Aventuras Ibéricas

Ian Gibson

Fragmento

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Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron.

—Aquí —dijo en viéndole don Quijote— podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras.

MIGUEL DE CERVANTES,

Don Quijote de la Mancha,

primera parte, cap. 8

Hay que interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas, viendo un algo espiritual donde no existe, dando a las formas el encanto de nuestros sentimientos, es necesario ver por las plazas solitarias a las almas antiguas que pasaron por ellas, es imprescindible ser uno y ser mil para sentir las cosas en todos sus matices. Hay que ser religioso y profano. Reunir el misticismo de una severa catedral gótica con la maravilla de la Grecia pagana. Verlo todo, sentirlo todo. En la eternidad tendremos el premio de no haber tenido horizontes.

FEDERICO GARCÍA LORCA,

Prólogo de Impresiones y paisajes (1918)

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PRÓLOGO

Zaratustra: Nuestro sol es la envidia de los extranjeros.

Max Estrella: ¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos... Quizás un poco más tontos...

RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN,

Luces de bohemia

Corría el mes de julio de 1957 y yo bajaba por la Francia central, en tren, hacia España, país para mí todavía desconocido. Tenía dieciocho años.

El verano anterior, en Tours, se había producido en mi vida un milagro cuando, en medio de una conferencia sobre música, me di cuenta, repentinamente, de que pensaba en francés, idioma que llevaba bastante tiempo estudiando pero que nunca había hablado.

Yo ya era otro, tenía dos idiomas. Sentado ahora en mi despacho del madrileño barrio de Lavapiés, mientras escribo esto y escucho los chillidos de los vencejos que pasan raudos delante de mi ventana, vuelvo a revivir aquella experiencia trascendental. Es como si ocurriera ayer. Y eso que han transcurrido casi seis décadas desde entonces.

Llegado aquel otoño, tras la estancia en Tours, ingresé en la Facultad de Letras del Trinity College de Dublín. Si hubiera sido posible combinar Lengua y Literatura Francesas con Literatura Inglesa o, mejor, Literatura Angloirlandesa, lo habría hecho. ¿Qué aventura más alentadora, para un joven dublinés con sensibilidad literaria, que tener la oportunidad de compaginar la lectura de Joyce, Beckett, Wilde o Shaw con la de Molière, Baudelaire y Proust? Pero no existía tal opción. No había más remedio, pues, que elegir un segundo idioma románico, que me permitiría empezar desde cero, pero, ¡ojo!, con la obligación de adquirir durante el año un nivel adecuado para poder emprender el curso siguiente. En la práctica se trataba de una disyuntiva: o italiano o español. Yo, en mi ignorancia, no sabía apenas nada ni del uno ni del otro, tampoco de sus países de origen correspondientes. Y no había nadie en mi entorno familiar que me pudiera aconsejar al respecto.

Fue entonces cuando intervino el que llamo «Factor Doñana».

Me explico rápidamente. Si bien yo tenía cierta proclividad deportista y jugaba bastante bien al rugby, al hockey y, sobre todo, al cricket, mi pasión, gracias a mi padre, era la ornitología, y, en primer lugar, los wild geese. O sea, los ánsares (o gansos) salvajes, esos grandes y huraños pájaros nómadas que, nacidos en las tundras primaverales de Escandinavia, ya desheladas, pasan el invierno, reunidos en grandes bandadas, en Europa antes de volver en marzo o abril a sus lares nórdicos para repetir el ciclo. Iba a verlos en las marismas cerca de Dublín y me fascinaban. Cuando me enteré por un conocido naturalista, Michael Rowan, de que casi 100.000 ánsares comunes invernaban en el Coto de Doñana, en la desembocadura del Guadalquivir a dos pasos de África, apenas me lo podía creer. ¿Tan al sur iban? Rowan había estado allí recientemente y presenciado el vuelo, al amanecer, de miles y miles de ellos a las dunas, donde, me aseguró, comían arena para ayudarse a digerir las castañuelas que formaban su alimentación básica. No había visto nunca un espectáculo comparable. Me mostró un plano del Coto, algo arrugado, y me dio la dirección en Madrid del ornitólogo español entonces de más renombre, Francisco Bernís. Un día, insistió, tenía yo también que conocer Doñana. Apenas necesitaba que me lo dijera. Ya estaba convencido.

Gracias a aquel tipo rubicundo y entusiasta, a quien nunca volvería a ver, la balanza de mi vida se acababa de inclinar a favor de la Península Ibérica y me enrolé en el Departamento de Español, en vez del de Italiano, de la que iba a ser mi alma mater. Departamento regido en aquel momento por un eminente hispanista inglés, Edward Riley, reconocido por sus estudios sobre Cervantes y a quien luego debería mucho.

Aquel primer curso consistió en siete meses de gramática, clases de conversación con una encantadora dama de Teruel, de apellido Doporto, la lectura (diccionario en mano) de algunos cuentos, no recuerdo de qué autores, y, al final, con el objeto de estar mejor preparado para el nuevo año académico, un curso de verano sobre el terreno. Concretamente, en Madrid.

Rumbo a España el tren paró en Tours, trayéndome recuerdos del «milagro» lingüístico del año anterior y del cementerio donde yace Pierre Ronsard, el poeta de la fugacidad de las rosas tan admirado por Antonio Machado. Dos décadas después Luis Buñuel haría bajar en la misma estación, en su película La Vía Láctea, a sus dos simpáticos peregrinos franceses empeñados en llegar a Santiago de Compostela. La escena del restaurante chic, con la inverosímil y acalorada discusión sobre cuestiones teológicas que mantiene el maître (un impecable Julien Bertheau) con camareros y clientes, me sigue pareciendo una de las más divertidas y geniales del cineasta de Calanda.

Solo conservo recuerdos borrosos de Hendaya, del cambio de trenes, de la aduana, del ruido. Pero nítidos los de las verdes montañas del norte, de barrancos, torrentes caudalosos y bosques y, allí arriba, girando pausadamente, mis primeros buitres.

A mediodía llegamos al desfiladero de Pancorbo, tan caro a los pintores románticos del siglo XIX, que disfrutaban exagerando la altitud de sus riscos y no eran ajenos a añadir, para más emoción, la presencia de unos bandoleros al acecho de viajeros adinerados, como en el popular grabado francés que había visto en la vitrina de un anticuario londinense.

Caía sobre Pancorbo, donde paramos media hora, un sol de justicia, un sol como jamás había conocido. Otra vez en marcha el tren penetramos en la Meseta. No estaba

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