Monstruo (Monstruo 1)

Michael Grant

Fragmento

monstruo-5

Shade Darby, hace cuatro años

—¡ES EL MONSTRUO!... —exclamó Shade Darby, dirigiéndose a nadie en particular.

El monstruo era una chica que parecía adolescente, pero que en realidad solo tenía unos cuantos días. Era conocida en el mundo entero porque la habían grabado en vídeo cuando le arrancó el brazo a un hombre y se lo comió. Con el hombre mirando, horrorizado y agonizando.

Ahora la chica, la criatura, el «monstruo», estaba cubierta de sangre de arriba abajo, en mitad de la carretera.

No había tráfico en aquella carretera. Desde hacía un año. Ese era el tiempo transcurrido desde que la cúpula cubrió la 101 de Perdido Beach y generó el desvío más largo del mundo.

Un día apareció la cúpula, así, de repente. Su esfera perfecta de más de treinta kilómetros de diámetro se extendía bajo tierra y se alzaba hasta el cielo. En medio de la cúpula había una central nuclear, pero abarcaba grandes extensiones de bosque, colinas, tierras cultivadas, el océano, y casi toda la ciudad de Perdido Beach, California, que quedaba en el extremo sur.

En cuanto apareció la cúpula, opaca e impenetrable a las personas, taladros, láseres y cargas huecas por igual, todos los mayores de quince años salieron expulsados de ella.

Expulsados.

Y reaparecieron en la playa, en la carretera, en el césped, en las casas, en las piscinas de la gente. Algunos resultaron heridos o murieron, al reaparecer justo delante de camiones que avanzaban a toda velocidad. Otros se ahogaron, al encontrarse de repente un par de kilómetros mar adentro. Algunos reaparecieron donde había objetos sólidos, con lo que un hombre quedó ensartado en una farola, como un kebab humano. Y otros quedaron del revés, por motivos que nadie entendió ni entonces ni más tarde.

Uno de los primeros científicos a quien llamaron para tratar de explicar este fenómeno increíble, imposible, y sin embargo espantosamente real, fue la doctora Heather Darby de la Northwestern University de Evanston, a las afueras de Chicago. Ella entendió enseguida que no sería cosa de un día, sino que tendría que dedicar meses o incluso años a estudiar la cúpula.

Así que la doctora Heather Darby hizo que su hija la acompañara, y juntas se alojaban en un complejo construido a toda prisa por los militares.

Shade Darby, de trece años, estaba encantada. Primero, porque allí estaba la playa. Evanston tenía playa, pero no podía compararse con los extensos arenales dorados al sur de Perdido Beach. Y luego por la emoción de encontrarse en un extenso complejo prefabricado que era un hervidero de soldados, policías, científicos y medios de comunicación, y donde por supuesto también se encontraban las familias de los cautivos en la cúpula.

Las familias. Todo el mundo sabía a qué se referían, con lo de «las familias». Salían todo el tiempo por la tele, las familias. Primero, histéricas; luego, enfadadas, y finalmente, deprimidas, resignadas y abatidas.

Pero lo que más impresionaba a Shade era la presencia abrumadora de la propia cúpula. Se trataba de un misterio tan profundo que ningún ser humano había llegado a entenderlo, ni siquiera su madre.

Después de varios meses, decidieron en secreto hacer explotar un pequeño dispositivo nuclear —esa era su denominación oficial, aunque para la gente normal sería una bomba— en el extremo oriental de la cúpula que daba al desierto. Fue lo primero que impactó realmente en la cúpula. Y el efecto que tuvo fue que... bueno, pues se convirtió en el mayor espectáculo del mundo, porque, de repente, la cúpula se volvió... transparente.

Cuando apareció la cúpula y expulsó a todos los mayores de quince años, se especuló que todos los menores debían de seguir dentro, pero nadie estaba seguro de ello. Muchos pensaban que la cúpula era una enorme bola sólida, como si fuera el cojinete más grande del mundo, ahí quieto. Pero la mayoría creía que unos 332 chavales, de catorce años a recién nacidos, estaban atrapados dentro.

¡Volaban las teorías!

La que más le gustaba a Shade Darby era la de que todos estaban dentro, todos esos niños. Quería creer que un poder benévolo cuidaba de ellos. Como la mayoría de la gente, Shade esperaba que, de algún modo, todos estuvieran bien.

Y entonces la cúpula se volvió transparente, y el mundo pareció centrarse en un solo lugar, pues todos los canales de televisión y páginas web de noticias del mundo enfocaron sus cámaras montadas en furgonetas, drones, helicópteros y satélites, y ya no hablemos de millones de teléfonos móviles individuales, hacia lo que quedaba al descubierto.

Sí, los niños estaban dentro. Pero no estaban bien. En absoluto. Estaban sucios, hambrientos, afectados mental y físicamente, e iban armados con todo tipo de cosas, desde bates de béisbol con pinchos hasta tuberías de plomo, cuchillos de cocina y lanzallamas caseros, escopetas y armas automáticas.

Y quedaban vivos muchos menos que 332.

Convertidos en niños salvajes, los chavales miraron fijamente a través de la cúpula, y el mundo les devolvió la mirada.

Una locura, un mundo distópico y salvaje que se remontaba a los orígenes del hombre.

Todo aquello no tardó en convertirse en un meme de moda en Twitter e Instagram: #cupula, #PerdidoBeach, #SDLM #niñosburbuja. Y entonces, cuando los de dentro consiguieron comunicarse con notas garabateadas que sujetaban ante las cámaras, el mundo descubrió cómo llamaban al interior de la cúpula y nació una nueva etiqueta: #ERA, el acrónimo mordaz que significaba Espacio Radiactivo Adolescente.

Pero la cúpula no había sido lo único en trastocar la realidad, porque enseguida quedó claro que los de dentro, no todos, pero sí algunos, habían adquirido poderes fantásticos. Poderes sobrenaturales. Poderes propios de un cómic. Poderes que no siempre usaban para el bien.

Shade había ido cada día desde que la cúpula se volvió transparente, y los observaba embelesada y a menudo horrorizada. Su madre le había prohibido acercarse a la cúpula, pero la chica era hija de dos científicos, por lo que llevaba la curiosidad en los genes. Así que cada día, en cuanto se aseguraba de que su madre estaba ocupada, Shade se hacía un moño para que no destacara su pelo caoba, se lo cubría con una gorra, y se escabullía de los lúgubres barracones en dirección a la cúpula, donde se sumaba a la multitud de familias.

Eran las familias quienes evitaban que todo aquello fuera solamente un espectáculo. Las familias sostenían carteles como «¿Conocéis a Mónica Cowell?» o «¿Está James Tipton a salvo?». Por favor, dime si mi hijo, mi hija, mi hermana, mi nieto, están sanos y salvos.

#Diquienhamuerto.

Muchos padres y abuelos se enteraron de que seguían rezando por alguien que hacía meses que había fallecido. De hambre. Del ataque de un animal. Por haberse suicidado. O porque lo habían asesinado.

Una chica flaca y pícara que se hacía llamar Brisa, y que se movía a una velocidad imposible, escribía carteles y los sostenía en alto para que les hicieran fotos.

«Lo siento. Su hijo, Hunter, está muerto».

«Lo siento. Su hija, Carla, murió hace ocho meses».

«Lo siento, lo siento, lo siento».

La vida no había resultado pacífica dentro de lo que los medios de comunicación, las autoridad

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