Un golpe de vida

Juan Cruz Ruiz

Fragmento

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… a pesar de que tengo la característica de recibir esos golpes bruscos, ahora son siempre bienvenidos; después de la primera sorpresa, siempre siento al instante que […] mi capacidad de recibir golpes es lo que me hace escritora. […] Siento que he recibido un golpe, pero no se trata, como ocurría siendo niña, simplemente de un golpe asestado por un enemigo oculto tras el algodón en rama de la vida cotidiana; es, o llegará a ser, una revelación de un determinado orden; es una muestra de la existencia de algo real que se encuentra detrás de las apariencias; y yo lo hago real al expresarlo en palabras. Sólo expresándolo en palabras le doy el carácter de algo íntegro, y esta integridad significa que ha perdido el poder de causarme daño; me produce un gran placer juntar las partes separadas. Tal vez se deba a que, al hacerlo, elimino el dolor.

VIRGINIA WOOLF, Momentos de vida

Los mentirosos dicen la verdad, pero ¿por qué necesitan cincuenta horas para una sola frase?

HANS MAGNUS ENZENSBERGER,

Tumulto

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La mesa es enorme, negra, de madera maciza; hay un armario ancho donde he colocado la ropa de verano que ha venido conmigo, en dos maletas que el avión dejó en otro sitio durante veinticuatro horas; hay una mesa auxiliar en la que he colocado los libros que quiero tan sólo para leer, no para trabajar, y los numerosos papeles, kilos y kilos, de documentación. Se diría que vengo a hacer una tesis doctoral o un trabajo para unas oposiciones al Estado, pero lo cierto es que no sé viajar sin papeles; sé que son innecesarios o superfluos, pero están ahí como si el pasado que constituyen hablara conmigo, como si ese pasado me dictara lo que mi memoria ha olvidado.

Escribo en la región de Umbría, Italia, cerca de un pueblo que se llama Umbertide, al lado de Perugia, en un castillo del siglo XV acondicionado para que vivan en él escritores o artistas, y me puse ante el ordenador la misma tarde en que llegué.

Es agosto de 2015. El País está a punto de cumplir cuarenta años, yo tengo sesenta y seis. Vengo de un semestre cargado de emociones nuevas que parecen antiguas y, más concretamente, de una entrevista en el mar de Mármara con el escritor Orhan Pamuk. Mis manos tienen arrugas, pecas, acaso como el oficio de periodista. Pero éste es invencible, así lo siento mientras escribo aún, mando mis textos al periódico, espero las respuestas. El ordenador, cada vez más veloz (antes la máquina de escribir), me ayuda a sentir, a pensar, a decir palabras que no sabía que existieran. Escribir a la velocidad ágil de la vida, escucho todavía aquellos latidos de la casa en la que mi madre canta, mi padre aún no ha vuelto, mis hermanos están fuera, trabajan, regresan luego con sus tarteras vacías tintineando. Yo sueño que escribo, veloz, mis dedos se deslizan por un teclado que no existe. Este chico está loco, madre, ¿ves qué sonidos hace, como si estuviera dando a las teclas?

Esa velocidad feliz incluía entonces, incluye ahora, la certeza de que quien escribe es otro y yo mismo a la vez, como si el texto fuera el espejo del cuerpo, el alma cubierta por carne, ocio, oficio, felicidad o calamidades. Cuando leo soy el que lee, pero cuando escribo soy el que se mira escribir: como si nunca tuviera edad, o tuviera siempre la misma.

Estoy en un castillo medieval, el de Civitella Ranieri; me acompañan doce personas cuyos nombres tengo anotados, algunos son conocidos en sus países, otros lo serán; un jurado los elige entre cientos de aspirantes a pasar aquí tres meses, cuatro, escribiendo, componiendo, pintando; a mí me han elegido como invitado de la dirección de Civitella Ranieri, no he tenido que pasar por ese arco de las elecciones juradas, no sé si estaré mucho o poco tiempo, nunca sé cuánto tiempo voy a estar en los sitios, jamás sé si he llegado, incluso; y me voy antes, me voy siempre, pero no sé todavía si en realidad he venido, la vida me reclamará en otra parte, es posible que esté en la otra parte a la que me ha reclamado la vida. Y a donde vaya quizá me reclamen otra vez estas horas, nunca estaré en un sitio fijo ni sabré siquiera que estoy en un sitio fijo, donde estoy navego, solo, como un barco de papel. Aquí estoy, eso lo sé, pero es provisional el aire. Todo es provisional, yo mismo, esta ropa, la ropa de la cama, la mesa oscura, la quietud balsámica del lugar, la perfección del café, el silencio que parece una puerta de oro, los suelos de color granate sobre los que camino descalzo como si mis pies hubieran nacido acostumbrados a esta tersura.

Estoy en una habitación espaciosa; escribo, como si estuviera imitando a Julio Cortázar, ante una pared que tan sólo tiene un espejo chico al que nunca me he mirado; tampoco me he mirado en el aún más pequeño del cuarto de baño, y no me he mirado en ningún sitio, acaso para que persista en mí la sensación de que soy otro usurpando el lugar de otro que también soy yo.

La pared de mi cuarto es como aquella que Cortázar tenía en su escritorio de Saignon, de color amarillo pálido, como de tierra batida o de albero, lisa como una mano vieja; aquí hay una lámpara de los sesenta, de color azul, y hay otra, de pie, coronada por un cono amplio del color de la pared; hay un hermoso sillón de cuero marrón desgastado sobre el que han dispuesto una especie de sábana blanca que se desliza y que le da a este sitio en el que vivo el aire de un lugar provisional que está siendo habitado por alguien a quien no le corresponde hasta que llegue el verdadero dueño del aposento, un monje medieval o un libertino de estos contornos. Yo me siento aquí el otro del que escribe Borges; a veces me reclaman la actualidad o las personas y entonces me dispongo a ser yo mismo, pero contesto al teléfono como si estuviera en otro tiempo y en otro sitio, avergonzado de estar escondido tras la identidad de alguien. También acudo a las conversaciones del grupo, a las cenas, a los hallazgos casuales en medio de los senderos por los que transitamos para huir de los cuartos a los que nos convocan el arte o la escritura, como si fuéramos seres furtivos que están usurpando un carácter o un oficio. Me da vergüenza decir que soy escritor, porque aquí se supone que vine porque soy otra cosa. Soy un periodista, he venido para recordar cómo lo he sido, para ello me levanto cada mañana, y con estos pies de periodista, y estas manos de periodista, soporto ahora que una mosca enorme, que debe de ser como las moscas del Medievo, me acose por el cuello cuando yo escribo, ahora mismo, la palabra mosca.

Aquí estoy, pues, soy yo ante la mesa, un periodista visitando su vida por persona interpuesta en un cuarto medieval de un castillo de la región italiana de Umbría.

Entre los libros que traigo está Una memoria de «El País», el libro que publiqué en 1996 sobre los primeros veinte años del periódico. De alguna manera, este que escribo ahora podría ser la inconsecuente continuación de aquél, aunque su propósito no sea el mismo: en aquél aparecieron detalles, anécdotas, sucesos, de una época muy concreta del p

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