Economía comestible

Ha-Joon Chang

Fragmento

Introducción Ajo

Introducción

Ajo

Manul chang-achi (ajo en escabeche) (receta coreana, versión de mi madre) Cabezas de ajo conservadas en salsa de soja,

vinagre de arroz y azúcar

En el origen del mundo, los seres humanos sufrían en medio del caos y la ignorancia (y no parece que hayan cambiado mucho las cosas). Apiadado de ellos, Hwanung, un príncipe del Reino Celestial, bajó a la Tierra para visitar el lugar donde hoy se encuentra Corea y fundó la Ciudad de Dios. En ella dignificó a la raza humana y le dio leyes y conocimientos sobre agricultura, medicina y artes.

Pero un día una osa y un tigre se acercaron a Hwanung. Habían visto lo que había hecho y, tras comprobar cómo funcionaba el mundo, querían que los convirtiera en seres humanos. Él les prometió que se transformarían en humanos si se metían en una cueva, evitaban la luz del sol y se alimentaban exclusivamente de manul (ajo) y ssuk(1) durante cien días. Las bestias decidieron seguir sus instrucciones y se internaron en una profunda caverna.

Al cabo de unos días el tigre se rebeló. «Esto es ridículo. No puedo vivir a base de bulbos apestosos y hojas amargas. Renuncio», dijo, y salió de la caverna. La osa siguió con la disciplina, y al cabo de cien días se convirtió en una hermosa mujer, Ungnyeo (literalmente mujer-oso). Ungnyeo se casó con Hwanung y tuvo un hijo, que se convirtió en el primer rey de Corea, Dangun.

Mi país, Corea, se fundó literalmente sobre el ajo, y eso se nota. Basta echar un vistazo a nuestra dieta. El pollo frito coreano(2) es un auténtico festival del ajo: se prepara con una masa para rebozar que contiene ajo picado, se unta a menudo con salsa de chile dulce y picante y a continuación se le pone un poco más de ajo. Algunos coreanos consideran insuficiente la cantidad de ajo picado en el adobo del bulgogi (literalmente «carne de fuego»), una carne de vacuno cortada en finas lonchas puestas a la parrilla. ¿La solución? Comérsela acompañada de dientes de ajo crudos o en láminas asadas. Un escabeche muy popular, el manul chang-achi, se hace a base de cabezas de ajo adobadas en ganjang (salsa de soja), vinagre de arroz y azúcar. Las hojas y los brotes de ajo también se preparan de la misma forma. Los brotes se comen fritos, a menudo con gambas secas también fritas, o escaldados y aderezados con una base dulce de chile. Y luego está nuestro plato nacional, el kimchi (verduras encurtidas), que suele elaborarse con baechu, la col china (conocida como «col de Napa» en Estados Unidos y «hojas chinas» en Reino Unido), aunque en realidad puede ser cualquier verdura. Si se conoce un poco la comida coreana el kimchi hace pensar inmediatamente en el chile en polvo, aunque en realidad hay algunos tipos de kimchi que se elaboran sin él. Eso sí, no hay kimchi sin ajo.(3)

Casi todas las sopas coreanas se preparan con un caldo aderezado con ajo, ya sea de carne o de pescado (normalmente anchoas, pero también gambas, mejillones secos y hasta erizos de mar). La mayoría de esos pequeños platos que cubren las mesas en las comidas coreanas (banchan, que se traduce como «acompañamientos del arroz») llevan ajo (crudo, frito o hervido), independientemente de que contengan verduras, carne o pescado, o de que estén crudos, escaldados, fritos, guisados o hervidos.

Los coreanos no solo comemos ajo. También lo procesamos. Y en cantidades industriales. Estamos hechos de ajo.

Consumimos la asombrosa cantidad de 7,5 kilos de ajo por persona al año entre 2010 y 2017.[1] En 2013 alcanzamos un máximo de 8,9 kilos,[2] lo que supone más de diez veces la cantidad que consumen los italianos (720 gramos en 2013).[3] En lo que a esto respecta, los coreanos hacemos que los italianos parezcan unos «novatos».(4) Los franceses, consumidores de ajo por antonomasia para los británicos y estadounidenses, solo alcanzan unos míseros 200 gramos al año (en 2017),[4] por lo que no llegan ni siquiera al 3 % de los coreanos. ¡Aficionados!

Es cierto, no nos comemos los 7,5 kilos en su totalidad. Gran parte del ajo se queda en el líquido que contiene el kimchi, y ese líquido suele tirarse a la basura.(5) Cuando tomamos bulgogi y otras carnes marinadas, toneladas de ajo picado quedan flotando en el marinado de la carne. Pero incluso teniendo en cuenta todo este despilfarro de ajo se trata de una cantidad descomunal.

Quien ha vivido toda la vida entre monstruos del ajo no se da cuenta de la cantidad de ajo que consume. Así era yo a finales de julio de 1986, cuando embarqué en un vuelo de Korean Air con veintidós años para empezar mis estudios de posgrado en la Universidad de Cambridge. No me eran entonces del todo ajenos los aviones, porque ya había viajado en dos ocasiones a Jeju, una isla volcánica semitropical al sur de Corea. No era un vuelo muy largo. El trayecto entre Seúl y Jeju dura algo menos de cuarenta y cinco minutos, por lo que mi experiencia en el aire en ese momento no llegaba a las tres horas. Pero no era la perspectiva de subir a un avión lo que me ponía nervioso.

Era la primera vez que salía de Corea del Sur, aunque no por falta de dinero. Mi padre trabajaba como funcionario de alto rango y mi familia vivía con holgura, y hasta con cierta riqueza, y podría haber disfrutado de unas vacaciones en el extranjero. Aun así, en aquella época no se permitía a ningún surcoreano viajar al extranjero por motivos de ocio: simplemente no se expedían pasaportes con ese fin. Era la época de la industrialización impulsada por el Gobierno, y este deseaba emplear cada dólar de los ingresos fruto de la exportación en comprar la maquinaria y las materias primas necesarias para el desarrollo económico. No había divisas para «despilfarrar» en cosas tan «frívolas» como unas vacaciones en el extranjero.

Para colmo, el viaje de Corea a Gran Bretaña en aquella época era increíblemente largo. Hoy se puede volar de Seúl a Londres en unas once horas. Pero en 1986 la Guerra Fría estaba en pleno apogeo, por lo que los aviones capitalistas de Corea del Sur no podían sobrevolar la China comunista ni la Unión Soviética, por no hablar de Corea del Norte. Así que en esa ocasión primero viajamos a Anchorage (Alaska) durante nueve horas. Tras dos horas de repostaje (combustible para el avión y una sopa de fideos japoneses udon para mí, que fue lo primero que comí fuera de Corea), volamos otras nueve horas hasta Europa. Pero no a Londres, porque Korean Air no llegaba entonces allí. De modo que estuve tres horas en el aeropuerto Charles de Gaulle de París antes de coger mi último vuelo. Así pues, tardé veinticuatro horas en desplazarme desde el aeropuerto de Gimpo en Seúl hasta el aeropuerto de Heathrow en Londres: diecinueve horas volando y cinco horas más en los puentes aéreos. Definitivamente era otro mundo.

Pero no fue solo la distancia lo que me hizo sentir extranjero. La barrera del idioma, las diferencias raciales y los prejuicios culturales eran algo para lo que estaba preparado, al menos hasta cierto punto. Podía sopor

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