La economía del bien común

Jean Tirole

Fragmento

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PRÓLOGO

 

 

 

¿Qué ha sido del bien común?

 

Desde el rotundo fracaso económico, cultural, social y medioambiental de las economías planificadas, desde la caída del muro de Berlín y la metamorfosis económica de China, la economía de mercado ha pasado a ser el modelo dominante, por no decir exclusivo, de organización de nuestras sociedades. Incluso en el «mundo libre», el poder político ha perdido su influencia en favor del mercado y de una serie de nuevos actores. Las privatizaciones, la apertura a la competencia, la globalización, el sistemático uso de las subastas para los contratos públicos restringen el ámbito de la decisión pública. Y el aparato judicial y las autoridades independientes de regulación, órganos no sometidos a la primacía de lo político, se han convertido en actores imprescindibles.

Sin embargo, la victoria de la economía de mercado solo ha sido una victoria a medias, pues no se ha ganado a la gente. La supremacía del mercado, que solo cuenta con la confianza de una pequeña minoría de nuestros conciudadanos, se acepta con un fatalismo unido, en algunos casos, a la indignación. Una crítica poco precisa denuncia el triunfo de la economía sobre los valores humanistas, un mundo sin piedad ni compasión entregado al interés privado, la desintegración del vínculo social y de los valores ligados a la dignidad humana, el repliegue de lo político y del servicio público, o la falta de sostenibilidad de nuestro medioambiente. Un eslogan popular que traspasa las fronteras nos recuerda que «el mundo no es una mercancía». Todos estos dilemas resuenan con particular intensidad en el contexto actual marcado por la crisis financiera, el aumento del paro y las desigualdades, la incapacidad de nuestros dirigentes de hacer frente al cambio climático, la fragilidad de la construcción europea, la inestabilidad geopolítica y la crisis de los migrantes que de ella resulta, así como por el auge de los populismos en todo el mundo.

¿Qué ha sido de la búsqueda del bien común? ¿En qué medida la economía puede contribuir a su realización?

Definir el bien común, ese al que aspiramos para nuestra sociedad, requiere, al menos en parte, un juicio de valor. Dicho juicio puede reflejar nuestras preferencias, nuestro grado de información, así como el lugar que ocupamos en la sociedad. Aunque estemos de acuerdo en que esos objetivos son deseables, podemos ponderar de diferente modo la equidad, el poder adquisitivo, el medioambiente, la importancia que concedamos al trabajo o a nuestra vida privada. Por no hablar de otras dimensiones como los valores morales, la religión o la espiritualidad sobre las que puede haber opiniones profundamente divergentes.

Sin embargo, es posible eliminar parte de la arbitrariedad inherente al ejercicio de definir el bien común. La reflexión intelectual nos ofrece una buena introducción en la materia. Suponga que usted aún no ha nacido y que, por lo tanto, no conoce el lugar que le va a ser reservado en la sociedad: ni sus genes, ni su medio familiar, social, ético, religioso, nacional... Y plantéese la pregunta: «¿En qué sociedad me gustaría vivir, sabiendo que podría ser un hombre o una mujer, estar dotado de buena o mala salud, haber nacido en el seno de una familia acomodada o pobre, instruida o poco cultivada, atea o creyente, crecer en el centro de París o en Lozère, querer realizarme a través del trabajo u optar por otro estilo de vida, etcétera?». Ese modo de interrogarse, de hacer abstracción del lugar que se ocupa en la sociedad y de los atributos que se poseen, de situarse «tras el velo de la ignorancia», es producto de una larga tradición intelectual, inaugurada en Inglaterra en el siglo XVII por Thomas Hobbes y John Locke, que prosiguió en la Europa continental en el siglo XVIII con Immanuel Kant y Jean-Jacques Rousseau (y su contrato social) y que se ha renovado recientemente en Estados Unidos con la teoría de la justicia del filósofo John Rawls (1971) y la comparación interpersonal de los bienestares del economista John Harsanyi (1955).

Para limitar las alternativas e impedir que usted se salga por la tangente mediante una respuesta utópica, reformularé ligeramente la pregunta: «¿En qué organización de la sociedad le gustaría vivir?». Lo pertinente, en efecto, no es saber en qué sociedad ideal nos gustaría vivir (por ejemplo, en una sociedad en la que los ciudadanos, los trabajadores, los dirigentes del mundo económico, los responsables políticos, los países darían espontáneamente preferencia al interés general en detrimento de su interés personal), pues, aunque, como veremos en este libro, el ser humano no busca siempre su interés material, no tener en cuenta los incentivos y una serie de comportamientos muy previsibles, como ocurrió, por ejemplo, con el mito del hombre nuevo, llevó en el pasado a unas formas de organización de la sociedad totalitarias y empobrecedoras.

Este libro parte, pues, del principio siguiente: ya seamos políticos, empresarios, asalariados, parados, trabajadores independientes, altos funcionarios, agricultores, investigadores, sea cual sea el lugar que ocupemos en la sociedad, todos reaccionamos a los incentivos a los que nos enfrentamos. Estos incentivos —materiales o sociales—, unidos a nuestras preferencias, definen nuestro comportamiento. Un comportamiento que puede ir en contra del interés colectivo. Esa es la razón por la que la búsqueda del bien común pasa en gran medida por la creación de instituciones cuyo objetivo sea conciliar en la medida de lo posible el interés individual y el interés general. En este sentido, la economía de mercado no es en absoluto una finalidad. Es, como mucho, un instrumento, y un instrumento muy imperfecto, si se tiene en cuenta la discrepancia que puede haber entre el interés privado de los individuos, los grupos sociales o las naciones y el interés general.

Aunque es difícil situarse tras el velo de la ignorancia, dado lo condicionados que estamos por el lugar específico que ocupamos en la sociedad[1], este ejercicio intelectual nos permitirá encaminarnos con mucha más seguridad hacia un terreno de entendimiento. Puede que yo consuma mucha agua o que contamine mucho, no porque me produzca un placer intrínseco, sino porque satisface mi interés material: produzco más verduras, economizo en gastos de aislamiento o me ahorro el comprar un vehículo menos contaminante. Y usted, que padece mi actitud, lo desaprobará. Pero, si reflexionamos acerca de la organización de la sociedad, podemos ponernos de acuerdo sobre si mi comportamiento es deseable desde el punto de vista de alguien que no sabe si será beneficiario o víctima de él, es decir, si el perjuicio de la segunda supera el beneficio del primero. El interés individual y el interés general divergen cuando mi libre albedrío se enfrenta al interés de usted, pero convergen en parte tras

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