El día que el mundo deje de comprar

J.B. MacKinnon

Fragmento

dia

Pobre no es el que tiene poco, sino el que mucho desea.

SÉNECA

Y les dijo: Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.

LUCAS 12:15

La tierra provee lo suficiente para satisfacer las necesidades

de cada hombre, pero no la avaricia de cada hombre.

MAHATMA GANDHI

La sociedad de consumo no está
en condiciones de saber cómo cuidar un mundo…
La actitud de consumo significa la ruina de todo lo que toca.

HANNAH ARENDT

La gente se está ahogando en cosas.
Ni siquiera saben para qué las quieren. En realidad son inútiles.
No puedes hacerle el amor a un Cadillac,
aunque parece que todo el mundo lo intenta.

JAMES BALDWIN

En una sociedad de consumo hay inevitablemente

dos tipos de esclavos: los prisioneros de la adicción

y los prisioneros de la envidia.

IVÁN ILLICH

Os animo a todos a que vayáis más de compras.

GEORGE W. BUSH

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PRÓLOGO

Tenemos que dejar de comprar,
pero no podemos dejar de comprar

Es mediodía en el desierto de Kalahari, en Namibia, al suroeste de África. Hace tanto calor que los pulmones se te convierten en cuero cada vez que respiras. Un matorral de aspecto áspero y punzante, en el que da la impresión de que se te engancharía la ropa al pasar, se extiende en todas direcciones. En las cercanías, pero demasiado lejos como para querer caminar hasta allí con este calor, hay unas chozas de barro con techo de paja del mismo color que la arena cobriza. En la segunda década del siglo XXI, la escena llama la atención por la ausencia casi total de «cosas»: un par de sillas de plástico castigadas por el sol, las ropas desteñidas de un grupo de cazadores jóvenes y un triángulo de chatarra que sostiene una tetera maltrecha sobre carbones. Un arco y una aljaba con flechas descansan en una entrada sin puertas.

Un cazador de edad más avanzada está sentado bajo un árbol escuálido que proyecta una sombra tan diminuta que apenas puede abarcar a dos personas sin que se toquen entre sí. El nombre del cazador resulta difícil de pronunciar para los forasteros. Se hace llamar Gǂkao; la ǂ representa un sonido duro y compacto que se produce al chasquear la lengua contra el borde de los dientes superiores. El resultado suena algo parecido a «Gitkao», y si eso te ayuda a recordarlo, seguramente no te lo tendrá en cuenta. También puedes imaginártelo con una perilla canosa bien cortada, un rostro más surcado por la risa que por la preocupación y el aspecto musculoso y esbelto de un corredor de larga distancia. «Ahora mismo estamos comiendo sobre todo alimentos silvestres», me comenta G kao. De vez en cuando, unos funcionarios del Gobierno pasan por aquí con dos bolsas grandes de harina de maíz para cada familia. La gente también recibe algo de dinero, ya sea por medio de apoyo gubernamental o haciendo artesanías que alguna que otra persona transporta casi cuarenta kilómetros, a caballo o a pie, para venderlas en Tsumkwe, el pueblo de una sola calle que es el centro de la región. No obstante, esta aldea, Den|ui (suena un poco como «Denguai») no podría subsistir sin la caza y la recolección de alimentos en el desierto.

«Me he dado cuenta, en otras aldeas, de que algunos hombres no cazan y ni siquiera tienen instrumentos de cacería. Cuando sale el sol se quedan ahí en sus casas hasta que se pone. Pero en esta aldea aún lo hacemos, y seguiremos haciéndolo —me cuenta G kao—. Si llegan los tiempos duros, si se acaba lo bueno, uno tiene que poder apañárselas por su cuenta».

Den|ui no permanece ajena al mundo moderno, por supuesto. G kao está sentado en una silla de plástico azul, va vestido, incluso lleva una hebilla de cinturón brillante estilo vaquero que compró en un puesto de ropa de segunda mano en Tsumkwe. (El destino que corren muchas de las donaciones de ropa que se envían a África es que las vendan los comerciantes o que las acaben quemando como basura, en lugar de donarlas a los necesitados). Ahora bien, esta noche la cena de Gǂao será carne de antílope kudú estofado con verduras silvestres. Él no caza con escopeta. Tiene un arco de madera de grewia ensartado con tendones extraídos de la columna vertebral de un antílope. Fabrica el asta de las flechas con los tallos gruesos y huecos de la hierba alta y envenena las puntas con larvas de escarabajo que desentierra y tritura. Su aljaba es un tubo de corteza dura hecho a partir de la raíz gruesa de una falsa acacia de copa plana que había desen­terrado, cortado y luego tostado hasta que pudo quitarle la parte central con tan solo un golpe. A veces confecciona aljabas más pequeñas y unas cuantas flechas sin veneno para vendérselas a los pocos turistas de la zona, pero no conserva estas habilidades por su valor en el mercado. Son las costumbres y los medios que utiliza en su vida cotidiana.

G kao te dirá que él es uno de los ju/’hoansis (suena parecido a «yegwansis»), que en su lengua significa «pueblo verdadero». Sin embargo, la mayoría de los extranjeros los conocen como los bosquimanos del Kalahari, o a veces como los san, y los han visto y han oído su lengua de peculiares chasquidos o «clics» en ediciones especiales de la National Geographic o en la comedia clásica Los dioses deben estar locos. Hay un debate en curso respecto del bagaje histórico de estos términos. Pero según las palabras de James Suzman, antropólogo y escritor británico que ha pasado gran parte de su carrera con los bosquimanos, «en lo que a ellos concierne, el problema no radica en cómo los demás se refieren a ellos, sino en cómo los tratan».

En 1964, un antropólogo canadiense llamado Richard B. Lee, por entonces un veinteañero, pasó más de un año con los ju/’hoansis y sus investigaciones luego se consideraron entre las más importantes de la ciencia del siglo XX. Cuando Lee llegó al desierto de Kalahari, los antropólogos y los extranjeros en general veían la caza y la recolección como una lucha desesperada por la supervivencia, prácticas propias de un estado de desarrollo más próximo a los animales salvajes que a los seres humanos contemporáneos.

Lee decidió poner a prueba tales supuestos de manera empírica. Se pasó un mes anotando la forma exacta en que cada persona del campamento empleaba el tiempo, otro mes sumando las calorías de todo lo que los bosquimanos comían, y así sucesivamente. Sus hallazgos demostraron que, de hecho, el estilo de vida de los cazadores-­recolectores podía ser bueno. Según algunas valoraciones, podría ser «mejor» que el de los países industrializados.

Para comenzar, los bosquimanos no trabajaban muy duro. De media, pasaban unas treinta horas a la semana procurándose alimentos y ocupándose de labores como cocinar y recoger leña. En esa é

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