Vencedora 1 - Vencedora

Lesley Livingston

Fragmento

I

El vaho que emanaban los cuartos traseros de los caballos al galope se desvaneció en la niebla matutina. Nuestro carro de guerra corrió hacia el final lejano del Valle Olvidado y Maelgwyn Mano de Hierro —mi auriga, compañero constante y asiduo adversario— tiró con fuerza de las riendas.

—¡No! —grité—. ¡Más rápido! ¡Hazlos correr más!

Mael ni siquiera dedicó un segundo a echar la vista atrás por encima del hombro para mirarme. Sabía que discutir conmigo sería inútil. En lugar de eso, espoleó a los corceles y los dejó correr. Juntos, volamos por los terrenos como cuervos lanzándose al campo de batalla. Los caballos resoplaron y relincharon, sus cascos retumbaban por el camino de hierba y despedían niebla que emergía a oleadas a nuestro paso.

Yo estaba de pie detrás de Mael con una lanza bien agarrada en el puño derecho y los pies clavados en el armazón balanceante del carro en movimiento. El viento me resonaba en los oídos y el suelo apenas era una mancha bajo nuestras ruedas. Jamás habíamos ido tan rápido y el corazón me martilleaba en el pecho. Cambié de posición y me coloqué delante de Mael, avancé hasta plantarme en la barra plana que unía los dos caballos al carro.

—¡Fallon, vigila! —chilló Mael cuando me resbaló un pie por la madera.

Proferí un grito entre dientes cuando estuve a punto de caer y casi se me escapó la lanza. Agarré con fuerza el arma, recuperé el equilibrio y miré hacia las profundidades del valle, donde la tierra se elevaba y formaba una especie de cueva habitada por un ocupante tiempo atrás olvidado. Una única y tosca roca coronaba la cima redondeada y en la base de la colina habíamos apostado un objetivo alto como un hombre —un tocón recubierto de paja, envuelto con una tela y caracterizado como si fuera un soldado romano, con una mueca pintada en el rostro que revelara su mellada dentadura.

Sonreí burlona sintiendo que la emoción emanaba de mi piel. El viento me apartó el pelo de los ojos y pude verlo todo con claridad meridiana. Fue como si el tiempo se hubiese detenido y me estuviese esperando solamente a mí.

Con mucho cuidado, un pie delante del otro, recorrí el camino hacia el punto de tiro, al final de la barra que unía los caballos que iban a toda velocidad. Contuve la respiración hasta que pude sentir el ritmo de sus zancadas en mis huesos. Entonces alcé la lanza por encima del hombro y corrí por el poste del carro hasta que llegué a la altura de los hombros de los caballos galopantes, con los pies afianzados en los arneses de madera que unían el yugo al carro.

Mi objetivo de aquella mañana era tan simple como imposible: ejecutar la maniobra llamada el Vuelo de Morrigan, que recibía aquel nombre en honor a la diosa que volaba por los campos de batalla recogiendo las almas de los caídos dignos. Había contemplado a mi hermana mayor, Sorcha, intentarlo una y otra vez. La idea era correr por el angosto poste que había en medio de los caballos de un carro de guerra en marcha, arrojar una lanza, golpear el objetivo, mantener el equilibrio el tiempo necesario para que la lanza se sujetase y, después, correr de nuevo hacia la seguridad del carruaje. Era peligroso. Era emocionante.

Era el acto supremo de un verdadero guerrero cantii.

Y yo jamás había visto a nadie hacerlo. Ni siquiera a Sorcha.

La última vez que Mael y yo lo intentamos, perdí completamente el equilibrio y caí entre los caballos, apenas conseguí sujetarme a tiempo con un brazo y las rodillas. De haber caído, lo más probable es que me hubiese matado —pisoteada por los cascos y atropellada por las ruedas del carro. Sin embargo, la diosa no vio pertinente llevarme aquel día y Mael consiguió detener a los caballos antes de que yo cayera definitivamente. Las heridas tardaron semanas en curarse y Mael me había gritado durante casi media hora, se le puso la cara de color carmesí, y juró que jamás, en la vida, volveríamos a intentar una cosa así.

Él debería haber sabido que yo no le dejaría en paz hasta que lo intentáramos de nuevo.

Y ahí estábamos: avanzando a una velocidad vertiginosa por el Valle Olvidado, porque al romper el alba de ese mismo día, yo, Fallon, hija menor del Rey Virico, jefe de la tribu Cantii de Prydain, cumpliría diecisiete años; edad suficiente para que me hicieran miembro de la guardia de guerra de mi padre, como a mi hermana antes que a mí. Y estaba decidida a dominar el Vuelo de Morrigan antes de que ese momento llegara.

Y Mael, con sus inteligentes y diestras manos sujetando las riendas, me vería hacerlo.

En algún lugar del Otro mundo, imaginé a Sorcha mirándome también.

—En el campo de batalla eres un guerrero o eres un engorro —me sermoneó Sorcha una tarde, cuando mi espada de madera de entrenamiento se desvió un buen trecho del objetivo.

Ella ya había demostrado ser una de las mejores guerreras de la tribu Cantii, y esa fue una lección que siguió inculcándome sin descanso hasta el día que murió (asesinada en una escaramuza defendiendo la Isla de los Poderosos de las legiones invasoras de César).

—¿Eres un arma o un objetivo? —me preguntó Sorcha—. ¡Escoge, Fallon!

Y escogí... Ese día y cada uno de los que le siguieron.

El peso de la lanza en el hombro y la espada en la cadera me eran tan familiares como mi túnica y las botas o mi capa favorita. Tan reconfortantes como la áspera risa de mi padre o el ardiente fuego de su gran salón. Tan embriagador como una de las sonrisas lentas de Mael, que cada vez más a menudo parecían hechas solo para mí...

El retumbar de los cascos de los corceles me recorría las extremidades como las pulsaciones de la sangre. De un momento a otro, Mael tendría que conducir el carro en un giro cerrado para evitar los lados angulosos del montículo del Valle Olvidado.

«Ahora o nunca...».

Tensé los dedos con que sujetaba el mango de la lanza y vislumbré mejor el objetivo que tenía enfrente. Me incliné hacia delante con una rodilla doblada, sentí la oblicuidad de la lanza en un momento de perfecto equilibrio... y lancé. El delgado artefacto dibujó un arco en el aire, como un letal pájaro de presa, negro contra el cielo rosáceo del alba.

Contuve la respiración.

—¡Diana!

No fue perfecta (la lanza se clavó un palmo hacia la izquierda del lugar donde el corazón de un hombre de carne y hueso hubiera latido), pero a pesar de eso era un golpe certero y limpio. El grito eufórico de Mael me lo confirmó. Alcé los puños hacia el cielo en señal de victoria antes de estirar bien los brazos a ambos lados, extendidos como si fueran grandes alas. Por un instante me sentí como si realmente fuese la diosa Morrigan volando, descendiendo sobre un campo de batalla para recoger las almas de los gloriosos caídos.

Entonces, cuando Mael ya bajaba el ritmo para girar, uno de los corceles trastabilló.

El animal se tambaleó para recuperar el trote, y el yugo donde me aguantaba yo botó con él. Mi gesto d

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