El futuro del trabajo ya no es lo que era

Albert Cañigueral

Fragmento

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Esto no funciona. Tenemos que hablar

Yo soy optimista, a veces incluso demasiado, pero mirando hoy en día la situación del mercado laboral en muchos frentes resulta difícil mantener ese optimismo.

Has visto que hay un creciente número de personas sujetas a relaciones laborales no tradicionales. Tener uno de estos vínculos es comprar números de la lotería para ser una persona trabajadora pobre y/o con riesgo de exclusión social: individuos y familias enteras que no llegan a fin de mes incluso haciendo malabares con cuatro trabajos a la vez. Un tercio de los españoles no pueden tomarse ni una semana de vacaciones al año ni tienen la capacidad para afrontar gastos imprevistos. No disponen de tiempo, ni de energía, para pensar en cómo poder mejorar su situación.

Por primera vez en muchos años, los jóvenes viven y vivirán peor que sus padres. A las viejas grietas sociales hay que sumar ahora la brecha generacional. El ascensor social se ha detenido y la precariedad del trabajo condiciona la vida de los jóvenes a pesar de su mejor preparación. Pensar en desarrollar una carrera laboral se ha convertido en una quimera.

El mercado laboral y la sociedad en general se ha ido polarizando: en un extremo, trabajos de baja cualificación, manuales y mal pagados; en el otro, trabajos de alta cualificación, digitales y con salarios muy altos. Por el camino nos estamos dejando la clase media y los empleos propios de ella están en claro retroceso. Llevado al extremo, se dibuja una «economía de la servidumbre» (servant economy): trabajadores con mucho dinero y poco tiempo que recurren a las aplicaciones de «Uber para X» para resolver todas sus necesidades.

Una dificultad añadida es que la sociedad y sus instituciones están pensando aún en las carreras laborales lineales y predecibles de antaño. Hay un fuerte sesgo social hacia el empleo tradicional. Desde la educación y las estadísticas de empleo, que menosprecian cuando no ignoran estas otras formas laborales, pasando por un acceso más difícil a los sistemas de protección social, llegando hasta la situación de alquilar un piso o pedir un crédito, donde sin un contrato de trabajo lo tienes muy complicado. No se trata de culpar a nadie. Muchas de estas políticas se elaboraron hace décadas, en un momento en que el trabajo era un lugar en el que uno aparecía cinco días a la semana en el transcurso de muchos años.

Esto hace que, por falta de adecuación a la nueva realidad laboral, la asunción y la gestión de los riesgos y las responsabilidades relativas al ejercicio de una actividad profesional hayan migrado desde la empresa hacia el trabajador independiente o no tradicional. A menudo es la espalda de este último la que debe hacerse cargo de todo (seguridad económica, desarrollo de habilidades, protección social, etc.) a título individual.

No se ha sabido encontrar un equilibrio entre la flexibilidad laboral (que puede ser buena para ambas partes) y la seguridad económica de los trabajadores. Esto no es ni razonable, ni ético, ni sostenible en el tiempo.

Un último indicador alarmante es la creciente desigualdad. La redistribución de la riqueza ha quedado truncada desde hace décadas. A pesar de que la capacidad productiva ha aumentado significativamente, los salarios se han estancado. De hecho, desde 1973 hasta ahora la distancia no ha hecho más que ampliarse. Las causas son múltiples: narrativas y regulaciones que debilitaron a los sindicatos y a los trabajadores, la globalización, la financiarización, la servitización de la economía y las nuevas tecnologías. La productividad ha crecido un 246% desde entonces, mientras que los salarios han llegado solo al 114% en 2020.

Esta disociación se explica en parte porque solo el 51,4% de los ingresos mundiales se generan a partir del empleo (según datos de la OIT). El resto, el 48,6% de la riqueza producida, va a los propietarios del capital, lo que significa que los rendimientos provienen de inversiones (de capital riesgo, por ejemplo) y la alta rentabilidad alimenta la economía especulativa. Así que solo la mitad de la riqueza proviene de sueldos y, además, estos se reparten de forma muy desequilibrada. La OIT estima que, de cada diez euros, cinco van al 10% de los trabajadores y el resto se reparte entre el 90% restante.

En 2020 es fácil culpar a la digitalización, las plataformas digitales, los robots y la inteligencia artificial de muchos de estos males del sistema laboral. Siendo honestos, viendo el recorrido histórico y el impacto limitado de estas tecnologías en el global del mercado laboral, hay que reconocer que se trata de un problema más profundo y estructural. Se ha permitido que el capital sea más rentable que la mano de obra y que el trabajador sea un coste a minimizar en la cadena de producción.

Es hora de repensar qué debemos permitir y cómo reorganizar el reparto de las responsabilidades para que el trabajo y los trabajadores tengan un futuro deseable dentro de un escenario laboral fragmentado.

NO ES LA PRIMERA REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA DE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

No estamos frente de la primera revolución tecnológica de la historia de la humanidad. Por algo se describe a menudo como «la Revolución industrial 4.0».

La economista venezolana Carlota Pérez describe en Revoluciones tecnológicas y capital financiero cómo en las revoluciones tecnológicas hay unas fases iniciales de irrupción y frenesí (crisis, especulación, polarización, desigualdades, etc.), luego un intervalo de reacomodo más o menos largo, para llegar a una fase de madurez y estabilización. En esta última etapa se consigue que los beneficios de las nuevas tecnologías se distribuyan de manera más uniforme y coherente en toda la sociedad.

Carlota Pérez también incide en que la revolución no es solo productiva, sino también cultural: «Cada revolución tecnológica trae consigo, no solo una renovación completa de la estructura productiva, sino finalmente una transformación de las instituciones de gobierno, de la sociedad e incluso de la ideología y la cultura». En un sentido similar, el profesor de comunicación John Culkin escribió: «Nosotros damos forma a nuestras herramientas y luego nuestras herramientas nos dan forma a nosotros».

En el caso de la economía de plataformas laborales (y de las nuevas formas de trabajo en general) estamos en una fase adolescente, con rebeldía e incomprensión por ambas partes. No es una etapa fácil, pero tampoco hay otra alternativa que navegarla. No es realista pensar en volver a la niñez ni en pasar directamente a la fase adulta.

La respuesta a las tensiones generadas por la primera y la segunda Revolución industrial no fue devolver a la gente de las fábricas a los campos. La respuesta fue el diálogo entre los movimientos laborales, el gobierno y la industria privada para ir regulando aspectos como las horas de trabajo, el empleo infantil, la seguridad y la representación colectiva de los trabajadores, etc.

Se tardó hasta la década de 1930, con la legislación del New Deal, en crear programas como la seguridad social, el seguro de desempleo, el salario mínimo y el seguro de inva

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