Héroes

Jorge Marcos Baradit Morales

Fragmento

Los héroes y los próceres son aquellas personas que nos acompañan desde la infancia en láminas, representaciones de colegio —con sombreros de cartulina y patillas de corcho quemado— o ilustraciones de Icarito. No son imágenes inofensivas. Son importantes. Están elegidas cuidadosamente para comunicar ciertos valores a los niños de siete u ocho años, quienes no las olvidarán jamás. Son el equivalente a la corte de santos de la Iglesia o a los panteones de los dioses de tiempos remotos. Son efigies que le transmiten al niño cómo comportarse y qué espera la patria de él. Porque la enseñanza de la historia en esa escuela primaria no tiene como objetivo el aprendizaje de los procesos históricos, sino la instalación de un relato mitológico común, una especie de cuento de hadas donde hay buenos y malos —nosotros somos los buenos— y los héroes son semidioses altos, musculosos, de cabellera al viento que combatieron las fuerzas demoníacas y murieron solo por la fuerza del amor a su país, resultando victoriosos. Son los padres de la patria.

Esta forma de enseñar historia está más cerca del catecismo que de la historiografía. Busca crear orgullo nacional y pertenencia, que te sientas parte de esta comunidad vencedora y le guardes fidelidad absoluta sin reflexión posible. «Somos valientes y vencedores», pareciera ser el mantra a inculcar. No está mal, son niños, no puedes realizar un análisis exhaustivo con ellos y está bien que se sientan orgullosos de ser parte de esta comunidad. El problema grave es que, a lo largo de nuestra vida, no nos encontramos con otros momentos donde podamos revisar más profundamente esos mismos hechos y entenderlos de un modo más maduro. El resultado: personas que a sus treinta, cincuenta o setenta años, siguen viendo a estos personajes y sus hechos con el mismo criterio infantil mitológico de blancos y negros. Quizá sea por esto que saltan enfurecidos ante una crítica, o se horrorizan al descubrir que sus héroes eran ni más ni menos que seres humanos, con dimensiones positivas y negativas, capaces de cometer errores. Que aquella iconografía olímpica, a modo de estampitas religiosas, solo representaba los valores deseables por la autoridad que te estaba formando. «Matarse por la patria». «Orden». «Obediencia ciega». «Respeto irreflexivo hacia las instituciones». «Disciplina y trabajo sordo». «Colaboracionismo». En resumen, construir a un mateíto pobre, ciegamente obediente y trabajador, capaz de dar la vida por la patria si así lo requiere el Estado. Alguien irreflexivo y que ojalá no cuestione nada. Con la idea de identificar a la patria con las instituciones, con el Estado, inserta en sus mentes. «La patria es el Estado», quieren decir, y estar contra el Estado es ser antipatriota, cuando en realidad la comunidad son las personas y su cultura, no el Estado.

¿Por qué el Estado querría personas así? Porque el Estado, como cualquier sistema, busca prevalecer, no ser cuestionado ni enfrentado, y mucho menos combatido. Esto no es una idea maquinada por algún grupo secreto: es el producto de una dinámica natural, una lógica que se aplica, a veces, hasta inconscientemente y funciona por acumulación a medida que va pasando el tiempo.

¿Y quién decide qué figuras debemos adorar? Es un largo proceso, uno que cambia con los tiempos. Hay héroes destacados que con los días caen en el desuso y el olvido; otros son introducidos por los poderes imperantes para ayudarlos a instalar sus ideas; y otros son naturalmente recordados y celebrados, por más que puedan ser modelados o recortados a conveniencia por quienes manejan las instancias. Por supuesto, no hay una Oficina de la Historia Oficial, sino que la llamada historia oficial es una construcción colectiva producto de la acción de muchas fuerzas, donde obviamente ganan espacio quienes manejan más poder e influencia, ya que tienen la capacidad de censurar, esconder y difundir más ideas que el resto. Las fuerzas de la élite.

La historia es un arma y puede ser una de dominación. Pero también de liberación. La historia es un campo de batalla. Como bien dijo Orwell: «Quien controla el pasado controla el futuro».

Yo aún puedo recordar mi sorpresa y confusión cuando, a los diez años, me topé con una imagen desconcertante: un óleo que mostraba la carga de caballería de soldados chilenos —vestidos con el uniforme de la Guerra del Pacífico— atacando... ¿a los mapuche? ¿No me habían enseñado a admirar a los mapuche y a los soldados de la Guerra del Pacífico? Dentro de esa lógica, ¿quiénes eran los buenos y quiénes los malos? ¿Esa definición cambia entonces si soy chileno o mapuche? Sí, cambia. Se llama «punto de vista» y es precisamente la materia que conforma la historia. Ahí reside su poder... y su peligro para las élites. No es cierto que exista UNA historia, hay varias y todos querrán imponerte la suya. Entonces, ¿cuál es la mía? ¿Cuál es mi identidad?

La Historia produce identidad y la identidad produce posición política. ¿Cómo opera esto?

Por ejemplo, como he contado en otra ocasión, yo soy nieto de un minero del salitre. Los tíos de mi abuelo participaron en la gran huelga del salitre de 1907 —cuando mataron a miles de obreros y a sus familias en la escuela Santa María de Iquique. Además, soy porteño, y de niño debía caminar todos los días por la calle principal de Valparaíso, la avenida Pedro Montt. ¿Quién era Pedro Montt para la élite porteña? Un presidente que reconstruyó las instalaciones portuarias de las navieras y levantó el centro de la ciudad tras el terremoto de 1906. ¿Quién es Pedro Montt para mí? El criminal civil que usó a Roberto Silva Renard y al Ejército de Chile para asesinar a hombres, mujeres y niños, a la familia y comunidad de mi abuelo, por pedir mejoras laborales.

Conocer la historia de mi abuelo y lo que, como tantos otros, tuvo que vivir como obrero de las salitreras me produjo identidad y después posición política, además de un punto de vista según el cual ver y entender los acontecimientos.

La historia que circula está mayormente modelada e influenciada por las élites. Fue solo décadas atrás que aparecieron con fuerza corrientes historiográficas «desde abajo» —con exponentes como Hernán Ramírez Necochea, Sergio Grez Toso, Luis Vitale o Gabriel Salazar—, basadas en el punto de vista de la gente trabajadora, del 80 y más por ciento del país que no había sido contada.

Con esto, es fundamental preguntarse: ¿quiénes son entonces los verdaderos héroes de nuestra historia?, ¿quiénes los héroes de la Historia Secreta de Chile? ¿Pedro Montt o los obreros anónimos que lograron organizarse para intentar salir de la miseria pacíficamente? Es lícito preguntarnos quiénes son nuestros verdaderos próceres. Es lícito revisar nuestro panteón lleno de figuras incómodas y proponer alternativas.

Quizás, en vez del autoritarismo de O’Higgins, debiésemos alabar el profundo sentido democrático de Ramón Freire —quien, por lo demás, sí fue un auténtico héroe militar de la Independencia y sí ganó batallas en acciones legendarias que han sido escondidas o tergiversadas. O qui

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos