Las 8 claves del liderazgo del monje que vendió su Ferrari

Robin Sharma

Fragmento

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Fue el día más triste de mi vida. Cuando llegué a trabajar después de haber pasado un largo fin de semana paseando por el monte y riendo con mis hijos, vi en mi codiciado despacho del rincón a dos corpulentos guardias de seguridad inclinados sobre la mesa de caoba. Mientras me acercaba corriendo pude ver que estaban hojeando mis ficheros y fisgando entre los preciosos documentos de mi ordenador portátil, sin pensar que yo los había visto. Por fin, uno de ellos se dio cuenta de mi presencia, mi cara enrojecida por la ira, mis manos temblando ante tan imperdonable intromisión. Con una expresión exenta de emoción, me miró y pronunció catorce palabras que me dejaron como si acabaran de darme un puñetazo en la boca del estómago:

—Señor Franklin, ha sido usted despedido. Debemos acompañarlo inmediatamente hasta la salida del edificio.

Mediante un trámite tan sencillo pasé de ser vicepresidente de la sociedad de software de mayor crecimiento del continente a convertirme en un hombre sin futuro. Y créanme, me tomé muy mal mi despido. El fracaso era un concepto que no conocía, una experiencia a la que no sabía cómo hacer frente. En la universidad había sido un privilegiado, el chico de las notas perfectas, de las chicas guapas y el futuro sin límites. Formé parte del equipo titular de atletismo de la universidad, fui elegido presidente de mi clase e incluso hallé tiempo para dirigir un programa muy popular de jazz en la emisora de radio de nuestra universidad. A todos les parecía que estaba especialmente dotado y destinado a triunfar. Un día oí que uno de mis antiguos profesores le decía a un compañero: «Si pudiera volver a nacer, me gustaría ser como Peter Franklin».

Les aviso de que mi talento no era tan natural como todos creían. La verdadera fuente de mis logros eran mi agobiante ética de trabajo y un deseo casi obsesivo de triunfo. Mi padre había llegado a este país hacía muchos años como inmigrante, pero con una visión profundamente arraigada: quería una vida más tranquila, próspera y feliz para su joven familia. Cambió el apellido de nuestra familia, nos instaló en un apartamento de tres dormitorios en la zona honorable de la ciudad y empezó a trabajar incansablemente como obrero de una fábrica percibiendo el salario mínimo, trabajo que mantendría durante los cuarenta años siguientes. Nunca conocí a un hombre más sabio hasta que hace poco di con el ser humano más extraordinario: la persona que ustedes deben realmente conocer. Prometo hablarles de él en breve. Nunca volverán a ser los mismos.

El sueño de mi padre respecto a mí era muy sencillo: una educación de la mejor calidad en un colegio prestigioso. Pensaba en una carrera de buenas salidas, con la que se asegura el porvenir, o eso es lo que él tenía en mente. Creía firmemente que una base bien desarrollada de conocimientos personales era fundamental para una vida feliz. «No importa lo que te ocurra, Peter, nadie podrá quitarte tu educación. El conocimiento será siempre tu mejor amigo, no importa adónde vayas o lo que hagas», me decía a menudo mientras terminaba de cenar, después de otra agotadora jornada de catorce horas en la fábrica, a la que dedicaba la mayor parte de su vida. Mi padre era un hombre de una pieza.

Era también un gran narrador, uno de los mejores. En su país natal, los ancianos se valían de parábolas para transmitir a sus hijos la sabiduría inmemorial y mi padre llevó consigo tan rica tradición a su país de adopción. Desde el día en que mi madre murió de repente mientras le preparaba la comida en nuestra vieja cocina hasta que mi hermano y yo llegamos a la adolescencia, mi padre nos acostaba no sin antes contarnos algún cuento delicioso que encerraba una moraleja. Uno que recuerdo especialmente es el de un anciano campesino que en su lecho de muerte llamó a sus tres hijos. «Hijos —les dijo—, se acerca mi muerte y pronto exhalaré mi último suspiro. Pero antes debo compartir un secreto con vosotros. En el campo que hay detrás de nuestra casa hay un enorme tesoro. Cavad con fuerza y lo encontraréis. El dinero nunca será una preocupación para vosotros.»

Cuando murió el anciano, los hijos corrieron al campo y empezaron a cavar desesperadamente. Trabajaron durante horas y días. No dejaron de cavar en parte alguna del campo y pusieron toda la energía de su juventud en ese trabajo. Pero no pudieron hallar ningún tesoro. Entonces abandonaron aquel trabajo decepcionados y maldiciendo a su padre por haberse burlado de ellos. No obstante, en el otoño siguiente el mismo campo produjo una cosecha como no se había visto anteriormente en los alrededores. Los tres hijos se hicieron ricos y el dinero nunca volvió a preocuparlos.

De modo que de mi padre aprendí el valor de la dedicación, la diligencia y el trabajo duro. En la universidad trabajé con afán para figurar en la lista de honor del decano y para hacer realidad los sueños que mi padre tenía respecto a mí. Obtuve beca tras beca y le enviaba un pequeño cheque a final de mes, parte del salario que recibía por mi trabajo a tiempo parcial.

Era solo una forma simbólica de darle las gracias por todo lo que había hecho. Cuando llegó el momento de empezar a trabajar ya me habían ofrecido un lucrativo cargo de directivo en el sector de la alta tecnología, el campo que me gustaba. La empresa se llamaba Digitech Software Strategies y era la empresa en la que todos querían trabajar.

Con un éxito asombroso, pues acertaron, los expertos pronosticaban que su crecimiento se sostendría y me sentí muy honrado al saber que la empresa había tratado activamente de captarme para que formara parte de su equipo de directivos. Acepté rápidamente el trabajo y empecé a trabajar ochenta horas a la semana para demostrar que merecía el elevado salario que me pagaban. No sabía que siete años después dicha empresa me humillaría como jamás antes había sido humillado.

Los primeros años en Digitech fueron buenos. Lo fueron realmente. Me hice con un grupo de buenos amigos, aprendí mucho y ascendí rápidamente a las filas de los ejecutivos. Me convertí en la reconocida superestrella, un joven con una mente aguda que sabía trabajar duro y que hacía gala de un compromiso total con la empresa. Aunque nunca se me enseñó a dirigir un grupo de personas, siguieron ascendiéndome a cargos con responsabilidades cada vez mayores.

Pero, sin duda alguna, lo mejor que me ocurrió en Digitech Software Strategies fue conocer a Samantha, la mujer con la que contraje matrimonio. Samantha era una joven y brillante ejecutiva, extraordinariamente hermosa, con un intelecto formidable, a juego con su belleza. Después de conocerla el día de Navidad en una fiesta, pronto nos hicimos buenos amigos y pasábamos juntos el poco tiempo libre de que disponíamos. Samantha se convirtió desde el primer día en mi principal admiradora, creía firmemente en mis posibilidades y en mi talento. «Peter, tú serás el presidente», me decía periódicamente con una suave sonrisa. «Sé que tienes todo lo necesario para conseguirlo.»

El presidente de Digitech Software dirigía la empresa como un dictador. Era un hombre que se había hecho a sí mismo, de carácter perverso y con un ego del tamaño del enorme cheque que recibía mensualmente. Cuando empecé a trabajar con él se mostró cortés aunque reservado. Pero cuando empezó a hablarse de mis pos

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