El murciano que desafió al dragón chino

David Hernández Zapata

Fragmento

cap-4

1

De cómo lo perdí todo

Este libro empezó a escribirse antes de que yo naciese.

Pertenezco a una familia de agricultores, comerciantes y empresarios que han dedicado toda su vida a la labor empresarial. Esto viene a decir que crecí en un entorno de trabajo y esfuerzo en el que primaban los valores de resistencia, afán, ahorro, análisis, estrategia, que en parte heredé genéticamente y en parte fueron calando poquito a poco en mi cabeza a través de la experiencia.

En cierta forma, pensar en esto me ayudó muchas veces a confiar en mí mismo y en las decisiones que iba tomando. Uno tiene que buscar su seguridad cuando la ha perdido, donde sea. Pensaba para mis adentros que mi carácter emprendedor se había empezado a forjar durante mi infancia, en casa. Aún recuerdo las tardes en Cartagena, cuando tenía siete u ocho años y mi abuelo Antonio me contaba de las dificultades por las que habían pasado en la posguerra y los sacrificios que habían tenido que hacer para salir adelante. Eran historias de resistencia y orgullo salpicadas por mil y una anécdotas. Me explicaba que se iban en carreta hasta Jaén a por aceite de oliva y que, en muchas ocasiones, para poder cargar más el carro, regresaban andando… Algunas de esas vivencias me resultaban inverosímiles, como cuando me contó que, ya pasados los años y habiendo crecido su negocio —los camiones y las furgonetas ya habían sustituido a los animales de tiro y los carros—, una gélida noche de invierno se quedaron sin gasoil en mitad de la sierra granadina, y si no acabaron congelados fue porque los encontraron a tiempo y los sumergieron en una montaña de estiércol que les permitió recuperar el calor corporal…

Siempre recalcaba su determinación de seguir luchando ante las dificultades. Siempre. Ahora, cuando la vida me ha llevado a emprender una carrera empresarial en China que no ha sido un camino de rosas, veo con claridad que esas historias que brotaban de los labios de mi abuelo Antonio no eran meras batallitas, eran una lección vital que quería transmitir a sus nietos.

Para mí, esos valores familiares, el esfuerzo, la determinación, la constancia, el ahorro, el sacrificio y, también, la actitud, la aceptación, la flexibilidad, la estrategia y la perspectiva, siempre han sido muy importantes. Los chinos dicen: «El profesor aparece cuando el alumno está listo», ¡y vaya si aparece! Yo no estuve listo hasta que perdí todo lo que tenía. Entonces empezaron a venir a mi mente, una tras otra, todas esas vivencias de mi abuelo y de mi padre.

En mi historia más reciente, tanto mi padre como mi madre tenían un grupo de empresas con un acuerdo en el que se especificaba que si querías montar un negocio por tu cuenta tenías que salir del grupo empresarial familiar y, con el fin de no perjudicar a la familia si tu negocio no iba bien, nadie podía avalarte ni nada parecido. Se trataba de asegurar que el patrimonio familiar estuviera a salvo. Pero antes de eso, y en la misma línea, mi abuelo ya había establecido un protocolo en el que, para evitar futuros conflictos, se detallaban todas las fincas con sus escrituras y los linderos firmados por los vecinos; además, en ese documento se describía la productividad de cada finca y las construcciones existentes en cada una de ellas (almacenes, casas, embalses, etc.), todo perfectamente valorado para hacer más fácil las futuras escisiones.

Mi padre evolucionó mucho más este protocolo. Él poseía un negocio distinto y un mayor número de empresas dedicadas a la agricultura, a la promoción y concesionarios de coches. Todos los meses analizábamos el estado de cada empresa, las cuentas de explotación mensual de cada una de ellas y las eventuales desviaciones. Un asesor se reunía con nosotros cuatro veces al año y nos explicaba los riesgos a los que se enfrentan las empresas familiares y cómo evitarlos en la medida de lo posible, lo que nos permitía explorar los futuros escenarios viables y fijar normas y reglas de convivencia entre la empresa y sus accionistas. Entendida por todos esta realidad, participábamos activamente con preguntas y dudas. Y solíamos estar de acuerdo. En aquel entonces yo era muy joven, apenas tenía veinte años, y asistía a esos encuentros con gran interés y atención, por la novedad y por la importancia que veía que tenían los asuntos tratados. Mi padre permanecía callado y nos observaba a los tres hermanos junto a aquel asesor en materia de protocolo familiar. Esas reuniones me abrieron mucho los ojos respecto a la importancia de pensar en el futuro y anticiparte a posibles escenarios adversos. Recuerdo que me impactaban los casos reales que demostraban cómo, por motivos personales, los integrantes de una familia podían perjudicar sus empresas y condicionar su futuro hasta llevarlas incluso a su extinción.

Llegado el momento comprendí que tenía unas inquietudes y debía desarrollarlas, desenvolverme por mí mismo. Y así lo hice, siguiendo el protocolo familiar, que me parecía muy sensato, sin involucrar a las empresas ni pedir ayuda a nadie de la familia. Siempre he querido ser primera generación; seguramente tiene que ver el hecho de que mi padre nos dijera tantas veces que los herederos suelen ser unos inútiles que no saben valorar el patrimonio porque no lo han sudado y que criarse entre algodones es mala cuna para cualquiera que aspire a ser empresario. Y en parte tenía razón.

Después de muchos años dedicándome al sector del automóvil, salí de la empresa familiar y monté Marítima World para la construcción de viviendas y venta nacional, y otra firma con dos socios para la comercialización de viviendas en el extranjero que se llamaba Marítima Invest. Durante un tiempo me gané muy bien la vida en el ámbito inmobiliario, vendiendo naves industriales y viviendas, hasta que me pareció que el siguiente paso debía ser ampliar la actividad de mi empresa y empecé a construir. Todo esto era a finales de 2006. Cuando puse el primer ladrillo, la burbuja inmobiliaria estaba llegando a su etapa final, y en 2008 me encontré con la mayoría de las casas vendidas, pero sin que ningún comprador viniese a escriturarlas. La terrible crisis había estallado con toda su crudeza. Para mí fue un desastre y me causó la quiebra absoluta. Perdí mi casa, la oficina y todo lo que había generado y ganado durante toda mi vida. Todo. En la crisis de 2008 lo perdí absolutamente todo.

Pero no estaba dispuesto a tirar mi vida por la borda y mucho menos a que una situación económica, por muy adversa o complicada que fuese, pudiera conmigo.

Viví un largo período de intensa ansiedad e inquietud, de muchísima incertidumbre. Estaba desconcertado, y las dudas crecieron hasta convertirse muchas veces en verdaderos miedos. Pero un día me levanté y me di cuenta de que no podía seguir así, que mi vida no podía circunscribirse a un fracaso, empresarial o de otra índole. En cierta forma me rebelé contra mí mismo y contra la situación. Una empresa quebrada, una actividad comercial fracasada no podían ser más que un obstáculo temporal. Empecé a darle vueltas a la cabeza. Quería volver a ser protagonista de mi vida, tomar nuevamente las riendas de mi carrera profesional y, sobre todo, ser capaz de superar el momento que me había tocado vivir. A mi abuelo le tocó la guerra; a mi padre, la posguerra, y a mí —y a muchos como a mí—, la mayor crisis económica de los últimos tiempos en España.

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