizando aparatos de «corte automático» que hacían rápidamente guantes según un modelo establecido, y sólo requerían que el operario colocara la piel teñida bajo las mortíferas hojas y tirase hacia abajo de su brazo mecánico. Yo nací en 1949, una época en la que no había gran demanda de guantes y zapatos hechos a mano, pero mis dos abuelos hacía mucho tiempo que se habían instalado definitivamente en el condado de Fulton y abandonado sus improbables aspiraciones. Por entonces ya tenían familia, y por eso se quedaron. Durante la primera mitad del siglo XX, el teñido con cromo —un procedimiento químico que volvía el cuero más flexible y resistente al agua, y que aceleraba de modo espectacular todo el proceso— se convirtió asimismo en habitual de la industria, y sustituyó al teñido con derivados vegetales consagrados por la tradición, haciendo las tenerías incluso más peligrosas, no sólo para los trabajadores, sino también para los que vivían cerca y, de modo especial, corriente abajo. La rapidez, la eficacia y la tecnología se habían impuesto a la destreza y la artesanía, por no hablar de la salud pública.

Dicho eso, entre 1890 y 1950 los habitantes de Gloversville hicieron su buen dinero, y algunos de ellos en grandes cantidades. Si uno pasa en coche por la avenida Kingsboro, que va en paralelo con la calle Mayor, y echa un vistazo a las hermosas casas antiguas un tanto retiradas de la calle y bien separadas unas de otras, se hará una idea de la prosperidad de la que, al menos los más afortunados, disfrutaron hasta la Segunda Guerra Mundial. Incluso en el centro mismo de Gloversville, que hacia 1970 se había convertido en una ruina como la de Dresde, todavía hay señales de aquella riqueza. La biblioteca pública Andrew Carnegie de Gloversville no podría ser más hermosa, y el antiguo instituto, que se alza sobre una suave colina, nos habla de una comunidad que creía en sí misma y en la que los buenos tiempos no pasarían veloces. En su pendiente con césped se yergue una estatua de Lucius Nathan Littauer, uno de los hombres más ricos del condado, cuyo brazo extendido parece señalar el magnífico edificio de mármol del cercano Eccentric Club, que le negó la admisión porque era judío. Calle abajo está el recientemente restaurado cine Glove, donde yo pasé casi todos los sábados por la tarde de mi adolescencia. También había un viejo y encantador hotel, el Kingsboro, en cuyo elegante comedor monseñor Kreugler, del que yo era monaguillo en la iglesia del Sagrado Corazón, celebraba reuniones todas las semanas después de la última misa del domingo. Cuando lo demolieron, los viajeros tenían que quedarse en la cercana Johnstown, alejada de la carretera principal que una vez se supuso que infundiría nueva vida a Gloversville, pero que en lugar de eso, como era del todo previsible, permitió que la gente pasara sin detenerse o incluso sin disminuir la velocidad, de camino a Saratoga, el lago George o Montreal.

Todo sucedió con rapidez. En la década de 1950, un sábado por la tarde, las calles del centro estaban colapsadas; los coches hacían sonar el claxon para saludar a los peatones. Las aceras se hallaban tan atestadas de gente haciendo sus compras que yo, un niño apretujado entre adultos más altos, tenía que depender de mi madre, que tampoco era una gigante, para desplazarme de una tienda a la siguiente o, más angustiado aún, hacerlo por la cal

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