Con la verdad llegará el fin (Seeker 1)

Arwen Elys Dayton

Fragmento

cap-2

1

Quin

«No estaría mal salir viva de esta», pensó Quin. Se agachó hacia la derecha, mientras la espada de su adversario pasaba silbando a su izquierda, a punto de rebanarle un brazo. Ella tenía su propia arma en la mano, recogida en la forma de un látigo. Lo abrió de un golpetazo y se convirtió en una larga espada. «Sería una pena que me abriera la cabeza ahora que estoy a punto de conseguirlo.» El gigantón con el que luchaba parecía encantado con la idea de matarla.

Le daba el sol en la cara, pero se la cubrió con el arma por instinto y detuvo el mandoble de su oponente antes de que le partiera la cabeza en dos. La fuerza del golpe sobre su espada, como un árbol que le caía encima, hizo que le temblaran las piernas.

—Ya te tengo, ¿sí o no? —bramó su adversario.

Quin no conocía a ningún hombre que pudiera hacerle sombra a Alistair MacBain. Ahí estaba, de pie ante ella, con su pelo rojo resplandeciendo como el halo de un demonio escocés entre los polvorientos rayos de sol que entraban por el tragaluz. Era también su tío, pero eso carecía de importancia en ese momento. Quin se escabulló hacia atrás. El enorme brazo de Alistair blandía su descomunal arma como si fuera la batuta de un director de orquesta. «Quiere matarme de verdad», pensó.

Barrió la habitación con la mirada. John y Shinobu, sentados en el suelo del granero, la miraban aferrados a sus espadas látigo como si les fuera la vida en ello, pero ninguno de los dos podía ayudarla. Ese era su combate.

—No sirven de mucho, ¿verdad? —comentó su tío.

Quin se apoyó sobre una rodilla y vio como Alistair, con un golpe de muñeca, cambiaba la forma alargada y esbelta de su enorme espada látigo por un grueso y amenazante espadón, el arma favorita de los escoceses para asestar el golpe de gracia. El oscuro material del que estaba hecha se derritió como si fuera aceite y luego se solidificó. Quin se preguntó a cuántos de sus ancestros habrían hecho picadillo con espadas como esa.

«Estoy pensando y eso provocará mi ruina», se dijo.

Un Seeker no piensa cuando lucha. Y a menos que Quin dejara de dar vueltas a la cabeza, Alistair esparciría sus sesos sobre la limpia paja que había en el suelo del granero. «Y encima, acabo de barrerlo —pensó. Y luego—: ¡Por Dios santo, Quin, para ya!»

En cuanto apretó el puño con fuerza se centró. De repente se hizo la calma.

El espadón de Alistair pendía sobre su cabeza. La miró desde arriba, blandiendo la espada con ambas manos, los pies ligeramente separados, uno detrás del otro. Quin apreció un minúsculo temblor en su pierna izquierda, como si perdiera por un breve momento el equilibrio. Con eso bastaba. Era vulnerable.

En el preciso instante en que la espada de Alistair habría tenido que atravesarle la frente, Quin se agachó, se deslizó hacia él y giró la muñeca para transmutar su espada látigo, que se derritió sobre sí misma, convirtiéndose durante un segundo en un líquido negro aceitoso para después tomar la forma sólida de una gruesa daga.

El espadón de su tío erró el golpe e impactó tras ella pesadamente sobre el suelo del granero. Quin se abalanzó sobre Alistair y le clavó la daga en la pantorrilla izquierda.

—¡Ah! —gritó el gigantón—. ¡Me has pillado!

—Te he pillado, tío. ¿Sí o no?

Quin esbozó una sonrisa de satisfacción.

En lugar de separar la carne del hueso, su espada látigo se hizo líquida al tocar el cuerpo de Alistair, ya que las armas de ambos estaban configuradas en modo de entrenamiento y no podían dañar realmente a su adversario. Pero si hubiera sido un combate real, y así lo había sentido ella, Alistair habría quedado impedido.

—¡Punto! —gritó desde el otro lado de la sala el padre de Quin, Briac Kincaid, marcando el final del combate.

Quin oyó los vítores de John y Shinobu. Apartó el arma de la pierna de su tío y esta retornó a su forma de daga. La espada de Alistair había quedado incrustada un par de centímetros en la compacta superficie del granero. Giró la muñeca y transmutó la espada látigo, que se retorció y salió del suelo para volver a formar una espiral sobre su mano.

El combate había tenido lugar en la pista central del inmenso granero de entrenamiento, cuyos viejos muros se alzaban alrededor del suelo de tierra, cubierto de paja. Pasaba luz natural a través de las cuatro grandes claraboyas del tejado de piedra y la brisa entraba por las puertas abiertas del granero, que dejaban ver un extenso prado.

Cuando su padre, el instructor principal, saltó al centro de la pista, Quin se percató de que el combate con Alistair había sido solo un calentamiento. La espada látigo que Briac blandía en la mano derecha era un juguete comparada con el arma que llevaba colgada sobre el pecho. La llamaban el «perturbador». Forjada en un metal iridiscente, parecía el cañón de un arma enorme, como un mortero. Quin clavó la vista en el arma, observando como destellaba el metal a medida que su padre se movía hacia la luz.

Miró a Shinobu y a John, que parecieron entender lo que pensaba: «Preparaos. No tengo ni idea de lo que pasará a partir de ahora».

—Ha llegado el momento —advirtió su tío Alistair a los tres aprendices—. Ya tenéis la edad. Alguno —añadió mirando a John— es incluso mayor de lo que debería.

John tenía dieciséis años, uno más que Quin y Shinobu. Según la cronología habitual ya tendría que haber prestado su juramento, pero él había comenzado a entrenarse más tarde, a los doce, en tanto que Quin y Shinobu se iniciaron a la edad de ocho años. Esto le suponía una fuente constante de frustración y, al escuchar el comentario de Alistair, se sonrojó, lo cual tuvo un efecto evidente sobre su pálida piel. John, un chico guapo de rasgos finos, ojos azules y pelo castaño con tímidos reflejos dorados, era fuerte y rápido. Quin estaba enamorada de él desde hacía un tiempo. John le dirigió una mirada interrogativa: «¿Estás bien?». Quin asintió.

—Hoy tenéis que haceros valer —continuó Alistair—. ¿Sois Seekers? ¿O sois unos pequeños trozos de boñiga de caballo que tendremos que barrer del suelo?

Shinobu alzó la mano y Quin sospechaba que diría: «Pues resulta que soy un trozo de boñiga de caballo, señor...».

—No estamos de broma, hijo —repuso Alistair, interrumpiendo el chiste de Shinobu antes de que pudiera empezar.

Shinobu, hijo del gigante pelirrojo que había intentado decapitarla, era su primo. Su madre era japonesa y en su rostro confluía lo mejor de Oriente y Occidente en una mezcla cercana a la perfección. Tenía el pelo lacio y de color rojo oscuro, y un cuerpo musculoso que superaba ya la media japonesa habitual. Bajó la vista al suelo a modo de disculpa por haberse tomado ese momento a la ligera.

—Para Quin y para ti puede que sea el último combate de prácticas —explicó Alistair a Shinobu—. Y tú, John, tienes la oportunidad de demostrar que este es tu sitio. ¿Entendido?

Todos asintieron. Sin embargo, los ojos de John estaban fijos en el perturbador que Briac llevaba atado al torso. Quin sabía lo que estaba pensando: «Es injusto». Y tenía razón. John era el mejor guerrero de los tres..., salvo cuando había un perturbador en juego.

—¿Te preocupa esto, John? —preguntó Briac golpeando la extrañ

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