El año de gracia

Kim Liggett

Fragmento

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La sigo a través del bosque, por un camino muy trillado que he recorrido mil veces. Helechos, orquídeas silvestres y cardos, con las misteriosas flores rojas que jalonan el sendero. Cinco pétalos, perfectamente formados, como hechos a propósito para nosotras. Un pétalo por las chicas en año de gracia, un pétalo por las esposas, uno por las trabajadoras, uno por las mujeres de las afueras y uno por ella.

La niña vuelve la cabeza, me mira por encima del hombro y me sonríe, confiada. Me recuerda a alguien, pero no le pongo nombre ni cara. Tal vez se trate de un recuerdo lejano de una vida pasada, tal vez de una hermana pequeña a la que nunca conocí. El rostro con forma de corazón, una pequeña marca de nacimiento roja bajo el ojo derecho. Facciones delicadas, como las mías, pero esta niña de delicada no tiene nada. En sus ojos, de un gris acerado, hay ferocidad. Tiene el pelo oscuro y rapado casi al raso. No sabría decir si es un castigo o un gesto de rebeldía. No la conozco, pero, curiosamente, sé que la quiero. No como mi padre quiere a mi madre; el mío es un amor protector y puro, el mismo que sentía por los petirrojos que estuve cuidando el invierno pasado.

Llegamos al claro, donde se han congregado mujeres de toda condición, todas con la florecita roja prendida sobre el corazón. No hay riñas ni miradas envenenadas; todas han venido a reunirse en paz y armonía. Con la unidad por bandera. Somos hermanas, hijas, madres, abuelas, juntas en nombre de una necesidad común, más importante que nosotras mismas.

— Somos el sexo débil, pero eso se acabó — dice la niña.

Las demás responden con un clamor que les sale de lo más hondo.

Pero yo no tengo miedo, sólo siento cierto orgullo. La chica es la elegida. Ella lo va a cambiar todo, y, de algún modo, yo formo parte de ese cambio.

— Este camino se ha pavimentado con sangre, la sangre de las nuestras, pero no ha sido en vano. Este año, el año de gracia toca a su fin.

Al expulsar el aire de los pulmones, ya no me encuentro en el bosque, ni con la niña, sino aquí, en esta habitación asfixiante, en mi cama, con mis hermanas mirándome con ojos ávidos.

—¿Qué ha dicho? — pregunta Ivy, una de las mayores, con las mejillas encendidas.

— Nada — responde June, apretándole la muñeca —. No hemos oído nada.

Madre entra en mi cuarto y mis hermanas pequeñas, Clara y Penny, me achuchan para que salga de la cama. Miro a June con agradecimiento por apaciguar la situación, pero ella rehúye mi mirada. No quiere mirarme, o no puede. No sé qué es peor.

No nos está permitido soñar. Los hombres creen que es nuestra forma de ocultar nuestra magia. Tener sueños bastaría para que me castigaran, pero si alguien llegara a enterarse de con qué soñaba, acabaría en la horca sin remedio.

Mis hermanas me conducen al cuarto de costura, revoloteando a mi alrededor como un puñado de gorriones bulliciosos. Me empujan. Me arrastran.

— Aflojad — acierto a decir mientras Clara y Penny tiran con fuerza de los cordones del corsé con un júbilo un tanto excesivo.

Creen que esto es un juego. No entienden que dentro de pocos años les tocará a ellas. Les doy un cachete.

—¿No podéis ir a torturar a otra?

— Deja de quejarte — dice mi madre, y paga su frustración con mi cuero cabelludo mientras acaba de hacerme la trenza —. Tu padre te ha consentido demasiado todos estos años, dejándote ir por ahí con los vestidos llenos de barro y las uñas siempre sucias. Por una vez, te vas a enterar de lo que es ser una dama.

— No sé para qué te molestas. — Ivy se pavonea ante el espejo, exhibiendo su barriga, cada vez más hinchada —. Nadie en su sano juicio le daría un velo a Tierney.

—Pues que así sea —dice mi madre mientras coge los cordones del corsé y aprieta aún más—. Pero al menos esto me lo debe.

Fui una niña obstinada, más curiosa de lo que me convenía, siempre en las nubes, una niña sin decoro... entre otras cosas. Y seré la primera chica de nuestra familia que entra en su año de gracia sin un velo.

No hace falta que mi madre lo diga. Cada vez que me mira, siento su resentimiento. Su furia contenida.

— Aquí está.

June, la mayor de mis hermanas, vuelve a entrar en la habitación, con un vestido azul noche de seda cruda y escote orlado con perlas de almeja de río. Es el mismo vestido que llevó el día de su imposición del velo, hace cuatro años. Huele a lilas y a miedo. Las lilas blancas fueron las flores que eligió para ella su pretendiente, son el símbolo del amor temprano, de la inocencia. Es muy generoso por su parte prestármelo, pero así es June. Ni el año de gracia iba a quitarle eso.

Todas las demás chicas de mi año lucirán hoy vestidos nuevos de volantes y encajes, la última moda, pero mis padres no iban a ser tan tontos como para malgastar sus recursos en mí. Mis perspectivas son malas. Ya me he asegurado yo de que así sea.

Este año, en el condado de Garner hay doce jóvenes candidatos: hijos de familias acomodadas, de buena posición. Y treinta y tres chicas.

Hoy se supone que hemos de pasearnos por la ciudad, para que los chicos nos puedan dar un último repaso antes de reunirse con los hombres en el granero mayor para mercadear con nuestros destinos y cerrar tratos como si fuéramos ganado, lo que no se aleja mucho de la realidad, considerando que nada más nacer nos marcan con el sello de nuestro padre en la planta del pie. Cuando todos hayan reclamado a su pareja, los padres entregarán los velos a las chicas, que nos habremos reunido en la iglesia, a esperar, y lo harán imponiendo en silencio los vaporosos espantos en la cabeza de las elegidas. Y al día siguiente por la mañana, cuando formemos una fila en la plaza antes de irnos a cumplir con nuestro año de gracia, cada chico levantará el velo de la chica que ha elegido a modo de promesa de matrimonio, y las demás pasaremos a ser del todo prescindibles.

— Ya sabía yo que debajo de todo eso había una buena figura — dice mi madre, frunciendo los labios.

Las finas líneas que tiene alrededor de la boca se convierten en unos surcos profundos. Dejaría de hacerlo si supiera lo vieja que le hacen parecer. En el condado de Garner, sólo ser estéril es peor que ser vieja.

— Que me parta un rayo — prosigue mientras me embute el vestido por la cabeza — si alguna vez alcanzo a entender por qué has dilapidado tu belleza y la oportunidad de gobernar tu propia casa.

Se me engancha un brazo en la manga y empiezo a dar tirones.

— Deja de resistirte, o se va a...

El sofoco que le provoca oír la tela desgarrarse se le manifiesta en el cuello y luego se le desplaza hasta la mandíbula.

— Aguja e hilo — ordena a mis hermanas, que se apresuran a obedecer.

Yo trato de aguantarme la risa, pero cuanto más me esfuerzo más ganas me entran, y acabo prorrumpiendo en carcajadas. No valgo ni para ponerme un vestido como es debido.

— Adelante, tú ríete cuanto quieras, pero no te parecerá tan divertido cuando nadie te dé un velo y al volver de tu año de gracia te manden derecha a deslomarte en una casa de labor.

— Mejor que ser la esposa de alguien — mascullo

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