El coach de Silicon Valley

Eric Schmidt
Jonathan Rosenberg
Alan Eagle

Fragmento

El coach de Silicon Valley

Prólogo

Aproximadamente hace 10 años leí en Fortune un artículo sobre el secreto mejor guardado de Silicon Valley. No se trataba de un componente de hardware ni de software. Ni siquiera era un producto, era un hombre llamado Bill Campbell. Bill no era pirata informático sino un coach de futbol americano que en algún momento se convirtió en vendedor y que, de alguna manera, se volvió tan influyente que llegó a hacer largas caminatas todos los domingos con Steve Jobs. Los fundadores de Google incluso dijeron que, sin él, no lo habrían logrado.

El nombre de Bill me sonaba familiar pero no podía ubicarlo. Tiempo después me di cuenta: lo conocía por un caso que enseñé varias veces. El caso era sobre un dilema gerencial que surgió en Apple a mediados de los ochenta cuando una valiente, joven y brillante gerente llamada Donna Dubinsky desafió un plan de distribución que había propuesto el mismísimo Steve Jobs. Bill Campbell era el jefe del jefe de Donna y repartía precisamente el tipo de amor rudo que te esperas de un coach de futbol americano: en esa ocasión, hizo pedazos la propuesta de la gerente, la presionó para que presentara algo más sólido, y luego la defendió. Yo no había vuelto a escuchar de él desde entonces porque las siguientes décadas de su carrera fueron un misterio.

El artículo me dio una pista sobre lo que había pasado en ese tiempo: a Bill le encantaba dirigir los reflectores hacia las otras ­personas, y él prefería mantenerse en la sombra. En ese entonces yo estaba escribiendo un libro sobre la premisa de que ayudar a otros podía impulsar nuestro propio éxito, y de repente me di cuenta de que sería fascinante hacer una semblanza de aquel hombre. Pero ¿cómo haces la semblanza de alguien que le rehúye a la atención de la gente?

Empecé a reunir toda la información que pude encontrar sobre Bill en internet. Me enteré de que la fortaleza física que le hacía falta, la compensaba con su gran corazón. Fue el jugador más importante de su equipo de futbol americano de la preparatoria a pesar de que medía 1.55 metros y pesaba 75 kilos. Cuando al coach de atletismo le hacían falta corredores de vallas, Bill se ofrecía como voluntario, pero como no podía saltar lo suficiente para superarlas, simplemente corría entre ellas, razón por la que, a lo largo de todo su camino hacia los campeonatos regionales, siempre tuvo moretones. En la universidad jugó futbol americano para Columbia. Ahí lo eligieron como capitán, y tiempo después se convirtió en el coach principal y tuvo que luchar durante las seis temporadas consecutivas en las que perdió su equipo. ¿Su talón de Aquiles? A Bill le preocupaban demasiado sus jugadores. Se negaba a enviar a la banca a los jugadores ordinarios que hacían su máximo esfuerzo, y a pedirles a las estrellas del equipo que hicieran del deporte una prioridad por encima de sus estudios. Él estaba ahí para que sus jugadores tuvieran éxito en la vida, no en el campo de juego. El bienestar de los jóvenes le interesaba más que ganar.

Cuando Bill decidió hacer la transición a los negocios, fueron precisamente sus antiguos compañeros de equipo quienes le abrieron la puerta porque estaban convencidos de que la que había sido su debilidad en un deporte de suma cero, podría convertirse en su fortaleza en muchas empresas. Naturalmente, Bill terminó siendo un ejecutivo excelente en Apple y un gran director ejecutivo en Intuit. Cada vez que hablé con alguien de Silicon Valley reconocido por su generosidad inusual, escuché lo mismo, que Bill Campbell le había transmitido su visión del mundo. Como en un principio no quise molestar a Bill, empecé a contactar a las personas a las que entrenó, y poco después recibí una ráfaga de llamadas por parte de sus protegidos, quienes lo describieron como un padre y lo compararon con Oprah Winfrey. Hacia el final de cada llamada yo normalmente terminaba garabateando una lista con unos 12 nombres nuevos de gente a la que Bill le había cambiado la vida. Una de esas personas era Jonathan Rosenberg, coautor de este libro.

En 2012, cuando me puse en contacto con Jonathan, él se tomó la libertad de copiarle a Bill la serie de correos que nos habíamos enviado. Como Bill se rehusó a presentarse en el libro de forma prominente, se cerró la oportunidad de que este incluyera un capítulo con ese propósito, y de averiguar todo el bien que les había hecho a otros al mismo tiempo que él también se beneficiaba. Desde entonces me he preguntado dos cosas: cómo logró prosperar siendo una persona generosa en un ámbito que, supuestamente, sólo recompensa a quienes ven por sí mismos; y qué podríamos aprender de él respecto al liderazgo y la gestión empresarial.

Me encanta poder decir, sin embargo, que gracias a este libro por fin tengo la respuesta a esas preguntas. El coach de Silicon Valley revela que para ser un gran director empresarial, tienes que ser un gran coach porque, después de todo, entre más alto llegues, más depende tu éxito de tu capacidad para lograr que otras personas también lleguen alto. Y eso es, por definición, lo que hacen los coaches.

Durante los últimos 10 años he tenido el privilegio de impartir en Wharton el curso de Trabajo esencial en equipo y liderazgo, el cual se basa en la investigación rigurosa. Me asombra lo bien que Bill Campbell anticipó esta evidencia. En los ochenta, él estaba aplicando teorías que los expertos no desarrollaron, y mucho menos validaron, sino hasta varias décadas después. También me sorprendió enormemente descubrir cuántas de las reflexiones de Bill en torno a la gestión de personal y el coaching de equipos siguen siendo apropiadas para que se les estudie sistemáticamente.

Bill estaba adelantado a su tiempo. Las enseñanzas que nos ha dejado su experiencia son oportunas en un mundo colaborativo en el que el destino de nuestra carrera y de nuestras empresas depende de la calidad de las relaciones personales que desarrollemos. Pero por otra parte, creo que también son enseñanzas perennes, porque la forma en que Bill abordó la labor del coaching funcionaría en cualquier era.

El coaching está de moda. Antes sólo los atletas y la gente del mundo del espectáculo tenían coaches, pero ahora vemos que los líderes contratan coaches ejecutivos y que los empleados aprenden de oradores profesionales. La realidad, sin embargo, es que un coach formal solamente verá una fracción del tiempo en el que te podrás beneficiar de cualquier retroalimentación o guía. Es por eso que todos debemos entrenar a nuestros empleados, colegas, y a veces incluso a nuestros jefes.

He llegado a creer que el coaching podría ser incluso más importante para nuestra carrera y nuestros equipos que la labor del mentor. Porque mientras los mentores comparten palabras sabias, los coaches se remangan la camisa y se ensucian las manos. Son gente que no sólo cree en nuestro potencial, también se mete al campo para ayudarnos a asimilarlo. Nos ponen frente al espejo para que podamos detectar nuestro punto ciego y nos hacen responsables del trabajo que tenemos que hacer para superar los momentos de dolor y debilidad. Se responsabilizan de hace

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