Cartas de África

Isak Dinesen

Fragmento

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La lluvia en Ngong

En 1939, cuando su fama literaria estaba ya consolidada ante gran parte del público danés, e incluso ante un público extranjero aún más numeroso, escribió Isak Dinesen (seudónimo de Karen Blixen) lo siguiente a un pariente cercano que había expresado inquietud por su situación personal al morir su madre en enero del mismo año:

Comenzaré diciendo que si lo que piensas es que mi situación en Rungsted, ahora, en verano, resulta difícil —y ésta es, en términos generales, la impresión que saqué de tu carta cuando me la leyó la tía Bess—, puedo asegurarte que te equivocas, y me apresuro a corregirte. A mí me parece, al contrario, que aquí estoy divinamente; es una verdadera suerte para mí poder seguir aquí, igual que siempre, y me considero mucho más afortunada que, por ejemplo, Elle, que pronto va a tener que enfrentarse con la vida en todas sus formas. La gente aquí es sumamente amable, y la vieja casa parece que se cierra en torno a mí para protegerme, y siento, día tras día, como si mi madre estuviera aquí y continuara participando en todo. El ambiente es encantador en cuanto llega la primavera; los estorninos cantan por las mañanas ante mi ventana, las flores se abren en el jardín como cada año, y todo sigue lleno de la paz y la bondad de mi madre. No sabes lo que agradezco haber podido disfrutar de este tiempo para concentrarme en mí misma, aclarar mis ideas y concretar lo que tengo que hacer con mi vida. Ya sé que mientras yo estoy aquí hay mucha inseguridad en el mundo, pero eso a mí no me inquieta en absoluto, como sin duda inquietará a tanta pobre gente con tantas cosas que defender y por las que angustiarse; sé perfectamente que disfruto de algo que pertenece al pasado y que pronto terminará. No siento necesidad, como otros, de enfrentarme con las fuerzas que agitan al mundo, y tengo la sensación de que la insólita armonía que experimenté por doquier en compañía de mi madre sigue en cierto modo aquí conmigo. En este momento recuerdo las palabras de Nietzsche: «Digo que sí a todo».

Lo que me resulta duro no es en realidad la falta de mi madre, o de los otros que han muerto, sino la relación con la vida y con los vivos, y la duda que tengo de si seré capaz, una vez más, de convivir con ellos. Cuando volví de África le dije a mi madre que no debía esperar mucho de mí, porque una mitad mía yacía en las colinas de Ngong, y tengo la sensación de que la mitad restante también yace: no en el cementerio, sino, de alguna manera, en el pasado, o en la universidad incluso, pero sin mantener ninguna relación con mi vida cotidiana y sus exigencias. Y pienso también que, vista con objetividad, es una ardua tarea para la segunda parte de una vida, sobre todo no siendo ya joven, sobreponerse a las dificultades y forjarse una existencia. Y esto no lo digo solamente en el sentido económico, ni tampoco me refiero a detalles como dónde podrá vivir una o cómo se las va a arreglar, sino a algo mucho más hondo: ¿cómo podrá una vivir? Pero también es cierto que este tiempo aquí me ha sido dado para aclararme en todas estas cosas. No tengo necesidad de apresurarme. Puedo dejar que las cosas se aclaren según van viniendo...

El regreso, en el sentido humano, y la insólita calma en plena tormenta, que normalmente lo arrastra todo consigo, eran experiencias que ya no podían asustar a Karen Blixen, porque, como tantas otras cosas, no pasaban de ser meras repeticiones de lo que ella misma había pasado ya en África. El que Karen Blixen, ocho años después de despedirse de su finca, quizás para el resto de sus días, pudiera sentirse como si ya no tuviera sitio legítimo entre los vivientes en el presente y en la realidad a que tenía derecho, no sorprenderá apenas a nadie que haya leído con atención Memorias de África. El tremendo reto que supuso para su existencia vivir en la finca, sueño de su primera juventud con el que más tarde pudo enfrentarse, le había sido arrebatado irremisiblemente, y ahora sólo le quedaba elegir entre convertirse en un impreso, como ella misma decía en momentos de amargura, o hundirse. Al volver a Dinamarca había dicho a una buena amiga que se daba a sí misma medio año de plazo para comprobar si iba a poder vivir la vida que ahora le esperaba, y que si le resultaba imposible prefería dejar de existir. Ya en 1931, cuando aún vivía entre las ruinas de su mundo exterior, se sintió capaz, con la extraña paz mental de que le fue siempre posible gozar en situaciones catastróficas, de enfrentarse consigo misma y de llegar a un resultado que a ella le pareció ventajoso. En una carta a su hermano Thomas Dinesen, fechada el 10 de abril, Karen Blixen escribe:

Para mí las cosas están de tal manera que, por ejemplo, no sería en modo alguno triste o malo el que yo, después de haber sido aquí, de muchas maneras, más feliz de lo que le es dado ser a la inmensa mayoría de la gente —y conste que no hay una sola persona por la que quisiera cambiarme—, me retirase ahora tranquila y serenamente de una existencia que tanto he amado en estas tierras... Para mí la única cosa verdaderamente natural sería desaparecer junto con mi mundo africano, que me parece parte vital de mí misma en idéntica medida que mis ojos o que cualquier talento que yo pueda tener, y no sé, la verdad, qué parte de mí sobrevivirá a su pérdida. En pocas palabras: continuar viviendo es, a mi modo de ver, un malentendido bastante evidente en términos generales, porque ¿cuánto de uno mismo sobrevive? ¿Cuánto queda, en las actuales circunstancias, de la persona que he sido yo, o tú, si te pones en mi caso, durante quince años?

Karen Blixen podía, a veces, desesperarse por causa de la situación del momento, y enfurecerse contra el destino, pero su carácter le inducía a decir que sí a todo, fueran cuales fuesen las circunstancias que le deparase la existencia. Contemplaba su vida con ojos de pintor y sabía muy bien que las negras sombras del escenario eran tan necesarias como las luces brillantes y los fuertes colores. Tristezas y reveses pertenecían al mismo designio que las raras, pero nunca olvidadas, horas de felicidad que le eran dadas; es posible incluso que tuviera una necesidad medio inconsciente de sufrimiento, porque sentía que el sufrimiento, más que ninguna otra cosa, contribuía a madurar a la artista que llevaba dentro. En este sentido, citando las palabras de Arndt a Malli de su cuento Tormentas, ella misma era «un enigma y un heraldo de alegrías». También gritaba a veces al dolor y a los vacíos de su vida, como Jacob en su lucha con Dios: «¡No te soltaré hasta que me bendigas!».

Estos cambios de luz y oscuridad, entre aceptación sumisa de las condiciones de la vida y completo rechazo, eran indudablemente muy básicos en el carácter de Karen Blixen. Ello se ve con gran nitidez en los muchos y muy variados recuerdos de su libro de memorias, pero quedó confirmado por primera vez de manera claramente biográfica en el libro Tanne, de Thomas Dinesen, cuyas citas de las cartas de Karen Blixen a su hermano arrojaron una luz nueva sobre su personalidad entreverada de mitos. No hay en Tanne nada que contradiga su propia descripción de sus años en la finca; pero, a tra

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