Cada día es el primer día

Alex Kantrowitz

Fragmento

Prólogo. El encuentro con Zuckerberg

Prólogo

El encuentro con Zuckerberg

En febrero de 2017, Mark Zuckerberg me citó en sus oficinas de Menlo Park, California. Era la primera vez que me sentaba con el CEO de Facebook, y las cosas no fueron como había previsto.

Su empresa, como es habitual, estaba envuelta en la controversia. Después de trabajar con ahínco para hacer crecer sus productos, y con pocas intenciones de moderarlos, había permitido que se cerniera sobre ellos la desinformación, el sensacionalismo y ciertas connotaciones violentas. Zuckerberg parecía dispuesto a hablar, y yo estaba encantado de escucharlo.

La oficina central de Facebook —una estructura de bloques de hormigón amplia y abierta— es un lugar inquietante. Tiene nueve vestíbulos, para entrar hay que pasar por dos controles de seguridad y los guardas te exigen que firmes un acuerdo de confidencialidad antes de dar un paso más. Una vez dentro, llegué a una sala de conferencias con paredes de cristal, justo en el centro de todo, donde Zuckerberg celebra sus reuniones. Cuando terminó una conversación con su directora de operaciones, Sheryl Sandberg, me indicó que entrara, junto con mi editor, Mat Honan, para que charláramos, a la vista de cualquier que pasara por allí.

Zuckerberg llevaba tiempo trabajando en su «Manifiesto»,[1] una exposición de cinco mil setecientas palabras que resumía la posición de Facebook respecto a ciertos contenidos perturbadores y, de forma más amplia, su papel en la vida de los usuarios. Al principio yo esperaba la típica charla informativa de un CEO: una conferencia seguida por un tiempo limitado para preguntas. Pero, tras una breve disertación, Zuckerberg nos preguntó nuestra opinión. «De lo que hemos hablado, ¿qué os parece que no queda claro? —dijo—. ¿Qué falta?»

Cuando respondí, Zuckerberg me escuchó atentamente. No cambió de postura. No perdió la atención. Y sus reacciones —primero una discusión educada sobre mi sugerencia de que Facebook debería hablar más de su poder, y luego un reconocimiento— me dejaron claro que no había preguntado por preguntar. Nunca había visto algo así en un CEO, y menos en uno que era conocido por su obstinación. Parecía diferente y digno de investigación.

Al acabar la reunión, pregunté a todas las personas que pude sobre el inusual interés de Zuckerberg por la opinión de los demás. ¿Es normal? ¿Alguna vez te ha pedido tu opinión? Después de varias interacciones, tuve mi respuesta: esa pregunta era un botón de muestra de su forma de dirigir Facebook. Zuckerberg ha hecho que la médula de su empresa se base en el feedback. Las reuniones más importantes acaban con una ronda para saber la opinión de los asistentes. En las oficinas de Facebook hay varios pósteres con la frase FEEDBACK IS A GIFT, la opinión de los demás, el feedback, es un regalo. Y nadie en la empresa está por encima de ello, ni siquiera Zuckerberg.

Como periodista especializado en tecnología en Silicon Valley, he presenciado desde primera fila la poco convencional carrera de los gigantes de la tecnología por el dominio del mercado. En lugar de seguir el típico ciclo vital de las corporaciones —crecimiento, ralentización, atasco y anquilosamiento—, con el tiempo Apple, Amazon, Facebook, Google y Microsoft se han hecho cada vez más poderosas. Y, quizá con la excepción de Apple (volveré sobre ello), hay pocas señales de que flaqueen.

En esta carrera me han impresionado las prácticas internas poco comunes de estas empresas. Después de incontables entrevistas con diferentes CEO, por ejemplo, me había convencido de que los más destacados del mundo eran vendedores natos, personas que aprovechaban la fuerza de su personalidad para que los demás creyeran en su visión. Pero cuando uno se fija en Zuckerberg y sus pares —Jeff Bezos en Amazon, Sundar Pichai en Google, Satya Nadella en Microsoft—, se da cuenta de que son ingenieros cualificados más prestos a facilitar que a dictar. En lugar de respuestas, tienen preguntas. En lugar de sermonear, escuchan y aprenden.

Después de aquella reunión en Menlo Park, empecé a investigar sobre el funcionamiento interno de estos gigantes de la tecnología —estudié sus prácticas de liderazgo, su cultura, su tecnología y sus procesos— preguntándome si había alguna relación entre su éxito y su forma particular de operar. A medida que fueron surgiendo unos patrones comunes, fue imposible negar esta relación. Y me obsesioné con descubrir qué era exactamente lo que hacían de manera diferente y por qué les funcionaba. Dos años y más de ciento treinta entrevistas después, este libro es el resultado de aquel viaje.

Lo que estás a punto de leer es la fórmula que permitió a los gigantes de la tecnología alcanzar una posición de dominio y mantenerla. Este libro trata de cultura y liderazgo, pero en un sentido más amplio habla de las ideas y la invención y del camino que hay entre ellas. Trata de un nuevo modelo de negocio en una época en que las empresas lanzan nuevos productos en un abrir y cerrar de ojos, cuando los desafíos son constantes y ninguna ventaja es segura. Gracias a una serie de tecnologías internas que les han permitido operar de forma diferente, y que en gran medida han creado ellos mismos, hace ya tiempo que los gigantes de la tecnología descubrieron esta nueva fórmula. Ha llegado el momento de que la conozca todo el mundo.

Las empresas enumeradas en este libro no son perfectas, en absoluto. En su ansia desenfrenada de crecimiento, han exprimido a su gente, han obviado abusos evidentes de su tecnología y han tomado serias represalias contra la disidencia interna. Tales excesos han llevado a que el gobierno estadounidense se plantee regularlas y que los políticos pidan su disolución. En gran parte con razón. Estas empresas deben responsabilizarse por las líneas que han cruzado. Así que para que quede claro: este libro no trata de crecimiento ni de estrategia de posicionamiento ni de suprimir a las compañías más pequeñas, sino de crear culturas inventivas, de las que creo que todo el mundo puede aprender. Y para aquellos que quieran controlar estas empresas, conocer sus sistemas internos les proporcionará una ventaja estratégica. Para diagnosticar con efectividad una enfermedad, es útil no solo fijarse en los síntomas, sino también comprender la fisiología.

Si el conocimiento de los gigantes de la tecnología se quedara solo en sus manos, el resto del mundo empresarial —y los reguladores que los evalúan— estaría en desventaja. En nuestras manos tenemos la oportunidad de que el terreno de juego sea más justo.

Introducción. Cada día es el primer día

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