Rígidos contra flexibles

Michele Gelfand

Fragmento

cap-1

Introducción

Son las once de la noche en Berlín. No se ve ni un solo coche, pero un peatón espera pacientemente en el paso de cebra hasta que el semáforo se pone en verde. Entretanto, a seis mil cuatrocientos kilómetros, en Boston, en la hora punta, los trabajadores desobedecen la señal de «No pasar» y cruzan a toda prisa por delante de los taxis. Más al sur, en São Paulo, son las ocho de la tarde y los lugareños retozan en bikini en los parques públicos. Más arriba, en Silicon Valley, es media tarde y los empleados de Google, vestidos con camiseta, juegan un partido de tenis de mesa. Y en Zúrich, en el banco suizo UBS, que durante años impuso un código de vestimenta de cuarenta y cuatro páginas,[1] los ejecutivos que trabajan hasta bien entrada la noche apenas se han aflojado la corbata.

Bromeamos sobre si los alemanes son excesivamente ordenados o los brasileños enseñan demasiada carne, pero rara vez pensamos en cómo surgieron esas diferencias. Más allá de las normas de vestimenta y los patrones de conducta de los peatones, las diferencias sociales entre las personas son profundas y amplias: desde la política y la forma de gestionar hasta la crianza y el culto, pasando por las vocaciones y las vacaciones. Durante los últimos miles de años, la humanidad ha evolucionado hasta llegar a un punto en el que existen 195 países,[2] más de siete mil idiomas[3] y varios miles de religiones.[4] Incluso dentro de una sola nación, como Estados Unidos, existen infinidad de modas, éticas, orientaciones políticas y dialectos distintos, a veces entre personas que viven muy cerca. La diversidad de la conducta humana es asombrosa, sobre todo teniendo en cuenta que el 96 por ciento del genoma humano[5] es idéntico al de los chimpancés, cuyo estilo de vida, a diferencia de los humanos, es mucho más parecido entre distintas comunidades.[6]

Celebramos la diversidad y condenamos la división, y con razón, pero sorprende nuestra ignorancia respecto de lo que subyace en ambos bandos: la cultura, un misterio obstinado de nuestra experiencia y una de las últimas fronteras inexploradas. Hemos utilizado nuestro cerebro privilegiado para lograr hazañas técnicas increíbles. Hemos descubierto las leyes de la gravedad, separado el átomo, cableado la Tierra, erradicado enfermedades mortales, elaborado un mapa del genoma humano e inventado el iPhone; incluso hemos entrenado a perros para que monten en monopatín. No obstante, pese a todas nuestras proezas técnicas, sorprenden los escasos avances en la comprensión de algo igual de importante: nuestras diferencias culturales.

¿Por qué estamos tan divididos pese a estar más conectados que nunca en el plano tecnológico? La cultura es el núcleo de nuestras divisiones, y necesitamos saber más sobre ella. Durante años, tanto los expertos en política como la gente común nos hemos esforzado por encontrar un factor subyacente profundo que explicara nuestros rasgos y distinciones culturales, ambos complejos y extensos. A menudo nos centramos en características superficiales, los «síntomas de la cultura». Intentamos explicar nuestras divisiones culturales en términos geográficos, pensamos que la gente se comporta como se comporta porque vive en Estados azules o rojos, en zonas rurales o urbanas, en países occidentales u orientales, en el mundo desarrollado o en otro en vías de desarrollo. Nos preguntamos si la cultura se puede explicar mediante las diferencias en la religión o en las distintas «civilizaciones».[7] Por lo general, esas distinciones nos han generado más preguntas que respuestas porque pasan por alto la base más profunda de nuestras diferencias: no llegan al modelo primario de cultura subyacente.

La respuesta más convincente ha estado oculta a simple vista. Del mismo modo que principios sencillos pueden explicar mucho en campos como la física, la biología y las matemáticas, gran parte de las diferencias y divisiones culturales pueden explicarse con un sencillo cambio de perspectiva.

Resulta que la conducta depende en gran medida de si vivimos en una cultura rígida o flexible. El lado en que se sitúe una cultura se reflejará en la solidez de sus normas sociales y la severidad con la que las aplique.[8] Todas las culturas cuentan con normas sociales —reglas para lo que se considera una conducta aceptable— que solemos dar por sentadas. De niños aprendemos cientos de normas sociales, como, por ejemplo, a no quitarle algo de las manos a otras personas, a caminar por la derecha de la acera (o por la izquierda, según donde vivas), a vestirnos todos los días… Seguimos absorbiendo normas sociales a lo largo de nuestras vidas: qué ponerse en un funeral; cómo comportarse en un concierto de rock en comparación con uno sinfónico; y cómo llevar a cabo correctamente los rituales, desde las bodas hasta el culto. Las normas sociales son el pegamento que aglutina los grupos, nos otorgan identidad y nos ayudan a coordinarnos de maneras nunca vistas. Con todo, la fuerza de ese pegamento social varía según la cultura, con consecuencias profundas para nuestra visión del mundo, nuestro entorno y nuestro cerebro.

Las culturas rígidas cuentan con severas normas sociales y poca tolerancia a la desviación, mientras que las culturas flexibles adoptan normas sociales débiles y son muy permisivas.[9] Las primeras son las que imponen las normas y las segundas, las que las rompen. En Estados Unidos, una cultura relativamente flexible, una persona que va caminando por su calle enseguida presenciará un montón de infracciones informales de las normas, desde tirar basura al suelo hasta cruzar en rojo o no recoger los excrementos del perro. En Singapur, en cambio, donde las infracciones de las normas son escasas, la calzada está impoluta y no se ve a nadie cruzando en rojo.[10] O piensa en Brasil, una cultura flexible donde todos los relojes en la calle[11] indican una hora distinta y llegar tarde a una reunión de trabajo[12] es más la norma que la excepción. De hecho, para asegurarse de verdad de que alguien sea puntual en Brasil se dice «com pontualidade britânica», que significa «con puntualidad británica». Al mismo tiempo, en Japón, un país rígido, se da una gran importancia a la puntualidad, y los trenes casi nunca llegan tarde.[13] Los pocos días en que se producen retrasos, algunas empresas ferroviarias reparten unos justificantes a los pasajeros[14] para que puedan entregarlos a sus jefes y así excusar su retraso.

Durante siglos se dio por sentado que había tantas explicaciones para esas permutaciones y fisuras culturales como ejemplos de ellas. No obstante, en este libro demostraré que existe una estructura profunda que subyace a la variación cultural. Un hallazgo fundamental es que la fuerza de las normas de una cultura no es aleatoria ni accidental. Sigue una lógica oculta que tiene mucho sentido.

Es curioso que la misma lógica de rigidez y flexibilidad que explica las diferencias entre países también explique las diferencias entre Estados, organizaciones, clases sociales y hogares. Las diferencias entre rígidos y flexibles surgen en juntas directivas, aulas y dormitorios, en torno a mesas de negociación y durante la cena. Los rasgos en apariencia idiosincrásicos de nuestro día a día, incluido cómo nos comportamos en el transporte público, en el gimnasio o los tipos de conflicto que tenemos con nuestros amigos, parejas e hijos, son en esencia un reflejo de las diferencias entre rígidos y flexibles. ¿Eres de los que imponen

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