La carga del hombre blanco

William Easterly

Fragmento

cap

INSTANTÁNEA: AMARETCH

Salgo en automóvil de Addis Abeba, la capital de Etiopía, hacia el campo. Una interminable hilera de mujeres y niñas marchan en dirección opuesta, hacia la ciudad. Sus edades van de los nueve a los cincuenta y nueve años. Cada una de ellas se encorva hasta casi doblarse bajo el peso de una carga de leña. Las pesadas cargas las empujan hacia delante, haciéndolas avanzar casi al trote. Pienso en esclavas conducidas por un invisible negrero. Llevan la leña desde varios kilómetros de distancia de Addis Abeba, donde hay bosques de eucaliptos, y a través de las desnudas tierras que rodean la ciudad. Las mujeres llevan la madera al principal mercado de la ciudad, donde la venderán por un par de dólares. Eso representará su ingreso diario, puesto que necesitan toda la jornada para llevar la leña a Addis Abeba y luego regresar.

Más tarde descubrí que BBC News había emitido un reportaje sobre una de las recolectoras de leña. Amaretch, de diez años, se levantaba a las tres de la madrugada para recoger ramas y hojas de eucalipto, y luego iniciaba su larga y penosa marcha hacia la ciudad. Amaretch, cuyo nombre significa «la bella», es la más joven de los cuatro hijos de su familia. Dice: «No quiero tener que acarrear madera toda mi vida. Pero de momento no tengo elección porque soy muy pobre. Todos los niños acarreamos madera para ayudar a nuestras madres y padres a comprar comida para nosotros. Yo preferiría solo tener que ir a la escuela y no tener que preocuparme de ganar dinero».1

Cuando otro grupo de cámaras de televisión occidentales descubrió por primera vez los abismos de la pobreza en Etiopía, sus miembros volvieron a las habitaciones del hotel llorando amargamente.2 Esa es la respuesta correcta. ¿Qué puede haber más importante? Dedico este libro a Amaretch, y a los millones de niños como ella que hay en todo el mundo.

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1

Planificadores frente a buscadores

Tomad la carga del Hombre Blanco;

con paciencia para aguantar,

para ocultar la amenaza del terror

y contener la ostentación de orgullo;

por medio de un discurso abierto y simple,

cien veces clarificado,

para buscar el beneficio de otros

y trabajar en provecho de otros.

Tomad la carga del Hombre Blanco;

las salvajes guerras de la paz;

colmad la boca del Hambre,

y decretad que cese la enfermedad.

 

RUDYARD KIPLING

«La carga del hombre blanco», 1899

El ministro de Economía y Hacienda del Reino Unido, Gordon Brown, se mostró elocuente al hablar de una de las dos tragedias de los pobres del mundo. En enero de 2005 pronunció un apasionado discurso sobre el azote de la pobreza extrema que aflige a miles de millones de personas, con millones de niños que mueren a causa de enfermedades fácilmente evitables. Pidió duplicar la ayuda internacional, un Plan Marshall para los pobres del mundo y la creación de un Centro Financiero Internacional (CFI) que pudiera prestar decenas de miles de millones de dólares más en futuras ayudas a fin de salvar a los pobres de hoy. Ofreció una esperanza al señalar lo fácil que resulta hacer el bien. El medicamento que evitaría la mitad de todas las muertes por malaria cuesta solo doce centavos de dólar la dosis. Una mosquitera para evitar que un niño contraiga la malaria cuesta únicamente cuatro dólares. Evitar cinco millones de muertes infantiles durante los próximos diez años costaría únicamente tres dólares por cada nueva madre. Un programa de ayuda para dar dinero a las familias que lleven a sus hijos al colegio, lo que permitiría que las niñas como Amaretch asistieran a la escuela primaria, costaría bien poco.3

Pero Gordon Brown guardó silencio con respecto a la otra tragedia de los pobres del mundo. Es la tragedia de que Occidente hubiera destinado 2,3 billones de dólares a la ayuda internacional durante las últimas cinco décadas y, sin embargo, no hubiera conseguido que se proporcionaran medicamentos de doce centavos a los niños para evitar la mitad de las muertes por malaria. Occidente había gastado 2,3 billones de dólares, y, aun así, no había conseguido que se dieran mosquiteras de cuatro dólares a las familias pobres. Occidente había gastado 2,3 billones de dólares, pero Amaretch sigue acarreando leña y sin poder asistir a la escuela. Es una tragedia que tan bienintencionada compasión no haya dado esos resultados para la gente necesitada.

En un solo día, el 16 de julio de 2005, las economías estadounidense y británica repartieron nueve millones de ejemplares del sexto volumen de la serie de libros infantiles de Harry Potter entre sus ansiosos fans. Los libreros hubieron de reponer constantemente sus estanterías mientras los clientes les arrebataban los libros de las manos. Amazon y Barnes & Noble enviaron ejemplares pedidos con antelación directamente a los hogares de sus clientes. No hubo ningún Plan Marshall para Harry Potter, ningún Centro Financiero Internacional para libros sobre brujos adolescentes.4 Resulta angustioso que la sociedad global haya desarrollado un modo tan extremadamente eficiente de proporcionar diversión a los adultos y niños ricos, mientras que es incapaz de proporcionar medicamentos de doce centavos a los niños pobres moribundos.

El presente volumen trata de esta segunda tragedia. Visionarios, celebridades, presidentes, ministros de Economía, burocracias e incluso ejércitos afrontan la primera tragedia, y su compasión y su duro esfuerzo merecen admiración. Pero los que afrontan la segunda tragedia son muchos menos. Me siento como una especie de Scrooge* al insistir en la segunda tragedia cuando hay tanta buena voluntad y tanta compasión en tantas personas que ayudan a los pobres. Suelo hablar ante numerosas audiencias formadas por gente que cree de buena fe en la capacidad de los grandes planes de Occidente para ayudar a los pobres, y a mí también me gustaría mucho creer en ellos. A menudo me siento como un ateo pecaminoso que de algún modo hubiera terminado formando parte del cónclave de cardenales encargado de elegir al sucesor del santo Juan Pablo II. Allí donde existe un consenso generalizado en torno a los grandes planes para ayudar a los pobres, el público acoge mis dudas acerca de dichos planes más o menos como los cardenales acogerían mi propuesta de escoger a la cantante pop Madonna como próximo Papa.

Aun así, tanto yo como muchas otras personas que piensan igual seguimos tratando no de abandonar la ayuda a los pobres, sino de asegurar que llegue hasta ellos. Los países ricos tienen que afrontar la segunda tragedia si pretenden hacer progresos en lo relativo a la primera. De otro modo, la actual oleada de entusiasmo para afrontar la pobreza mundial repetirá el ciclo de sus predecesoras: idealismo, altas expectativas, resultados decepcionantes y reacción de escepticismo.

La segunda tragedia se debe al enfoque erróneo que la tradicional ayuda occide

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