Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados

José Antonio Labordeta

Fragmento

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Contenido

PRIMERA PARTE

Razones desérticas

De ego a álter ego

«Vota al poeta. Vota al Labordeta»

Contra una mayoría absoluta. La risa

Los acomodos

Otros acomodos

Visitar la Zarzuela

Debate de investidura

De comisiones vengo. A comisiones voy

Defensor del Pueblo

Comisión de Control de RTVE

De trasvases y otras insensateces

Los trabajos de Hércules

Del sexo y otros menesteres

Otros menesteres

Irak

¡A la mierda...!

Los ministros

Los constitucionales

Los singulares y los plurales

Fin de plazo

SEGUNDA PARTE

El interregno

La segunda campaña electoral

Días de furia

Octava legislatura

Comisión del 11-M

Las comparecencias

Los roucos y los varelas

Trabajos congresuales

Los estatutos

La Ley de la Memoria Histórica

El pasillo del buen rollo

Últimas tardes con la bronca

Y mis comentarios acabaron de esta manera:

Esas otras cosas

Los medios

Beduino-04

PRIMERA PARTE

Beduino-05

Razones desérticas

Mi abuela Josefa nació y se crio en uno de los lugares más agrestes del territorio de Los Monegros aragoneses, La Almolda, pueblo asentado sobre una loma y protegido de los vientos del norte. Desde sus calles se contemplan, hacia el sur, todos los barbechos, casi infinitos, esperando la lluvia, siempre la lluvia, y muriendo en unos pinares ralos y difusos; al fondo del paisaje, quizá, las últimas huellas de lo que fueron los montes negros.

Se casó con mi abuelo, habitante también de uno de esos lugares de escalofrío paisajístico que era, y sigue siendo, Belchite. Mi abuela salió de Málaga y se fue a Malagón: una vida dura que hizo que llevase el sobrenombre de «la Barata», porque se tenía que ganar el sustento yendo de pueblo en pueblo trabajando de quincallera. Mi abuelo, que al parecer conservaba cierta alcurnia familiar, vivía de los productos que le daba un pequeño huerto en un lugar hermoso, donde el río Aguas Vivas se trunca, se rompe y acaba dando un pequeño salto, en cuya base las aguas se remansan. Se le conocía y conoce con el nombre de «el Pozo de los Chorros».

De esa pareja nació mi padre, futuro seminarista en el seminario menor de Belchite, que se casaría con una muchacha natural de Letux. Aunque ella siempre se consideraba natural de Azuara.

De toda esa mezcolanza de íberos y romanos, árabes y cristianos, franceses de Napoleón y huestes de Durruti, Ascaso, Líster y don Caudillo vinimos al mundo varios hijos, y entre ellos, ocupando el séptimo lugar y ascendiendo al quinto por la muerte de los dos anteriores, un servidor, que, sin saber muy bien las razones político-ideológicas que tras de su meollo daban vueltas, acabó de diputado en el Congreso de Madrid. Su señoría se sintió siempre ajeno a toda la parafernalia de la Villa y Corte —como Corte, no como Villa—, y como un beduino monegrino se pasó ocho años contemplando las huellas de los ambiciosos, ambiciosas, de los poderosos, poderosas, de los divertidos y de las divertidas, y viendo, asombrado, la caída de los tipos combativos y defensores de sus ideologías, mientras ascendían los obedientes, lameculos y simplones.

Heredero de esta humilde alcurnia, me gustaba sentirme como un beduino, que muy bien podía recorrer y crecer por cualquiera de estos dos escalofriantes paisajes y que nunca sintió la ilusión de verse sentado en un escaño del hemiciclo madrileño y menos llegar a ser un culiparlante, como se conocía en las Cortes republicanas a los que nunca hablaban y que ahora deberían ser reconocidos como botonparlantes, porque su mérito es no equivocarse de botoncito a la hora de apretarlo y saber decir sí cuando hay que decir sí, decir no cuando hay que decir no, y abstenerse cuando hay que hacerlo. Ocho años después ha habido algunos diputados que no han llegado al conocimiento de este intríngulis, entre ellos, servidor.

Llegué allí como un beduino y regresé a mi estado natural, que es ser ciudadano del mundo, el día que comprobé que se habían acabado tantas y tantas esperanzas e ilusiones. Las tenía, sencillamente, porque conocía el Madrid como Villa y me sumergí en ese otro Madrid, que es de Corte. Fuera de la puerta de los leones se quedaron mis amigos de la Tele, de la Canción, de la Poesía, del Cine y del Teatro, de las aventuras imaginativas y de las esperanzas de remover el cielo y la tierra.

Comprendí que el Labordeta se quedaba en otro plano, el día en que delante de la puerta de los leones del Congreso contemplé a los susodichos; los había visto muchas otras veces, con intención de saber quiénes eran, qué hacían allí, quién los había llevado y qué coño significaba aquella pareja de fieras que miraban condescendientes a todo aquel que pasara tranquilamente por delante de ellas.

Como «villano», todo este ringorrango folclórico historicista a mí nunca me había animado a entrar en sus recintos, y aquella mañana en la que el Beduino pasó ante ellos camino de un asiento en el hemiciclo de sus señorías —escucharía mil veces este tratamiento— y tomó un folleto y se empapó de las historias de estos seres de bronce esculpidos por Ponciano Ponzano —¡vaya putada le hizo su padre!— con el metal de los cañones arrebatado a los moros en la batalla de Wad-Ras. Así lo cuenta el folleto.

Con todos estos nuevos conocimientos el Beduino atravesó la puerta de entrada en «Palacio» —así llaman al edificio rimbombante— y con un «¡jodó qué lujo!» se internó hacia las entrañas de aquello que le habían dicho era el Congreso.

Y lo era. Pero el humilde diputado no encontraba un lugar donde dejar su gabardina mojada por la lluvia, a pesar de dirigirse varias veces, de manera tímida, es cierto, a algunos ujieres entorchados como almirantes de la armada británica, que es la seria. Sin embargo, y quizá por el azoramiento de la mañana —reyes, presidentes, futuros ministros, dipu

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