Una memoria de «El País»

Juan Cruz Ruiz

Fragmento

Prologo a la presente edicion

PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN

La era del malentendido

Nada más irme de EL PAÍS, el 24 de junio de 1992, me sentí solo. Hacía mucho sol, pasé la tarde entre editores y periodistas, en la feria del libro iberoamericano, y se acababa de anunciar mi nombramiento como director de Alfaguara, la editorial literaria del grupo Santillana, que luego se englobaría en el grupo Prisa. El mismo grupo, distintas denominaciones, una misma figura al frente, Jesús Polanco. Dejaba, pues, el periódico al que había llegado en marzo de 1976, hace ahora, cuando escribo estas líneas, exactamente cuarenta años. Volví al periódico en junio de 2005, cuando tenía 57 años.

Pero esa vez, el día de mi santo de 1992 me iba, con la promesa de que un día volvería pero con la certeza de que ya iba a iniciar una nueva experiencia sobre cuyo contenido y circunstancias sólo tenía como aval la memoria reciente de haber cultivado el ego de muchos escritores; seguramente en el nuevo lugar me iba a encontrar con circunstancias parecidas en las que el mimo, o el trato, valdrían más que el contrato. Conocía, pues, el ego de muchos escritores. Y de muchos periodistas, cuyo ego es igual de grande, por cierto. Cuando me puse a ejercer el oficio de editor, me di cuenta de que este aprendizaje había sido fundamental, del mismo modo que fue de gran utilidad haber pasado por el mundo editorial cuando regresé, tan tarde, al periodismo. En realidad un periodista es un enviado especial en todas partes, y aquel día de mi santo de 1992 yo me iba de excursión a otro mundo. Ahora es también mi mundo, por cierto, o uno de mis mundos, comenzando por el querido y muy añorado de la infancia.

Algo que aprendí en el periodismo es que un periodista sabe muy poco de casi todo, aunque presumamos habitualmente de lo que no sabemos como si fuéramos expertos consumados en cualquier cosa, desde la física cuántica hasta los tsunamis pasando por las invenciones de Einstein, que ahora mismo, cuando escribo, vuelven a estar en el candelero de las noticias. Lo cierto es que no sabemos prácticamente de nada a fondo, y por eso preguntamos, para saber y para contarlo. Y yo desconocía el mundo editorial en sus profundidades más interesantes; no sabía de veras cómo se hacían los contratos, cómo se calculaban los anticipos y los precios, cómo se nutrían los almacenes, cómo se distribuía, cómo se fidelizaba a los escritores, de qué manera había que tratar a los agentes y a las agentes, de qué manera había que cultivar el secreto profesional, así como las relaciones con la competencia, a la que no había que herir innecesariamente… De esto sabía algo, no demasiado; nunca se sabe demasiado de la ciencia que trata de los comportamientos humanos, y de eso trata, me parece, el mundo editorial, del mismo modo que de eso trata también el oficio del periodismo, un oficio tan hermoso (según García Márquez) y tan cruel (según el italiano Eugenio Scalfari) y tan propenso a ignorar su fuerza de daño (eso me dijo un día el viejo Jean Daniel, amigo de Camus en Argel y en París, otro superviviente).

Sabía, por mi trabajo en la sección de Opinión y Colaboraciones del periódico, que a los escritores, de cualquier edad o circunstancia, hay que prestarles una atención que no es imprescindible en el trato con los periodistas pero que, como éstos, tienen un ego que es conveniente acariciar para obtener de ellos lo mejor. El afecto, supe después, abarata un contrato; la frecuencia del trato mejora el contacto, sin duda alguna. Como sabía eso fue relativamente fácil convertir tal experiencia en un método de trabajo, para el cual tuve muchas ayudas, las primeras de Amaya Elezcano y de Marta Donada, que me avisaban de egos heridos o de egos en peligro de sequía o de excesiva maduración. De egos revueltos, en fin.

Eso era de lo único que sabía. Pero ahí me mandaron Juan Luis Cebrián, que había sido mi primer director y que en ese momento era el consejero delegado del grupo, y Emiliano Martínez, que tenía un puesto similar en Santillana. «¿Nos lanzamos a la piscina?», me dijo Emiliano. La piscina era el viejo edificio de Aguilar, a cuya tercera planta llegué el 25 de junio, al día siguiente de dejar EL PAÍS. Ahora recuerdo una obsesión que me contó Jorge Semprún, que fue torturado por la Gestapo. Un día, en la casa de campo de Yves Montand y de Simone Signoret, ésta le mostró la piscina, lo invitó a bañarse. Él se aterrorizó: nada que se pareciera a una bañera, y una piscina parece una bañera, le parecía confiable. Y es que la tortura de la bañera fue la que con más ahínco seguía hurgándole en la mente cada vez que recordaba su época de resistente antinazi. Esa piscina que me ofrecía mi amigo Emiliano fue mucho más llevadera que la bañera de Semprún, sin duda; fueron años duros y complejos, pero hubo más momentos de felicidad que de infortunio, y estoy muy agradecido por ese tiempo en la piscina de Santillana. Fui feliz allí…, pero la felicidad del periodismo es la que me acompañaba como ideal en la vida, y siempre perseguía el regreso como la vuelta a un amor que parecía incomparable. Volví, pero ya no era el periodismo como yo lo recordaba ni podía serlo. Y yo tenía 57 años, una circunstancia en la que caía demasiado tarde.

Algunos años antes de irme de EL PAÍS, en esa misma época, recuerdo haber llegado una tarde a mi sitio de trabajo en el periódico y sentirme especialmente feliz, como si descubriera en ese instante la felicidad del sitio y del alma del sitio. Un instante tan pletórico que aún hoy espero encontrarlo cuando entro al mismo lugar, veo las mismas paredes y contemplo el mismo sol de aquel entonces. Era también en verano, y fue al llegar al despacho que compartía allí entonces (fue el último lugar antes de irme) con Patxo Unzueta, un delicado compañero cuya cultura y cuya discreción resultaban un bálsamo dentro de la animada controversia que siempre es un periódico en cualquiera de sus plantas. Y la nuestra era la tercera planta, donde estaban editorialistas, subdirectores, el director; la calma del pensamiento, por decirlo de esta manera. Allí sólo una vez escuché gritos. Fue cuando Juan Luis Cebrián, el director, increpó a un redactor, que luego se fue, que utilizaba el periódico para cobrar por sus chantajes. Creo que está dicho en el libro que ustedes acaban de abrir.

Pero lo que pasó en ese momento en que llegué a ese despacho en el que ya estaba Patxo no se me olvida jamás, es un ancla en el sentimiento físico de la felicidad que asocio al hecho de estar en un periódico, aunque se refiere tan solo al hecho mismo de estar en EL PAÍS. En ese momento estaba el sol en su apogeo, como una mano abierta, como una mirada luminosa y alegre, un lugar para trabajar, el centro del mundo para mí en ese momento. La potencia del sol nacía de aquel extraordinario cielo azul de Madrid y convertía en muy nítida la sombra de la ventana en la pared; era una esquina gozosa del sitio en el que había pasado momentos pletóricos (y también difíciles) de mi vida; ese fue un momento feliz, de esos que te gustaría retratar para siempre, dejarlos en tu memoria intactos como si fueran un regalo irrompible e inolvidable. Por eso lo cuento, para que no se me olvide. Se acercaba, sin yo saberlo, el último día en EL PAÍS, y ese día extraordinario, ese minuto sin

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