El guardián entre el ibuprofeno

Enfermera Saturada

Fragmento

cap-1

1

La enfermera enferma

(y otras historias de pacientes en el centro de salud)

Las enfermeras también nos ponemos enfermas. Quizá no sea algo que hagamos tan a menudo como el resto de los humanos que viven en el planeta Tierra, que ya ves tú, como si hubiese otro habitado que conozcamos, pero es algo que siempre he querido decir. Son frases que tienes guardadas en la recámara y que estás esperando el momento oportuno para soltar y quedarte a gusto, como «paren las rotativas», «la actualidad manda» o «paciente independiente, orientado y colaborador»… Esta última genera en quien la escucha un placer mayor que el de cualquier Satisfyer, os lo puede asegurar cualquier enfermera.

Esto de que enfermamos menos que la media no vayáis a pensar que es un estudio absurdo de esos que hacen a veces universidades de prestigio para que la prensa les haga caso. No, no. Es algo que yo he ido observando con el tiempo.

Qué pena esos estudios, por cierto. Me imagino a un montón de científicos con bata sentados alrededor de una mesa… Bueno, tantos no, que la mayor parte se tienen que ir a trabajar fuera de España si quieren comer, y la mitad de los que deciden quedarse trabajan en Mercadona reponiendo estanterías, pero este es otro tema. El caso es que me los imagino allí sentados, esperando a que los decanos de las facultades de ciencias repartan los temas profundos a investigar ese semestre:

—Peláez y Olmedo, ustedes dos investigarán la cura del Alzheimer en ratones en el laboratorio 213.

—¡Albricias! Muchas gracias, señor decano. Dedicaremos día y noche a investigarla.

—Fernández, Prado y Castillo. Ustedes tres estudiarán el cultivo de cereales en países subdesarrollados y bajo condiciones climatológicas adversas en el laboratorio 215.

—¡Eureka! Gracias, señor decano. A ver si esta vez por fin acabamos con el hambre en el mundo.

—Confiamos plenamente en ustedes. Y finalmente… Arias y García, ustedes harán un estudio sobre si es posible curar el hipo con un masaje rectal. ¡Alegren esa cara! Les ha tocado el estudio que saldrá publicado en todas las webs de este país.

—No se preocupe, señor decano, conseguiremos un buen titular que genere miles de clics para que se hable de esta prestigiosa universidad.

Como os iba diciendo, las enfermeras de vez en cuando también caemos en las malvadas garras de virus, hongos, bacterias, células tumorales y trombos malintencionados. Vale que nos pasamos el día rodeadas de gente enferma, que contagia, que tose sin taparse la boca y que estornuda como si fuese una fuente del Palacio de Versalles, pero con el paso de los años una se va creando una capa de inmunidad que la protege casi siempre. Incluso cuando estamos ante el clásico paciente que lleva un paso más allá su estornudo porque el modelo fuente palaciega le parece poco, y evoluciona a fuegos artificiales. Ese que mientras expulsa sus mucosidades mirando al techo de la habitación del hospital (a más de sesenta kilómetros por hora para formar en el aire una filigrana perfecta), por efecto de la presión abdominal generada afloja el esfínter del culo… creando así una fantasía piromusical que no se ha visto otra igual en este país desde la gala de inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona en el 92. Menos mal que en la habitación no hay antorcha olímpica porque aquello acabaría en tragedia.

Si en ese momento las enfermeras somos capaces de no ver, ni oler, ni sentir ni padecer, creedme cuando os digo que una bacteria cualquiera no va a poder con nosotras… aunque salgamos de esa habitación necesitando urgentemente un secador de pelo y un uniforme limpio.

Y así es como comienza esta historia, en la sala de espera del centro de salud de mi barrio. Porque yo no sé qué oscuras bacterias guardaba en su interior el paciente piromusical de la habitación 308, pero en menos de cuarenta y ocho horas había caído enferma. Si es que es normal, la supervisora no para de mandarme hacer turnos nocturnos y eso baja las defensas, que lo he leído yo en un estudio de esos de alguna universidad. He visto más lunas que Joseba el de Carglass, y ya lo decía la sacerdotisa Melisandre en Juego de tronos: «La noche es oscura y alberga horrores». Y el cuerpo humano, cariño… Ese también los alberga, que los he visto y olido yo.

Lo peor no fue tener que arrastrarme desde la cama hasta la calle, sino averiguar qué centro de salud me correspondía y dónde estaba. Sí, ya sé que debería conocerlo, que llevo unos cuantos años viviendo en el mismo apartamento del número 7 de la calle del Pez, pero ¿qué queréis que os diga?… Yo si vivo en Malasaña es por tener a un paso los bares y los restaurantes de moda, las terrazas del Dos de Mayo, las tiendas de la calle Fuencarral, por poder entrar con mi coche en Madrid Central sin que me multen y por hacerme la moderna. No sabía ni que en el barrio tuviésemos centro de salud. A lo mejor, si la mujer de la bolsa de empleo me hubiese llamado para trabajar en él, lo habría descubierto, pero tampoco; yo a mi barrio a lo que vengo es a comer, a beber y a dormir. Ni siquiera a ligar, que en esta zona lo único que queda soltero son tíos intensos, tarados, estudiantes de erasmus y turistas que vienen de fin de semana pensando que van a quemar Madrid y lo único que acaban quemando es la tarjeta de crédito a base de pagar copas a quince euros por ir a los sitios que recomiendan las influencers de Instagram.

Sé que no está bien, pero una es mucho de automedicarse. Supongo que es lo que tiene estar todo el día rodeada de pastillas, ampollas y jarabes, que cuando necesitas algo solo tienes que estirar la mano y abrir la boca para hacer que ese dolor de la regla o esa tos desaparezcan en un pis pas. Pero esta vez era diferente. Tenía tanta fiebre que si entraba en el baño se empañaba el espejo, y mis amígdalas parecían dos pelotas de ping-pong a punto de estallar. Busqué desesperadamente un termómetro por todo el apartamento, vacié la caja de los medicamentos y la bolsa que llevo al hospital con el uniforme, miré incluso dentro de la maleta que guardo encima del armario por si había tenido que comprar uno en algún viaje. Pero nada. Así que tuve que resignarme y probar a mirarme la fiebre con el imán de la nevera que me trajeron mis padres como recuerdo de su viaje al Santuario de Lourdes, y es que es de esos que traen pegado un termómetro… Si aquello funcionaba, era un milagro de la Virgen.

Mientras esperaba el resultado, y como la aparición mariana no acababa de producirse, recordé que en la parte de detrás de las tarjetas sanitarias suelen poner el nombre de tu médico, tu enfermera y los datos de contacto del centro de salud. Algo así deberían haber hecho con la mía cuando dejé atrás A Coruña para venirme a trabajar a Madrid. Abrí la cartera, busqué la tarjeta entre un montón de tíquets arrugados y, efectivamente, ahí estaba el nombre grabado en el reverso: CENTRO DE SALUD PALMA. En la calle de la Palma número 59, a unos diez minutos andando desde mi casa según Google Maps, así que me eché a la calle sin cita ni nada.

Pero a ver, por favor, ¿a quién se le había ocurrido ponerle Centro de Salud Palma? ¡Que ya se te quitan las ganas de ir! ¡Que entras enferma y sales con los pies por delante, que ya te lo están avisando! Yo entiendo que en la Consejería de Salud tienen mucho trabajo, que los méritos de la bolsa de empleo no se bareman

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