Nosotras, enfermeras

Enfermera Saturada

Fragmento

cap-2

1

ENERO

Cuando nos creíamos invulnerables

Las calles olían al azúcar quemado de las almendras garrapiñadas y a castañas asadas. También a canela y a jengibre. Mi madre, como siempre, decía que olía a frío. Es algo que jamás he logrado entender, pero para ella el invierno siempre trae ese olor que yo nunca he sido capaz de identificar. Aunque no lo reconozca, creo que se trata de algo más metafórico que real.

Las luces de Navidad decoraban las principales calles y avenidas, y miles de personas abarrotaban desde los grandes centros comerciales de las afueras hasta las pequeñas tiendas del centro de las ciudades. Todos se habían lanzado a la búsqueda de ese regalo de última hora que siempre nos olvidamos de comprar.

Los niños apuraban sus últimos días de vacaciones mientras fantaseaban con la llegada de sus majestades los Reyes Magos de Oriente, y se agolpaban en las aceras ataviados con guantes, gorro y bufanda en esa eterna espera que supone el ansiado inicio de la cabalgata. Corrían, saltaban y chillaban dejándose llevar por la excitación del momento al tiempo que trataban de coger alguno de los caramelos que los pajes y sus mismísimas majestades les lanzaban desde las carrozas. Ya se sabe que los caramelos de los Reyes siempre saben mejor.

Mientras todo esto sucedía yo, cómo no, estaba de turno en el hospital. En esa segunda casa que ya casi es la primera por las horas que paso allí dentro… Cualquier día me empadrono. A esas horas, y siendo la víspera del día de Reyes, estaba terminando de repartir la medicación de la cena con una corona de cartón sobre la cabeza con la que conseguir arrancar una sonrisa a mis pacientes.

—Señora Marisa, a ver, ¿ha escrito la carta a los Reyes o no? ¡Que llegan hoy!

—Ay, bonita. Yo soy muy mayor ya para esas cosas —respondió mientras me acariciaba el antebrazo.

—Bueno, pero algo querrá pedir, ¿no? Aproveche, mujer, que es gratis.

—También es verdad. Pero yo ya no pido regalos. Yo lo único que quiero es que me traigan un año más de vida para poder ver nacer a mi segundo nieto. ¡Me han dicho que es una niña! Con eso me conformo —aseguró, y vi cómo los ojos se le llenaban de lágrimas de emoción.

—Pues me parece estupendo, señora Marisa. Lo anoto y les mando su carta, ya verá como lo ve nacer y también crecer. Mientras tanto, aquí le dejo estas pastillas para que se las tome después de la cena. ¡No se las olvide que la estaré vigilando!

Por si os lo estabais preguntando, la corona de cartón la conseguí gracias a un roscón de Reyes que nos regalaron los hijos de uno de nuestros pacientes esa misma tarde cuando vinieron a buscarlo. No tenía el alta, pero quisieron llevárselo «de permiso» para que pasase la noche de Reyes en casa, con la promesa de que al día siguiente volverían a traerlo para continuar con su tratamiento. Las clásicas concesiones que se hacen siempre que es posible por estas fechas. Y cómo no hacerlas. En ocasiones el mejor tratamiento es el cariño de los tuyos, sobre todo en unos días tan señalados.

No es algo que venga en los libros ni que se estudie en la facultad, pero que salgan aunque sea durante unas horas del hospital, que vean a todas las personas que les quieren y que les esperan fuera, volver a sentir sus abrazos… A los pacientes les recarga de energía, de optimismo y de ganas de seguir viviendo.

Apenas había terminado de repartir la medicación, cuando mi compañera Puri cruzó por sorpresa la puerta de la unidad.

—Venga, Satu, cuéntame el parte y márchate, que hoy vengo yo de noche y seguro que así llegas a tiempo a la cena de Reyes. Además, tú eres joven y después querrás salir de fiesta.

¡Cuando algo así sucede en el hospital no puedes decir que no! Tenía que aprovechar que Puri estaba ebria de espíritu navideño, así que acepté antes de que se lo pensase dos veces. Le conté el parte a la carrera y me despedí de ella abrazándola como nunca mientras le susurraba al oído: «Te debo una».

Las calles ya no solo olían a azúcar quemado y a castañas asadas, también desprendían ese no sé qué tan especial que solo existe en Navidad y que, probablemente por ello, hace que sea una de mis épocas favoritas del año.

Éramos felices pero no lo sabíamos. Vivíamos preocupados y ocupados en asuntos sin importancia que nos quitaban el sueño. Nos creíamos seguros dentro de nuestro estado de bienestar, invulnerables. Permaneciendo ajenos a todo lo que, a algo más de nueve mil kilómetros de distancia de nuestras casas, estaba empezando a suceder.

Eran las Navidades del año 2019 y cientos de personas aparentemente sanas, quizá un par de miles, se paseaban por medio mundo para reunirse con sus familias contagiando un nuevo virus sin saberlo y sin llamar la atención.

Casi un mes antes, el 8 de diciembre de 2019, un paciente ingresaba en el Hospital Zhongnan de la ciudad de Wuhan (China) con fiebre alta, tos seca, dificultad para respirar e infiltrados pulmonares bilaterales que descubrirían tras realizarle una radiografía de tórax. El diagnóstico de los sanitarios que trataban a ese primer paciente con coronavirus fue claro: neumonía de origen desconocido. Lo que no sabían en ese momento es que sería el primero de cientos de miles.

El 7 de enero de 2020, mientras en España empezaban las rebajas de invierno y volvíamos a las tiendas en busca de alguna oportunidad, China ponía nombre y apellidos a ese nuevo virus respiratorio que ya había provocado para entonces veintisiete ingresos en varios hospitales de Wuhan, siete de ellos en situación de gravedad. Su identificación: SARS-COV-2, primo de otros virus Coronaviridae ya conocidos.

Volviendo la vista atrás, recuerdo que la noticia apenas ocupó unas líneas en un par de periódicos. El gigante asiático quedaba muy lejos de Madrid, y las informaciones iniciales que llegaban a través de las agencias internacionales parecían no dar demasiada importancia al brote. Incluso la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) recogió en uno de sus primeros informes que no existían pruebas claras de que la enfermedad pudiera transmitirse de persona a persona, tal como afirmaban los servicios sanitarios de Wuhan. Un error que los meses siguientes todos pagaríamos muy caro.

La vida seguía igual. En los hospitales se hablaba más de la formación del nuevo Gobierno que del virus, y lo que realmente nos preocupaba era quién recogería la cartera del Ministerio de Sanidad. Los medios de información sanitarios hacían quinielas sobre los y las ministrables, y por nuestra parte las enfermeras fantaseábamos con la idea de que por primera vez en la historia el cargo lo ocupase alguien de nuestro gremio.

—Si yo fuese ministra de Sanidad ponía la jubilación a los sesenta.

—Claro, Puri, tú lo dices porque así en unos meses ya te jubilabas y hacías la maleta para irte a Benidorm. Lo que tendría que hacer quien cogiese el cargo es fijar, de una vez por todas, unas ratios decentes para aumentar el personal y disponer de tiempo. ¡Nos pasamos los turnos corriendo! —respondí.

—Mira tú, claro, lo dice la eterna eventual para que así le den mejores contratos. Parecía tonta, la Satu.

—Va, Puri, no te enfades, que si me llaman y me nombran ministra implanto las dos cosas y te mando a la playa —aseguré entre risas.

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