La compañía negra. La primera crónica

Glen Cook

Fragmento

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1

Legado

«Ya basta de prodigios y portentos», dice Un Ojo. Debemos culparnos a nosotros mismos por malinterpretarlos. El impedimento de Un Ojo no perjudica en absoluto su maravillosa percepción.

Un relámpago surgido de un cielo despejado destruyó la Colina Necropolitana. Un rayo golpeó la placa de bronce que sella la tumba de los forvalakas y anuló la mitad del conjuro de confinamiento. Llovieron piedras. Las estatuas sangraron. Los sacerdotes en varios templos informaron de víctimas sacrificiales sin corazones o hígados. Una víctima escapó después de que fueran abiertas sus entrañas y no fue recapturada. En los Acuartelamientos de la Bifurcación, donde eran alojadas las Cohortes Urbanas, la imagen de Teux se volvió completamente del revés. Durante nueve noches consecutivas, diez buitres negros dieron vueltas sobre el Bastión. Luego uno expulsó al águila que vivía en la Torre de Papel.

Los astrólogos se negaban a hacer lecturas, temiendo por sus vidas. Un adivino loco vagaba por las calles proclamando el inminente fin del mundo. En el Bastión, el águila no solo se fue, sino que la hiedra de las defensas exteriores se marchitó y dio paso a una enredadera con un aspecto completamente negro excepto a la más intensa luz del sol.

Pero eso ocurre todos los años. En retrospectiva los estúpidos pueden convertir cualquier cosa en un presagio.

Deberíamos haber estado mejor preparados. Teníamos cuatro hechiceros modestamente buenos para montar guardia contra los mañanas depredadores..., aunque nunca en absoluto tan sofisticados como para adivinar a través de las entrañas de una oveja.

De todos modos, los mejores augurios son aquellos que adivinan a partir de los portentos del pasado. Compilan registros fenomenales.

Berilo se tambalea perpetuamente, a punto de caer al caos por un precipicio. La Reina de las Ciudades Joya era vieja y decadente y estaba loca, llena con el hedor de la degeneración y el deterioro. Solo un estúpido se sorprendería ante cualquier cosa que hallara arrastrándose por la noche por sus calles.

Tenía todos los postigos abiertos de par en par, rogando por una brisa procedente del puerto, pescado podrido incluido. No había viento suficiente ni para agitar una telaraña. Me sequé el rostro e hice una mueca a mi primer paciente.

—¿Retortijones de nuevo, Rizos?

Sonrió débilmente. Su rostro estaba pálido.

—Es el estómago, Matasanos. —Su cráneo se parece a un huevo de avestruz muy pulido. De ahí su nombre. Comprobé la lista de servicios. Nada que Rizos pudiera desear evitar—. La cosa está mal, Matasanos. De veras.

—Hum. —Adopté mi expresión profesional, seguro de lo que era. Su piel estaba fría, pese al calor—. ¿Has comido últimamente fuera de la comisaría, Rizos? —Una mosca se posó sobre su cabeza, se pavoneó allí como un conquistador. Él ni se dio cuenta.

—Sí. Tres, cuatro veces.

—Hum. —Mezclé una pócima lechosa de aspecto desagradable—. Bebe esto. Hasta el fondo.

Todo su rostro se frunció al primer sorbo.

—Mira, Matasanos, yo...

El olor del potingue me revolvió las tripas.

—Bebe, amigo. Dos hombres murieron antes de que ensayara esto. Luego Desgarbado lo tomó y vivió. —La noticia de aquello había corrido.

Bebió.

—¿Quieres decir que se trata de veneno? ¿Que el maldito Tristón me metió algo dentro?

—Tómatelo con calma. Te pondrás bien. Sí, parece que fue algo así. —Había tenido que abrir a Bisojo y al Salvaje Bruce para averiguar la verdad. Era un veneno sutil—. Échate aquí en la camilla donde te llegue la brisa..., si esa hija de puta viene alguna vez. Y quédate quieto. Deja que surta efecto.

Lo instalé.

—Ahora cuéntame lo que comiste fuera. —Tomé una pluma y un gráfico sujeto a una tablilla. Había hecho lo mismo con Desgarbado, y con el Salvaje Bruce antes de que muriera, y había conseguido que el sargento del pelotón de Bisojo rastreara sus movimientos. Estaba seguro de que el veneno había venido de una de las varias tabernas de mala muerte frecuentadas por la guarnición del Bastión.

Una de las comidas que enumeró Rizos encajaba con lo que ya había averiguado.

—¡Bingo! Ya tenemos a los bastardos.

—¿Quiénes? —Parecía dispuesto a arreglar las cosas él mismo.

—Tú descansa. Veré al capitán. —Palmeé su hombro, miré en la habitación contigua. Rizos era el único que tenía cita para la visita médica matutina.

Tomé el camino largo, por la Muralla Trejana, que domina el puerto de Berilo. A medio camino hice una pausa y miré al norte, pasados el espigón y el faro y la Isla Fortaleza en el Mar de las Tormentas. Velas multicolores salpicaban la sucia agua pardo grisácea mientras las embarcaciones costeras de un solo palo recorrían el entramado de rutas que unen las Ciudades Joya. En las capas superiores el aire era tranquilo, pesado y brumoso. No podía verse el horizonte. Pero encima del agua el aire estaba en movimiento. Siempre corría brisa alrededor de la Isla, aunque evitaba la orilla como si temiera la lepra. Más cerca, el incesante girar de las gaviotas era lánguido e indiferente, como prometía ser el día para la mayoría de los hombres.

Otro verano al servicio del Síndico de Berilo, sudoroso y sucio, protegiéndole sin que te lo agradeciera de los rivales políticos y de sus indisciplinadas tropas nativas. Otro verano partiéndote el culo por tipos como Rizos. La paga era buena, pero no para el alma. Nuestros antepasados se sentirían azarados de ver que habíamos caído tan bajo.

Berilo es miseria coagulada, pero también antigua e intrigante. Su historia es un pozo sin fondo lleno de lodosa agua. A veces me divierto sondeando sus oscuras profundidades, intentando aislar los hechos de la ficción, la leyenda y el mito. No es tarea fácil, porque los primeros historiadores de la ciudad la escribieron con un ojo puesto en complacer a los poderes de la época.

El período más interesante, para mí, es el reino antiguo, que es el menos satisfactoriamente cubierto por las crónicas. Fue entonces, en el reinado de Niam, cuando llegaron los forvalakas, fueron vencidos tras una década de terror y fueron confinados en su oscura tumba arriba en la Colina Necropolitana. Ecos de ese terror persisten todavía en el folclore y en las advertencias maternas a los hijos díscolos. Nadie recuerda ahora qué eran los forvalakas.

Seguí andando, desesperado de ganarle al calor. Los centinelas, a la sombra de sus garitas, llevaban toallas alrededor del cuello.

Me sorprendió una brisa. Miré hacia el puerto. Un barco estaba rodeando la Isla, una gran y pesada bestia que empequeñecía las barcas de pesca y las falúas. Un cráneo plateado destacaba en el centro de su hinchada vela negra. Los rojos ojos de ese cráneo relucían. Ardían fuegos detrás de sus rotos dientes. Una brillante banda de plata rodeaba el cráneo.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó un guardia.

—No lo sé, Albo. —El tamaño del barco me impresionó más que su llamativa vela. Los cuatro hechiceros menores que teníamos en la Compañía podían igualar aquella espectacularidad. Pero nunca había visto una galera con cinco hileras de remos.

Recordé mi misión.

Llamé a la puerta del capitán. No respondió. Entré y lo encontré

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