Eficacia ejecutiva (Imprescindibles)

Peter F. Drucker

Fragmento

cap-3

 

Hacía mucho tiempo (tal vez desde finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta) que no existían tantas técnicas nuevas de dirección empresarial como hoy: recortes de plantilla, subcontrataciones, gestión total de la calidad, análisis del valor económico, comparativas de mercado o reestructuraciones. Todas ellas son herramientas poderosas, pero, con la salvedad de las subcontrataciones y reestructuraciones, están concebidas en esencia para realizar de manera distinta lo que ya se ha llevado a cabo. Son herramientas para saber cómo hacer las cosas.

Sin embargo, qué hacer es, cada vez más, el principal desafío al que se enfrentan los directivos, sobre todo los de las grandes empresas que han cosechado éxitos durante mucho tiempo. Es una vieja historia: una compañía que ayer mismo era una superestrella se encuentra estancada y frustrada, con problemas y, a menudo, sumida en una crisis aparentemente irresoluble. Este fenómeno no se limita en modo alguno a Estados Unidos; es habitual en Japón, Alemania, Holanda, Francia, Italia y Suecia. Y ocurre con igual frecuencia fuera de las empresas: en sindicatos, organismos gubernamentales, hospitales, museos e iglesias. De hecho, en esos ámbitos resulta aún más difícil de abordar.

El origen de casi todas esas crisis no es que las cosas se estén haciendo mal. Ni siquiera es que se esté actuando de manera equivocada. De hecho, en la mayoría de los casos se está actuando de manera correcta pero infructuosa. ¿Qué explica esta aparente paradoja? Las suposiciones sobre las cuales se ha erigido la organización y que rigen su gestión ya no se ajustan a la realidad, y esas suposiciones son las que modelan la conducta de cualquier estructura, dictan sus decisiones sobre qué hacer y qué no y definen lo que esta considera que son unos resultados sustanciales. Son suposiciones sobre los mercados; sobre la identificación de clientes y competidores, de sus valores y su comportamiento; sobre la tecnología y su dinámica; sobre las virtudes y defectos de una organización; sobre por qué se les paga a estas. Son lo que yo denomino la «teoría del negocio» de una empresa.

Toda organización, ya sea una empresa o no, tiene una teoría del negocio. De hecho, una teoría válida que sea clara, consistente y definida es extraordinariamente poderosa. Por ejemplo, en 1809, el hombre de Estado y erudito alemán Wilhelm von Humboldt fundó la Universidad de Berlín basándose en una teoría académica radicalmente nueva. Y durante más de cien años, hasta el ascenso de Hitler, su teoría definió la universidad alemana, sobre todo en lo tocante a erudición e investigación científica. En 1870, Georg Siemens, artífice y primer consejero delegado del Deutsche Bank, el primer banco universal, tenía una teoría del negocio igual de clara: utilizar la economía empresarial para unificar, por medio del desarrollo de la industria, a una Alemania todavía rural y escindida. A los veinte años de su fundación, el Deutsche Bank se había convertido en la primera institución financiera de Europa, y sigue siéndolo hoy en día pese a dos guerras mundiales, la inflación y Hitler. Y, en la década de 1870, nació Mitsubishi, regida por una teoría del negocio clara y nueva por completo que en diez años la convirtió en líder de un Japón emergente y, transcurridos otros veinte, en una de las primeras empresas verdaderamente multinacionales.

Asimismo, la teoría del negocio explica tanto el éxito de empresas como General Motors e IBM, que han dominado la economía de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, como los desafíos a los que se han enfrentado. De hecho, los actuales contratiempos que sufren tantas organizaciones grandes y prósperas de todo el mundo obedecen a que su teoría del negocio ya no funciona.

Siempre que una gran organización tiene problemas (y sobre todo si ha sido próspera durante muchos años), se suele achacar a la apatía, la complacencia, la arrogancia o una burocracia descomunal. ¿Son explicaciones plausibles? Sí, pero rara vez relevantes o correctas. Pongamos por caso a las dos «burocracias arrogantes» más visibles y denostadas de entre todas las grandes empresas estadounidenses que recientemente se han visto en apuros.

Desde los primeros días de la informática, IBM tenía como dogma de fe que el ordenador seguiría el mismo camino que la electricidad. El futuro, según sabían y podían demostrar con rigor científico, radicaba en la estación central, un servidor cada vez más potente al cual podrían conectarse un ingente número de usuarios. Todo (la economía, la lógica de la información, la tecnología) llevaba a esa conclusión. Pero de repente, cuando parecía que definitivamente el sistema basado en una computadora central se estaba extendiendo, dos jóvenes idearon el ordenador personal. Todos los fabricantes de ordenadores sabían que el PC era algo absurdo. No contaba con la memoria, la base de datos, la velocidad o la capacidad de computación necesarias para triunfar. Es más, todos los fabricantes sabían que el PC fracasaría. Esa era la conclusión a la que había llegado Xerox solo unos años antes, cuando su equipo de investigación ya fabricó el primer PC. Pero, cuando salió al mercado esa monstruosidad sin pies ni cabeza (primero como Apple, y luego como Macintosh), a la gente no solo le encantó, sino que la compraba.

A lo largo de la historia, todas las empresas grandes y prósperas se han negado a aceptar sorpresas de esa índole cuando se han topado con ellas. «Es una moda tonta que pasará en tres años», dijo el consejero delegado de Zeiss al ver la nueva Kodak Brownie en 1888, cuando la empresa alemana dominaba el mercado fotográfico mundial, al igual que ocurriría con IBM en el informático un siglo después. La mayoría de los fabricantes de computadoras centrales respondieron de igual modo. La lista era larga: Control Data, Univac, Burroughs y NCR en Estados Unidos; Siemens, Nixdorf, Machines Bull e ICL en Europa; Hitachi y Fujitsu en Japón. IBM, el líder supremo de este tipo de computadoras, que acumulaba tantas ventas como todos los demás fabricantes juntos y sumaba unos beneficios récord, podría haber reaccionado de la misma manera. Es más, debería haberlo hecho. Sin embargo, IBM aceptó de inmediato el PC como la nueva realidad. Casi de la noche a la mañana, desechó todas sus políticas, normas y regulaciones de eficacia probada y creó no uno, sino dos equipos que compitieran para diseñar un PC aún más simple. Un par de años después, IBM se había convertido en el mayor fabricante de PC del mundo y en el líder del sector.

No existe ningún precedente para este logro en toda la historia de los negocios; difícilmente podríamos hablar de burocracia, apatía o arrogancia. Sin embargo, pese a su flexibilidad, agilidad y humildad sin parangón, IBM naufragó años después tanto en el negocio de las computadoras centrales como en el de los PC. De repente, era incapaz de moverse, tomar medidas decisivas y cambiar.

El caso de General Motors (GM) resulta igual de desconcertante. A principios de la década de 1980 (los mismos años en que el principal negocio de GM, los turismos, parecía casi paralizado), adquirió dos grandes empresas, Hughes Electronics y Electronic Data Systems (EDS), de Ross Perot. En general, los analistas consideraban que ambas eran ya maduras y reprendieron a GM por pagar demasiado por ellas. Sin embargo, en unos pocos años, GM triplicó con creces los ingresos y beneficios de l

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