Cuarenta y un intentos fallidos

Janet Malcolm

Fragmento

cap-1

Cuarenta y un intentos fallidos

1994

1

Hay lugares en Nueva York en los que el espíritu anárquico y malmirado de la ciudad, esa forma de conducirse sin rumbo y sin freno, fundamental e irreprimible, ha encontrado puntales especialmente firmes. Ciertos transbordos entre líneas de metro, pasillos de una sordidez casi trascendente; ciertos solares de edificios en ruinas en los que los aparcamientos han brotado silenciosamente como setas; ciertos cruces creados por ilógicas confluencias de calles: todos ellos expresan con particular fuerza la inclinación de la ciudad por lo provisional y su resistencia a la permanencia, al orden, a lo definitivo. Para llegar hasta el estudio del pintor David Salle, en dirección oeste por White Street, hay que atravesar uno de esos cruces inquietantes —el de las calles White y Church y la intrusiva Sexta Avenida—, que ha dado lugar a una extensión desagradablemente ancha de calle que cruzar, interrumpida por una isleta en forma de cuña en la que ha establecido su desolada residencia un vivero rodeado por una alta alambrada y con un horario de irregularidad desafiante. Otros negocios que han surgido en torno a la intersección —el sórdido Baby Doll Lounge, con el cartel que ofrece GO-GO GIRLS; el elegante Ristorante Arquà; el colmado sin nombre y la administración de lotería; el lúgubre aparcamiento de la Kinney— tienen una atmósfera parecida de aislamiento y transitoriedad. Nada guarda relación con el resto, y todo tiene pinta de que podría desaparecer de la noche a la mañana. La esquina es como tierra de nadie y —si resulta que uno anda pensando en David Salle— recuerda a un cuadro suyo.

El estudio de Salle, en el segundo piso de un edificio de cinco plantas, es un cuarto alargado iluminado desde el techo por una luz fría y brillante. No es un estudio bonito. Como las calles de fuera, no da cuartel al visitante que ande en busca de pintoresquismo. Ni siquiera hay una silla para que el visitante se siente, a no ser que contemos con una silla metálica giratoria, sin respaldo y medio rota, que Salle ofrece con un murmullo de disculpa distraída. Escaleras arriba, en sus dependencias, es otra historia. Pero aquí abajo todo consiste en trabajar y estar solo.

Una profusión desordenada de material gráfico cubre las superficies de las mesas que hay en el centro de la sala: libros de arte, revistas de arte, catálogos y folletos se mezclan con ilustraciones sueltas, fotografías e imágenes curiosas arrancadas de revistas. Examinando estas superficies complicadas, el visitante siente un poco esa sensación de rechazo que se siente al contemplar las pinturas de Salle, la sensación de que, de algún modo, todo eso no va con él. Aquí tenemos las fuentes del arte posmoderno de imágenes «prestadas» o «citadas» de Salle —las reproducciones de cuadros antiguos y modernos, los anuncios, los cómics, las fotografías de mujeres desnudas o a medio vestir, los motivos de telas y muebles que copia e incorpora a sus pinturas—, pero nuestro impulso, igual que cuando entramos en una exposición de obras de Salle, es apartar la mirada educadamente. El hermetismo de Salle, la naturaleza privada, casi secretista de sus intereses, gustos e intenciones, es un signo distintivo de su obra. Echar un vistazo a esos papeles que no ha hecho ningún esfuerzo por ocultar nos deja con la extraña sensación de haber forzado el cajón cerrado con llave de un escritorio.

En las paredes del estudio hay cinco o seis lienzos, en los que Salle trabaja simultáneamente. En el invierno de 1992, cuando empecé a visitarlo en el estudio, estaba terminando un conjunto de cuadros que iba a exponer en París en abril. Las obras tenían un carácter denso y ampuloso. Extractos en serigrafía de ornamentos arquitectónicos indios, diseños de sillas e imágenes fotográficas de una mujer envuelta en ropa se solapaban con dibujos de algunas de las formas que aparecen en La novia desnudada por sus solteros, incluso de Duchamp, plasmadas con pinceladas duras, desgarbadas, junto con imágenes de rollos de cuerda, ojos y piezas de fruta. El trabajo previo de Salle había estado marcado por una suerte de espaciosidad, a veces un vacío, como tienden a suceder con las obras surrealistas. Pero aquí todo estaba condensado, incrustado, enmarañado. Las pinturas eran como un humor de perros. El propio Salle, un hombre delgado y atractivo con el pelo por los hombros, recogido en una coleta como un torero, andaba atravesado. Iba a cumplir cuarenta aquel septiembre. Había roto con su novia, la coreógrafa y bailarina Karole Armitage. Su momento estaba pasando. Los pintores más jóvenes se llevaban la atención. Lo estaban dejando de lado. Pero también lo atacaban. No le hacía ninguna ilusión la exposición de París. Odiaba París, con ese «esteticismo cargado de subvenciones». Detestaba a su marchante de allí…

2

En una entrevista de 1991 con la guionista Becky Johnston, mientras discutían sobre lo que Johnston denominó con impaciencia «todo este movimiento neoexpresionista Zeitgeist posmoderno o como quieras llamarlo» y su costumbre de «mirar constantemente atrás y reelaborar o recontextualizar la historia del arte», el pintor David Salle dijo con una franqueza apabullante: «No hay que subestimar hasta qué punto todo esto fue un proceso para educarnos a nosotros mismos. Nuestra generación recibió una educación patética, patética más allá de lo imaginable. Yo tuve una educación mejor que la de muchos otros. Julian [el pintor Julian Schnabel] era totalmente inculto. Pero yo no estaba mucho mejor, francamente. Tuvimos que educarnos a nosotros mismos de cien maneras distintas. Porque si te quedabas con los artistas conceptuales, de lo único que aprendías algo era de la Escuela de Frankfurt. Como si no existiera nada antes o después. De modo que en parte era por la promesa de autoeducarnos —ya sabes, ir a Venecia, ver grandes cuadros, grandes obras arquitectónicas, grandes muebles— y tener muy pronto la oportunidad como de comprar cosas. Esa es una forma de autoeducarse. No se trata solo de la adquisición en sí. Era una explosión tremenda de información y conocimiento».

Como de comprar cosas. ¿Cuál es la diferencia entre comprar cosas y como comprarlas? ¿Es «como comprarlas» comprar con mala conciencia, comprar con el fantasma de la Escuela de Frankfurt clavándote su adusta mirada en el cogote y dándose una palmada en la frente al ver cómo el dinero abandona tus manos? Este fantasma, o algún pariente suyo, se ha cernido sobre todos los artistas que, como Salle, ganaron una cantidad enorme de dinero en los ochenta, cuando eran todavía veinteañeros o acababan de cumplir los treinta. Según la percepción general, hay algo inapropiado en eso de que la gente joven se haga rica. Se supone que hacerse rico es una recompensa al trabajo duro, preferiblemente cuando uno es demasiado viejo para disfrutarla. Y el espectáculo de jóvenes millonarios que han ganado un pastón, no en el mundo de los negocios o del crimen, sino con el arte de vanguardia, es particularmente ofensivo. Se supone que la vanguardia es la conciencia de la cultura, no su ello.

3

A lo largo de todo mi trato con el artista David Salle —estuve haciéndole entrevistas en su estudio, en White Street, durante un período de dos años—, fui siempre sumamente consciente de su dinero. Incluso cuando llegué a conocerlo y apreciarlo, fui incapaz de apartar de mí el sentimien

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