Ciudadano de la galaxia

Robert A. Heinlein

Fragmento

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Créditos

Título original: The Citizen of the Galaxy

Traducción: Antonio Bonano

1.ª edición: octubre 2017

© 1957 by Robert A. Heinlein

© Ilustración de cubierta: Marina Vidal

© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa

del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-871-6

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Contenido

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Dedicatoria

A Fritz Leiber

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—Lote noventa y siete. Un muchacho —anunció el subastador.

El muchacho estaba mareado y casi enfermo por la sensación del terreno bajo los pies. La nave espacial había atravesado más de cuarenta años luz, llevando en sus bodegas el hedor de todas las naves de esclavos, el tufo de cuerpos sucios y apiñados, de temor y de vómito y de antigua pena. No obstante, allá el muchacho había sido alguien, un miembro reconocido del grupo, con derecho a su comida diaria y con derecho también a pelear por comerla en paz. Incluso había tenido amigos.

Sin embargo, de nuevo no era nada ni nadie, pues otra vez iba a ser vendido.

Acababan de vender un lote en la plataforma: muchachas rubias, de las que se decía que eran mellizas. Las ofertas habían sido rápidas, el precio alto. El subastador se volvió con una sonrisa de satisfacción y señaló al muchacho.

—Lote noventa y siete. Súbanlo.

A empujones hicieron subir al muchacho hasta la plataforma. Estaba de pie, tenso, con ojos salvajes que parecían lanzar dardos a su alrededor, advirtiendo cuanto no había podido ver desde su encierro. El mercado de esclavos estaba al lado del espaciopuerto de la famosa Plaza de la Libertad, frente a la colina coronada por su aún más famoso Presidium del Sargon, capitolio de los Nueve Mundos. El muchacho no lo reconoció, ni siquiera sabía en qué planeta estaba. Miró hacia la multitud.

Los más próximos a la plataforma de los esclavos eran los mendigos, dispuestos a adular solícitos a cada comprador cuando retiraba su propiedad. Detrás de ellos, formaban un semicírculo los asientos para los ricos y privilegiados. A ambos lados de ese grupo de élite aguardaban sus esclavos, porteadores, guardaespaldas y conductores, holgazaneando cerca de los coches de superficie de los ricos y los palanquines y los sedanes de los aún más ricos. Detrás de las damas y los caballeros estaban los plebeyos, los ociosos y los curiosos, los libertos, los rateros y los vendedores de bebidas frías, además de algún ocasional comerciante plebeyo sin derecho a sentarse, pero al acecho de algún buen negocio con un porteador, un escribiente, un mecánico o incluso un servidor doméstico para la esposa.

—Lote noventa y siete —repitió el subastador—. Un muchacho sano y agradable, adecuado como paje o mensajero. Imagínenlo, damas y caballeros, en la librea de su casa. Vean... —Sus palabras se perdieron con el estrépito de una nave que llegaba al espaciopuerto detrás de él.

El viejo mendigo Baslim el Lisiado sacudió su cuerpo semidesnudo y bizqueó con su único ojo sobre el borde de la plataforma. A él, el muchacho no le parecía un dócil sirviente doméstico, sino más bien un animal acosado, sucio, delgado y magullado. Debajo de la suciedad, en la espalda se le veían cicatrices blancas, un aval de la opinión de anteriores propietarios.

Por los ojos y la forma de las orejas, Baslim supuso que podía ser de ascendencia de la Tierra sin mutaciones, aunque no era mucho lo que se podía saber con seguridad, salvo que era pequeño, tenía cicatrices, era varón y aún desafiante. El muchacho se percató de que el mendigo le observaba y le miró a su vez.

Cesó el estrépito y un rico dandy que estaba sentado en la primera fila hizo ondular ociosamente un pañuelo en dirección al subastador.

—No nos hagas perder el tiempo, sinvergüenza. Muéstranos algo como el último lote.

—Por favor, noble señor. Debo disponer de los lotes según el orden del catálogo.

—Entonces date prisa, o deja a un lado a ese desgraciado muerto de hambre y muéstranos mercancía que valga la pena.

—Es usted amable, mi señor. —El subastador alzó la voz—. Se me ha pedido que me dé prisa y estoy seguro de que mi noble patrono estaría de acuerd

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