La casa de los pintores

Rodrigo Muñoz Avia

Fragmento

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Hay padres que son algo más que padres. Los míos eran cariñosos, cálidos, cercanos y protectores. Eran, en definitiva, padres, y como tales mis hermanos y yo los queríamos. Pero a esa realidad sencilla la acompañaba la certeza cada vez más intensa de que además de padres eran, desde mi percepción infantil, importantes, gozaban de reconocimiento como pintores y despertaban admiración incluso más allá del mundo del arte. Esta era una sensación sobrevenida que no surgía directamente de nuestro trato con ellos ni de nuestra intimidad familiar. La conciencia de que ellos eran importantes, de que eran grandes (una expresión que oigo mucho últimamente: «Qué grandes eran tus padres»), se presentó ante mí como una experiencia vicaria. Eran los demás los que veían a mis padres así, y yo me aboné a tal visión. Primero la creí, luego la asimilé, luego la alimenté. Y desde que era muy pequeño ya no fui nunca capaz de desligar a mi padre o a mi madre de esa aura que los hacía especiales y que, en cierto modo, creía yo, también me hacía especial a mí.

Por eso empecé muy pronto a ser el «hijo de», una marca tan arraigada que cambiarla sería cambiar mi personalidad por completo. Además, a medida que fui creciendo me fui haciendo más permeable al relato de éxito y de prestigio que acompañaba a mis padres y su figura se agigantó todavía más en mi conciencia. Y no solo eso. Un día murieron, y todos sabemos que la muerte otorga un sentido global a los relatos, los cierra, los acerca a la leyenda e introduce matices de épica por doquier. Cuando mueren los cuerpos existe el riesgo de crear mitos. O quizá no sea un riesgo, sino una necesidad, un destino natural de nuestras vidas, caracterizadas por la búsqueda de sentido. Estos mitos ayudan a soportar la ausencia en los entornos familiares. Conviven con nosotros, en otro nivel de realidad, sí, pero con un ascendiente y una fuerza increíbles. Y esto se acrecienta aún más cuando los que mueren dejan un legado artístico, sus cuadros, verdaderos intermediarios entre nuestro mundo y el suyo, apóstoles encargados de afianzar su relato día a día en las salas de exposiciones y en las paredes de nuestras casas.

Desde que murió nuestro padre en 1998 y después nuestra madre en 2011, mis hermanos y yo nos hemos esforzado por cuidar su legado. Hemos difundido sus nombres en la medida de nuestras posibilidades. Hemos organizado exposiciones y alentado publicaciones sobre su obra. Hemos promovido concursos, libros, calles con su nombre, homenajes, conciertos, documentales o páginas de internet en su memoria. Personalmente me he convertido en un experto en la pintura de Lucio Muñoz y Amalia Avia. Los textos que he ido escribiendo sobre ellos me han hecho profundizar en su obra, en su biografía y en pilas y pilas de documentación acumuladas durante décadas. He convivido mucho con los cuadros, primero seleccionándolos y luego colgándolos en exposiciones. Me he impregnado tanto de las vicisitudes de cada uno de ellos, de sus orígenes, carencias y virtudes, que interpreto sus éxitos como si fueran míos. Los elogios a la pintura de mi padre o de mi madre me satisfacen tanto como los que reciben mis libros. O más, porque el amor produce emoción, y la vanidad no. A veces, de hecho, he llegado a confundir fugazmente la identidad de mis padres con la mía y he explicado sus cuadros como si fuera yo mismo quien los hubiera pintado.

Por fin he decidido escribir un libro sobre mi vida con ellos, fijar el relato, el relato más humano que solo conocimos los que estuvimos más cerca de Amalia y Lucio, y el relato igualmente humano de cómo el peso de sus figuras pudo condicionar nuestras vidas, o la mía al menos. Escribir, sacar, hurgar en la memoria, y, quién sabe, quizás también soltar lastre, echarse a un lado y decir: «Ahí queda, ya está». Escribir sobre las cosas que a uno le han ocurrido es una manera de fijar, de afianzar, pero a la vez de desvincularse de lo escrito, de arrancarlo de uno mismo, de resolverlo. Como si el «hijo de» escribiera un libro para dejar de ser el «hijo de». Como poner el aura en negro sobre blanco, y verla al fin con distancia.

¿Es el caso?

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1. ¿A quién quieres más, a tu padre o a tu madre?

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