La novela de mi padre (Mapa de las lenguas)

Eliseo Alberto

Fragmento

La novela de mi padre

Hace diez años que salí de este pueblo…

ELISEO DIEGO,
Narración de domingo (1944-1945)

Hace diez años que salió de este pueblo. Eliseo Julio de Jesús de Diego y Fernández Cuervo, mi padre, murió el martes 1 de marzo de 1994, cerca de las nueve de la noche, en el pequeño departamento pintado de azul, segundo piso interior, que alquilaba desde hacía tres meses en una calle llamada Amores, colonia Del Valle, Ciudad de México. El nido disponía de dos dormitorios, un baño, una sala con vista al corazón de la manzana, una cocina amplia y un patiecito para el lavado de ropa. La casa de Eliseo Diego iba siendo poco a poco la de Bella Esther; en apenas diez semanas, mamá la había transformado en un santuario cálido, bienquerido. Las paredes del comedor comenzaban a iluminarse con dibujos de mi hermano Constante de Diego (Rapi), naturalezas muertas de Vicente Gandía y paisajes tabasqueños de Carlos Pellicer López; mamá marcaba su territorio, como leona en selva nueva, y había hallado columnas para colgar tres platos. En el cuarto principal, que ocupaban mis padres, el poeta tenía su rincón de trabajo —una mesa de madera, un librero estrecho, una lata repleta de bolígrafos baratos, una flamante máquina de escribir, eléctrica—. Sobre la mesa, su colección de pipas y las bolsitas de picadura. Un cenicero. Dos cosacos de plomo pintados con tempera, emisarios de la notable colección de soldaditos que había quedado acuartelada en sus cajas de tabacos, allá en La Habana. Mi hermana Josefina de Diego (Fefé) levantó su campamento en la segunda recámara y, amorosa custodia de papá y mamá, no les perdía pie ni pisada porque ella mejor que nadie sabía que, de un tiempo a esta parte, ese par de locos podía comportarse de una manera casi infantil. Al menor descuido Bella Esther olvidaba inyectarse la insulina de las mañanas o medirse los niveles de azúcar en la sangre y papá dejaba sobre el lavamanos sus píldoras controladoras de la presión arterial o los fármacos antidepresivos que por muchos años debió recetarse con puntualidad para salir a flote en los mares de una melancolía relojera. Mal ventilada, la casa olía a sofritos. Frente al edificio, marcado con el número 1618, había una papelería (la de los bolígrafos baratos y las carpetas de tres broches) y una tiendita de abarrotes donde papá compraba cigarrillos Delicados sin filtro; pared con pared, una real fuente de inspiración: un gimnasio que frecuentaban actrices rubias, tronantes, ligeras de ropa. El desfile de las modelos alcanzaba su clímax a las seis de la tarde, hora en que el poeta prefería ir por sus cajetillas con cara de “yo no fui”, escoltado siempre por dos amigos camilleros que tenían la misión de apuntalarlo por los codos cuando le flaqueaban las rodillas, entre el octavo y el noveno suspiro. Mi madre sonreía desde la cocina al sentirlo regresar quejumbroso. A cien pasos del edificio, se abría un parque de sombra amable, atravesado por senderos laberínticos; en la esquina distante, calle de por medio, en el cruce de las avenidas Félix Cuevas y Gabriel Mancera, se levantaba el caserón de la agencia funeraria donde a la noche, en un abrir y cerrar de ojos, habríamos de velar el cadáver de mi padre.

Fefé cuenta que ese martes el poeta se había estado quejando desde los postres del almuerzo (que si la panza, que si le dolía la cabeza, que si le estaba entrando catarro, que si sentía escalofríos); al ser consultados por mamá, sus hijos entendimos el reclamo de papá como una más de sus clarísimas manifestaciones de malacrianza, mimoso rasgo de su temperamento. Pasó la tarde de buen humor, en lo que cabe. Al anochecer, sin embargo, comenzó a faltarle el aire y se sobrepuso a dos o tres crisis en verdad angustiosas. Fefé se comunicó con el doctor Haroldo Diez, médico de cabecera y devoto lector de su poesía, quien le recomendó que pidiera de inmediato el servicio de ambulancias que solía darle atención de urgencia en trances anteriores, siempre pasajeros, en lo que él rescindía compromisos de rutina y pasaba a regañar a su paciente consentido. De caída la tarde, Fefé nos avisó por teléfono a mi hermano Rapi y a mí. La noche pintaba mal. Hablé con papá dos minutos. Le dije que ya iba en camino, para pasarle la mano. Me respondió que nos estábamos ahogando en un vaso de agua, que se tumbaría en la cama a releer un rato Orlando de Virginia Woolf o a disfrutar alguna película mala —que para él, cómo negarlo, eran las buenas—. La voz me llegaba en ráfagas. Las palabras se partían en sílabas, telegrafiadas en la clave Morse de un lastimado SOS al que quería restarle dramatismo. Luego (¿acaso cuando supo que no podría ocultarme el martirio de sus pulmones?) se despidió de una manera tajante. Brusca. A mi padre le gustaban los finales inesperados, sin exigir la obligatoriedad de un desenlace feliz.

Murió dormido.

Cayetano, Tanito, también había muerto mientras dormía. Meses después del entierro, en La Habana, mi hermana encontró por casualidad el manuscrito de una novela que cincuenta años atrás, una tarde de noviembre de 1944, papá había comenzado a redactar de puño y letra “con la ayuda de Dios”, según reza justo encima del título: Narración de domingo. El cuaderno estaba traspapelado en uno de esos sobres amarillos, manilas y marchitos que conservan daguerrotipos impávidos, fe de bautizos o propiedades de tumbas, entre otras minucias perdidizas. Fefé llamó por teléfono, cobro revertido, para contarme del hallazgo; desde mi refugio mexicano, en lo más alto de un cerro de pinos, entre almohadones de cúmulos bajos, yo la escuchaba nerviosa y traviesa al otro lado de la línea, sin ganas de disminuir la merecida contentura de quien halla un incunable en una librería de segunda mano. “Es casi todo un libro”, me dijo y contó a vuelo de pájaro cómo lo había descubierto al revisar las carpetas del armero, donde el poeta guardaba sus aguerridos ejércitos de galos, montenegrinos, celtas, austro-húngaros, prusianos de plomo, sus invencibles regimientos insulares. “También hay muchas cartas de mamá, fechadas en esos años”, me dijo Fefé: “¿Te imaginas, hermano?… ¡La novela de papá!”. La frase dejó un arco iris de puntos suspensivos entre su casa y la mía. Bella Esther y los tíos Cintio Vitier, Fina García Marruz y Agustín Pi, únicos sobrevivientes de aquellos otoños juveniles, ni siquiera recordaban el manuscrito, lo que nos dice que papá tampoco confiaba demasiado en él —aunque por alguna razón personalísima nunca se deshizo del borrador, a pesar de su manía de espulgar escondites y retener sólo documentos que conservaran algún valor literario o sentimental—. Pienso que papá no podía evitar cierta condolencia ante sus textos de juventud, no así por sus escritos de madurez, a los que trataba con una rigurosidad extrema cuando, de tarde en tarde, decidía podar hojas caducas y llenaba de ripios el cesto de basura con una higiénica sacudida de manos —propia de quien tira lastre al vacío, desde la cesta de un globo aerostático—. En noviembre de 1944 papá ya había cumplido 2

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