El silencio de los goteros

Enfermera Saturada

Fragmento

cap-1

1

Satu y la máquina de medicación

(sus pastillas, gracias)

¿Alguna vez os ha tocado vivir un cambio en el hospital? No me refiero a un cambio postural, que esos los hacemos varias veces en el turno, sobre todo si la noche es de las buenas y no hay ingresos ni timbres. Ni siquiera estoy hablando de un cambio de turno, que es algo que aprendemos a hacer ya en nuestro primer contrato… Me refiero a un cambio de los de verdad, a uno sustancial, de esos que revolucionan a todo el personal del centro.

Si alguna vez os toca vivir uno, lo recordaréis perfectamente. Y es que si ya nos cuesta ponernos de acuerdo, y algo tan simple como cambiar en el almacén la ubicación del cajón de las gasas puede suponer un problema, imaginaos cuando se trata de algo mucho más gordo. Creo que por eso este tipo de cambios vienen impuestos desde dirección y no los consultan con nadie, como mucho con la supervisora, y, total, ella siempre les va a decir que sí, porque para eso la han colocado ellos en ese puesto. Consultarlo obligaría a hacer un referéndum hospitalario, por ejemplo, sobre la aplicación informática de cuidados de los pacientes, y eso acabaría en un callejón sin salida peor que el del Brexit. El procés enfermero.

Lo que nadie sabía era que el drama estaba a punto de estallar en el Hospital Dos de Mayo. Nada hacía presagiar que aquella mañana de mediados de septiembre, en la que se reabría la planta de Ginecología después del verano, estaba a punto de acabar en una tragedia. Ya habíamos vivido una mayor cuando, unos meses antes, la supervisora nos comunicó al personal de Gine que la planta se cerraba durante el verano. Recuerdo que aquello fue más o menos así:

—Niñas, antes de hacer el reparto de las quincenas de vacaciones tengo que comentaros algo que me han dicho en dirección —anunció Rosa, la supervisora.

—¿Hay que hacer más escalas en el plan de cuidados? ¡Espero que no!

—No, Susi, no es eso. Con que confirmases las acciones de tus pacientes en el ordenador, yo me daba por satisfecha —prosiguió Rosa.

—Bueno, y nosotras lo estaríamos con que nos mandasen a una sustituta cada vez que una de nosotras coge la baja —la interrumpió Puri, para ganarse los aplausos del resto de las enfermeras.

—A ver, niñas, esta vez no os podéis quejar porque han contratado a una sustituta. Aquí tenemos a Satu con nosotras, que está por el permiso de maternidad de Marga.

Levanté la mirada tímidamente mientras masticaba un trozo de bizcocho sin gluten y sin azúcar que algún paciente no se había querido comer, empapado en el segundo café con leche de la mañana. A mí estas cosas siempre me pillan comiendo. Con lo tranquilita que estaba yo en aquella reunión pasando desapercibida… Total, a mí no me iban a dar vacaciones porque era eventual y no tenía que coger ninguna quincena, pero como estaba de turno, tuve que entrar en la reunión. Bueno, por eso y porque a la una del mediodía ya apetece el segundo desayuno y aquello era la excusa perfecta para tomarlo.

—Lo que tengo que deciros sé que no os va a gustar —continuó la supervisora—, pero tiene que ser así. No me han dejado otra opción. Somos una de las plantas que cierra este verano. Hasta ahora nunca nos había tocado, pero este año no nos libramos —añadió con voz temblorosa y mirando al techo, consciente de que acababa de hacer explotar un reactor nuclear dentro de la unidad.

Recuerdo que hubo unos segundos iniciales de silencio, esos que siempre preceden al desastre, pero que a mí me parecieron eternos. En esa calma tensa aproveché para apurar el último trago de café con leche que me quedaba, por lo que pudiese pasar… «A mí el Apocalipsis que me coja con el estómago lleno», pensé.

Bastó un desgarrador «pero… ¡¿y qué va a ser de nosotras?!» como detonante para que la sala de enfermería, acondicionada como improvisada sala de reuniones, se sumiese en el caos. Gritos, amenazas de baja laboral por ansiedad, mujeres adultas abrazándose y llorando desconsoladas… Para completar el cuadro, solo faltaban una enfermera en la esquina de la mesa respirando dentro de una bolsa de plástico y otra junto a la puerta tomándose los lorazepanes de los pacientes como si fuesen Lacasitos. Y todo porque durante los meses que estuviese cerrada la unidad nos iban a desplazar a otras plantas.

Teniendo en cuenta que cuando nos quitaron días de libre disposición, un cinco por ciento del sueldo, la paga extra de Navidad completa y nos aumentaron las horas de trabajo mensuales no se hizo nada…, les llegan a quitar la plaza fija y no montan más escándalo que el que pude presenciar en Ginecología antes del verano.

Pero volvamos a aquella mañana de mediados de septiembre en la que se reabría la unidad. Poco a poco, todo el personal de turno íbamos llegando y nos agolpábamos frente a la entrada de la planta. Eran momentos de reencuentro y de preguntar cómo habían ido las vacaciones de cada una, qué tal había sido la experiencia de trabajar en otras plantas y de comentar si estaban muy morenas o poco. A mí todo aquello me recordaba mucho al primer día de curso, ese en el que vuelves a ver a tus compañeros de clase después de todo un verano y en el que los profesores siempre nos dicen cosas como: «¡Anda, pero cuánto habéis crecido en un año!», aunque en realidad hayan pasado poco más de dos meses.

Como yo no me había podido marchar de vacaciones y tuve que pasar el verano como geisha por arrozal —es decir, de una planta a otra poniendo parches allá donde faltaba alguna enfermera—, no tenía mucho que contar… Y creo que no se atrevieron a preguntarme por qué era la única de toda la planta que seguía teniendo el mismo tono blanco de piel que el uniforme del hospital. El año que me den vacaciones de verano estaré tan perdida que no sabré qué hacer con ellas, viviré con miedo de que me llame la mujer de la bolsa de empleo mientras estoy en un chiringuito de alguna playa a quinientos kilómetros del hospital, y que me borre de la lista por no poder coger el contrato.

Faltaban pocos minutos para las ocho en punto cuando apareció el vigilante de seguridad, llave en mano, dispuesto a quitar el candado que impedía el acceso a la planta. Estábamos ansiosas por ver cómo había quedado la planta, y es que cuando las cierran en verano, además de tener a los pacientes durante días tirados en camillas en Urgencias o desplazados por otras plantas, aprovechan siempre para darles una mano de pintura y arreglar pequeños desperfectos. Algo positivo tenía que tener aquello.

Entramos todas de golpe, atropellándonos, como se entra cuando abren las puertas de El Corte Inglés el primer día de las rebajas de invierno. El olor a pintura lo inundaba todo, y la planta parecía incluso más moderna al ver esas paredes tan blancas. El grifo del lavabo de personal por fin había dejado de gotear, y el cajón de los bolsos lucía una nueva cerradura más segura.

De pronto, algo nos sobresaltó. «¡Aaaaah! ¡Niñas, corred, venid a ver esto!» El grito de Puri desde el almacén interrumpió nuestra visita. ¿Qué habría sucedido? ¿Se nos habría olvidado una paciente dentro cuando cerramos la planta? ¿Quizá una alumna de prácticas? ¿Habría sobrevivido allí todo el verano a base de sueros glucosados y batidos hiperproteicos? ¿O acaso Puri había encontrado el almacén secreto de la superviso

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