Historias que impactan

Kindra Hill

Fragmento

Historias que impactan

Introducción

Eslovenia, JFK y la historia que secuestró a mi esposo

Era el fin de semana de Día de Acción de Gracias. A 10 mil kilómetros de distancia, la gente comía pavo y puré de papa, compartía sus razones para estar agradecida y se desmayaba en sillones con el rugido del futbol de fondo.

Yo no estaba haciendo ninguna de esas cosas… porque estaba en Eslovenia.

Seré honesta, “estoy en Eslovenia” no es algo que pensé que diría, con excepción de esa vez que conocí a un futbolista esloveno durante unas vacaciones en México y estuve convencida por un día de que me casaría con él. Pero ahí estaba. Ahí estábamos. Mi esposo, Michael (quien no juega futbol), y yo paseando por las pintorescas calles sobre el adoquinado un poco mojado de Liubliana, capital de Eslovenia. Y aunque extrañábamos el Día de Acción de Gracias, sin lugar a dudas me sentí agradecida. No sólo por la ciudad de cuento de hadas en que estábamos…

Sino porque escuché una de las mejores historias de venta que he oído en mi vida.

Antes de contar más, debo decirte algo. Las historias son mi vida. Son mi trabajo, mi moneda, la manera en que veo el mundo. Conté mi primera historia cuando tenía 11 años. Y desde ese día, las historias me han seguido, me han buscado y ahora paso mis días hablando sobre usarlas de manera estratégica y enseñando a los demás a contar las suyas.

De hecho, por ellas fui a Eslovenia. Fui invitada por Estados Unidos para hablar ante casi mil gerentes de marketing y de marca, ejecutivos de medios y creativos de publicidad de toda Europa del Este sobre el poder de contar historias en los negocios.

Así que ya imaginarás la ironía o, al menos, la intriga, cuando yo, la experta en historias, fui testigo del mayor golpe maestro de todos los tiempos de una historia.

Pasó una tarde del último fin de semana de noviembre. Aunque los eslovenos no celebran el Día de Acción de Gracias, la ciudad estaba de fiesta y viva porque celebraban el inicio de la temporada vacacional con el encendido de un árbol de Navidad. Michael y yo caminábamos entre miles de personas disfrutando del vino local, castañas rostizadas en fogatas de vendedores ambulantes… y más vino. El cielo nocturno era oscuro, el aire húmedo y frío, y las calles tenían un tenue y cálido brillo debido a la decoración navideña que colgaba entre los edificios. El distante sonido de los villancicos llegaba desde el centro de la ciudad y las vitrinas de las tiendas brillaban alineadas, llamándonos, invitándonos a pasar y explorar.

Bueno, eso no es del todo cierto. Las vitrinas de las tiendas me llamaban a , no a los dos. Las vitrinas no llaman a Michael porque él no compra. No hace compras en tiendas, en internet, en ofertas ni de ningún tipo. Casi no compra cosas. La banda elástica de sus calzones se desintegra antes de comprar nuevos. De hecho, es probable que ni siquiera tenga cartera.

Conforme nuestro viaje europeo continuaba, esta diferencia fundamental de nuestras preferencias en cuanto a compras se convirtió en una conversación repetitiva:

Yo: ¡Oh! Una boutique de diseño local. ¡Vamos a ver!

Michael: (Actúa como si no me escuchara. Sigue caminando).

Yo: ¡Oh! Una tienda que hace alfombras locales. ¡Vamos a ver!

Michael: (No me escucha. Sigue caminando).

Yo: ¡Oh! Todo en esa tienda está hecho con corchos. ¡Vamos a ver!

Michael: (Saca su teléfono, aunque no funciona. Sigue caminando).

Yo: ¡Oh! ¡Pan fresco!

Michael: (Respira profundo para sentir el olor a pan recién hecho. Sigue caminando).

Esto no me ofendía por dos razones. Primero, estoy acostumbrada. Y segundo, sólo llevábamos dos maletas de mano a ese viaje de una semana. Ni siquiera la pieza de pan más suave habría entrado en el equipaje, así que no insistí mucho.

Hasta esa noche. Hasta que vi… los zapatos.

Ahí, posados con orgullo en una gloriosa vitrina, había un par de zapatos impresionantes.

Eran plateados. Y brillantes. Incluso relucientes. Y tal vez era el vino (y la falta de pan), pero en ese momento no pude resistir más. Antes de que supiera qué pasaba, arrastré a un Michael que no sospechaba nada a una tienda en las calles de Liubliana.

Dentro, la tienda era una ecléctica mezcla de productos, desde relojes y joyería hasta arte y ropa. Fui directamente hacia los zapatos y dejé a Michael para que se las arreglara por su cuenta cerca de los perfumes.

Para mi decepción los zapatos eran espantosos. Grandioso. De manera inmediata comencé a sentir culpa por abandonar a Michael al primer brillo. Regresé a la entrada donde Michael trataba de esconderse detrás de una torre giratoria de perfumes. Justo cuando estaba a punto de tomarlo y llevarlo fuera a la seguridad del empedrado, un ambicioso vendedor esloveno de veintitantos años apareció de la nada detrás del mostrador de los perfumes, a sólo unos centímetros de Michael, y comenzó a llamarlo.

“Disculpe, señor, ¿buscaba una loción?”

“Oh no —pensé—. Este pobre chico está perdido…”

Michael no estaba buscando una loción. No sólo porque buscar una loción implicaba comprarla (de lo que ya hablamos), sino también porque Michael no usa loción. Nunca. No es del tipo de personas que usan lociones. Sólo estaba cerca de las lociones porque necesitaba un lugar donde esconderse.

Traté de decírselo al vendedor, pero no le importó. En vez de eso, removió con delicadeza una caja con rayas de una repisa.

“Ésta es la que más se vende”, dijo, sus dedos (noté que eran más largos de lo normal) encuadraron la caja con delicadeza. Nos preparamos para ser rociados contra nuestra voluntad.

Pero el vendedor ni siquiera abrió la caja. En vez de eso, puso el paquete sin abrir sobre el cristal del mostrador y con la sutil sonrisa de un hombre que sabe lo que está haciendo, comenzó.

EIGHT & BOB

—Ésta es… Eight & Bob.1

”En 1937 un estudiante estadounidense guapo y joven visitaba la Riviera francesa. Tenía 20 años y había algo especial en él. Todos los que lo conocían sentían que tenía estrella.”

El joven vendedor se detuvo un momento para ver si lo estábamos escuchando; lo hacíamos.

—Un día, este joven estaba en la ciudad y conoció a un francés llamado Albert Fouquet, un aristócrata parisino y experto en perfumes.

”Claro, el joven no sabía eso. Sólo sabía que el hombre olía increíble. Siendo encantador, el ambicioso estadounidense convenció a Fouquet (quien nunca vendía sus perfumes) que le compartiera una pequeña muestra de la irresistible loción.”

Vi a Michael de reojo. Todavía no parpadeaba.

—Como podrán imaginar, cuando el joven regresó a Estados Unidos, otros también se fasci

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