Villano (Monstruo 2)

Michael Grant

Fragmento

villano-10

 

capítulo 4

Y con el número uno tenemos a...

A LA GENERAL DE BRIGADA GWENDOLYN DiMarco no le gustaba la oficina que Tom Peaks había dejado en el Rancho, las instalaciones secretas de investigación y desarrollo en las colinas al este de Monterrey, California. Era demasiado soso, demasiado «oficinista», demasiado normal.

Normal. Pero no era esa una palabra aplicable al propio Tom Peaks. El resquemor por haberlo degradado lo llevó a ingerir una gran dosis de la roca, con lo que se transformó en una enorme criatura reptiliana que respiraba fuego y vomitaba lava, y arrasó con gran parte del puerto de Los Ángeles antes de que lo arrastrara al canal una criatura aún más rara y peligrosa hecha de ADN de estrella de mar.

Peaks había ocultado su locura interior y DiMarco pensó que su despacho tipo cubículo, en apariencia aburrido, formaba parte de su disfraz. Ella había elegido un espacio más cercano a la acción, y la acción en el Rancho transcurría, toda, bajo tierra. Y, en cualquier caso, tampoco es que le encantara el sol.

El despacho actual de DiMarco era una estructura singular que ocupaba un extremo de la gran caverna, y la combinación de cueva con excavación ocultaba toda su obra de los ojos electrónicos de satélites y drones. En los mapas satelitales de Google, el Rancho parecía lo que era antiguamente: unas instalaciones del ejército reaprovechadas.

«Debería llamarlo el Iceberg, no el Rancho», pensó DiMarco, y esbozó una sonrisa macabra ante lo que le parecía que era un buen chiste. Porque, en su mayor parte, estaba sumergido. Bueno, no sumergido en el agua, sino en la tierra. En el lodo. O bueno, en un agujero gigante en el lodo. Así que era un iceberg si te lo tomabas como...

En fin, que el humor no era, de entrada, la especialidad de DiMarco.

Su despacho formaba un rectángulo largo en principio pensado para los contratistas que habían excavado y construido las enormes instalaciones subterráneas. Su ubicación era especial en la medida en que estaba encaramado en un afloramiento de granito que formaba una plataforma de más de treinta metros por encima del suelo de la caverna y se encontraba a tan solo seis metros del techo de piedra escarpada. DiMarco había hecho que lo remodelaran completamente, claro, de manera que sustituyeron el revestimiento de material corrugado por cemento reforzado de más de veinte centímetros de grosor. Y también habían sustituido las ventanas pequeñas y sucias que ya bastaban al supervisor de la construcción por una sola ventana larga, que medía más de siete metros de lado a lado y metro ochenta de alto. Le habían añadido cristal blindado de nivel 8, claro, de algo más de seis centímetros de grueso, que haría rebotar cinco disparos del potente rifle de un francotirador.

Dentro del búnker —como habían apodado de inmediato al despacho de DiMarco— solo había dos paredes interiores. Una de ellas, en el extremo izquierdo, rodeaba al ayudante, la secretaria y el destacamento de seguridad de DiMarco. En el extremo derecho DiMarco tenía su baño privado.

Pero la oficina en sí ocupaba dos tercios de los metros cuadrados, y la dominaba un escritorio de acero enorme hecho con blindaje recuperado de un tanque ruso que había sufrido una desgracia en Ucrania. El escritorio estaba pintado de un verde soso, en contraste muy militar con el resto de la oficina, cubierta de caras alfombras persas y suntuosas estanterías de caoba repletas de todo lo que se había escrito sobre la Anomalía de Perdido Beach y el campo emergente de la exobiología, y gran cantidad de libros sobre aspectos misteriosos de la genética y su manipulación.

El mayor Mike Atwell, el ayudante de DiMarco, se acercó dando cinco largas zancadas desde su despacho hasta detenerse justo delante del escritorio de la general, donde simuló el movimiento de un pívot chasqueando brevemente los talones, y puso el informe matutino sobre su escritorio.

La copia en papel era una formalidad, claro; DiMarco ya tenía la versión digital en su ordenador.

—Siéntese, Mike —dijo DiMarco.

A los treinta y un años, graduado en West Point y doctorado no una, sino dos veces —en genética y en historia militar de China—, Atwell era un hombre que nunca tendría el buen aspecto que debería con su uniforme impecable hecho a medida. Se estaba engordando por la cintura, los hombros se le estaban poniendo más verticales que horizontales, y por desgracia tenía una cara de «empollón» que no se la aguantaba.

—Vamos a ver la lista de las diez prioridades —indicó DiMarco.

Atwell asintió y comenzó a recitar de memoria. Puede que no tuviera hombros, pero sí una memoria prodigiosa.

—Ya son más de diez —señaló Atwell. DiMarco lo fulminó con la mirada, pues detestaba que le dijeran lo que ya sabía—. Han visto a Vincent Vu, el que se hace llamar Abadón, el destructor, con su aspecto normal de chico en un 7-Eleven de Long Beach y en una tienda Target de Glendale, además de como Abadón; por motivos desconocidos ha destruido casi un kilómetro de aparcamiento de coches usados. Hay tres muertos.

DiMarco asintió.

—No estoy segura de que Vu sea el objetivo principal, pero prosiga.

—En segundo lugar, su predecesor, Tom Peaks. Lo llaman Dragón en la prensa, a veces Burning Man o Lagarto Caliente en las redes sociales.

—Él es el número uno —insistió DiMarco—. No se puede considerar solamente el daño causado, hay que tener en cuenta también su capacidad mental. Vu sí que tiene una enfermedad mental, y además es un adolescente, no sabe nada y desde luego no tiene planes más ambiciosos. Pero Peaks...

—Sí, señora —replicó Atwell, aunque no estaba nada convencido de que el otro fuera un mal menor—. En tercer lugar, tenemos a Shade Darby y su supervelocidad. Muy poderosa y muy lista, mala combinación. Hemos analizado los vídeos y creemos que puede alcanzar velocidades superiores a los mil kilómetros por hora, lo cual, según las condiciones atmosféricas, puede llegar a Mach 1, la velocidad de... —Atwell no continuó la frase, pues DiMarco lo miraba amenazante, como diciendo «Ya sé lo que quiere decir Mach 1».

—La siguiente es Dekka Talent. Es muy poderosa, bastante lista y tiene más experiencia en el combate físico real que cualquiera de los otros, y probablemente más que cualquier otro soldado en activo ahora, la verdad. En los medios de comunicación la llaman de todo: Gatsein, Gatzila, Lesbigatita.

DiMarco asintió, y su labio superior desapareció bajo el inferior, una expresión tensa que solía preceder a un arrebato de ira.

Pero no lo hubo. Aún no.

—En quinto lugar, está Aristotle Adamo, también llamado Armo.

—¡Yo hice a ese chico! —lo interrumpió DiMarco—. Le di un poder superior al que podría imaginarse, y le ofrecí... —Hizo un gesto con la mano para abarcar el mundo de placer que intentó invocar para controlar al niñato incontrolable. DiMarco se lo había tomado como algo personal: Dekka era el proyecto especial de Peaks; Armo, el suyo, y no le hacía ninguna gracia saber que parecían haberse aliado.

—El sexto es Hugo Rojas, también llamado Cruz. Es una mujer trans o un hombre de género fluido, aún no estamos seguros. Es seguidora, no lí

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