El economista camuflado ataca de nuevo

Tim Harford

Fragmento

cap-2

 

Introducción

 

 

 

1. Un aparato estrafalario

 

London School of Economics, pocas semanas antes de la Navidad de 1949. Está a punto de ser inaugurado el seminario Lionel Robbins, prestigioso evento situado en la vanguardia del pensamiento económico de la posguerra. Reclutando a futuros premios Nobel como Friedrich Hayek, John Hicks, Arthur Lewis y James Meade, Robbins, todo un gigante de la economía, ha logrado que la LSE compita con el Cambridge de John Maynard Keynes, pero este seminario será distinto porque Meade ha convencido a Robbins de que invite a un orador insólito, un neozelandés bajito, tímido, fumador empedernido y estudiante entrado en años que acaba de fracasar en su intento de licenciarse en sociología con matrícula de honor.

Pero no es este personaje, ni su sempiterno cigarrillo, el centro de todas las miradas. El protegido de James Meade lleva consigo un aparato fuera de lo común, un artilugio digno del profesor Franz de Copenhague que parece un parque infantil para peces (aunque no contenga ninguno). Se compone como mínimo de media docena de cubetas de plexiglás unidas por un laberinto de tubos, diques y compuertas y llenas de agua teñida de rosa cochinilla. Parece la creación de un científico loco a quien hubieran pedido diseñar un reloj de agua. Todo el mundo se pregunta qué tendrá que ver con los estudios económicos, pero la fuerza de la curiosidad ha congregado a muchos de los mejores economistas de la institución, dispuestos a asistir con desconcierto, por no decir con ánimo de burla, a lo que promete ser una presentación estrafalaria.1

El objeto de tan repentina atención es Alban Williams Bill Phillips, nacido treinta y cinco años antes en una granja lechera de Te Rehunga, Nueva Zelanda. Su padre, Harold, equipó a la granja de un váter con cadena, un generador alimentado por un molino de agua y luz eléctrica mucho antes de que las otras granjas del entorno dispusieran de alguna de esas maravillas. Como resultado de ello Bill Phillips y sus hermanos podían quedarse leyendo hasta altas horas de la noche, o al menos hasta el apagón decretado por Harold, quien al accionar una palanca en una polea del dormitorio hacía que un alambre estirase una cadena, la cual a su vez desconectaba (al fondo de la granja) el molino del generador, sumiendo en la oscuridad la habitación de los niños.

Harold enseñó a sus hijos a hacer radios de cristal, zoótropos y juguetes. Su esposa Edith, maestra, los alentó a estudiar. Como la escuela secundaria estaba a catorce kilómetros, y Bill se aburrió enseguida de la bicicleta, logró hacerse con un viejo camión estropeado que los adultos de su entorno consideraban imposible de arreglar, y lo arregló. A los catorce años ya tenía por costumbre llevar al colegio a sus compañeros de clase; aparcaba, eso sí, a una distancia prudencial, donde no pudieran verlo los profesores.

Lo previsible habría sido que Bill fuera a la universidad, ya que aprobó todos los exámenes necesarios, pero surgió un problema: en 1929, la caída del precio de las acciones en la Bolsa de Nueva York provocó la Gran Depresión, cuyos efectos duraron muchos años y llegaron tan lejos que ni la explotación lechera de Te Rehunga se libró de ellos. El precio de los productos agrícolas cayó en picado, y Harold y Edith se vieron sin recursos para pagar a su hijo la universidad. En vez de eso Bill Phillips entró como aprendiz de electricista en una central hidroeléctrica.

2. El nacimiento de la macroeconomía

 

La Gran Depresión redujo casi a la mitad la producción industrial de Estados Unidos, y un tercio los ingresos per cápita. Durante los años treinta el desempleo alcanzó una media del 25 por ciento. Intentando poner coto a su hemorragia económica, Estados Unidos aplicó aranceles punitivos a los productos de importación, con consecuencias terribles para los países que exportaban a los mercados estadounidenses. En Alemania, el paro masivo fue la semilla del ascenso de Adolf Hitler. Ningún lugar del mundo escapaba a las garras de la Gran Depresión.2

Aparte de cambiar el curso de la historia, y de cerrar las puertas de la universidad a un joven neozelandés con grandes posibilidades, la Gran Depresión revolucionó profundamente la economía, como no podía ser menos. Los economistas se preguntaron qué pasaba, por qué pasaba y si existía algún remedio. Efectuaron nuevas mediciones, formularon nuevas teorías y propusieron nuevas medidas que giraban siempre en torno a la cuestión central de los mecanismos económicos en su conjunto. La Gran Depresión hizo nacer la macroeconomía.

El macroeconomista mira el mundo con otras gafas que el microeconomista. La microeconomía, de la que traté en mis dos primeros libros, El economista camuflado y La lógica oculta de la vida, se ocupa de las decisiones que toman los individuos y las empresas. Hace poco, sin ir más lejos, visité (en un día tan gris y lluvioso como la ocasión) la oficina de empleo de mi barrio, descrita en términos tan poco alentadores como «sucursal de la agencia Jobcentre Plus». Había mucha gente haciendo cola en busca de trabajo: jóvenes, mayores, hombres, mujeres... Las empresas habían bautizado las vacantes con nombres muy sonoros, en anuncios plagados de faltas ortográficas que se podían consultar a través de una pantalla táctil. Otra cosa era el sueldo que ofrecían.

«Encargado de seguridad, Oxford, entre 7,88 y 7,88 libras por hora.»

«Gerente para fines de semana, Oxford, 7,50 libras por hora.»

«Supervisor de ventas, Oxford, por encima de convenio.»

¿Cómo vería un microeconomista esa desoladora red de puestos de trabajo y buscadores de empleo? Pensaría en incentivos, precios y productividad. ¿Qué valor tiene para una empresa esa joven madre con cara de agobio? ¿Qué valor tienen para la joven madre siete libras y media por hora si implican pagar a una canguro o quedarse sin derecho a determinados subsidios? ¿Cuánto invirtió ese adolescente flaco y con acné, el del chándal, en «capital humano» cuando iba al colegio? ¿Actúan racionalmente las personas que buscan trabajo? ¿Es posible «orientarlas» hacia una búsqueda más eficaz mediante los principios de la economía conductista? (Según una prueba aleatorizada en una oficina de empleo de Loughton, cerca de Londres, la respuesta es que sí.)3

El macroeconomista contempla el mismo panorama desde una perspectiva muy distinta. En vez de analizar los incentivos de empresas y parados concretos, se forma un esquema general: la existencia de una recesión, la caída del salario medio en todos los sectores económicos, el aumento de los desempleados... ¿Cómo explicar estos cambios a gran escala? ¿Por algún tipo de impacto general en el sistema que haya hecho decrecer la cantidad de productos y servicios que es capaz de generar, como el aumento del precio del petróleo, o que los bancos no puedan prestar tanto dinero como antes? ¿O bien por un descenso en la demanda, en la disposición de la gente a ir de tiendas? ¿Qué será lo que provoca estos cambios tectónicos en el paisaje de la economía? ¿Y qué puede remediarlos o evit

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