Hambre (Saga Olvidados 2)

Michael Grant

Fragmento

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Índice

 

 

 

 

Portada

Créditos

Dedicatoria

Mapas

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Dicecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidos

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Treinta y cuatro

Treinta y cinco

Treinta y seis

Treinta y siete

Treinta y ocho

Treinta y nueve

Cuarenta

Cuarenta y uno

Cuarenta y dos

Cuarenta y tres

Cuarenta y cuatro

Cuarenta y cinco

Cuarenta y seis

Cuarenta y siete

Tres días después

Otros títulos

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Para Katherine, Jake y Julia

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UNO

 

106 HORAS, 29 MINUTOS

 

 

 

SAM TEMPLE ESTABA subido a su tabla. Y había olas. Olas como Dios manda: blancas, espumosas, con aroma de sal, abruptas olas que chocaban y se arremolinaban.

Y allí estaba él unos sesenta metros mar adentro, en el lugar perfecto para atrapar una ola, boca abajo, con manos y pies en el agua, entumecido por el frío al tiempo que le ardía la espalda quemada y sumergida.

Quinn también estaba allí, vagueando a su lado, esperando una buena ola, esperando la ola que los levantara y arrojara hacia la playa.

Entonces Sam despertó, ahogándose por el polvo.

Parpadeó y recorrió con la mirada el paisaje seco que lo rodeaba. Miró instintivamente hacia el sudoeste, hacia el océano. Pero desde allí no se veía. Y hacía tiempo que no había ninguna ola.

Sam pensó que sería capaz de vender su alma a cambio de poder subirse a otra ola de verdad.

Se enjuagó el sudor de la frente con el reverso de la mano. El sol era como un soplete, demasiado cálido para la época del año en la que estaban. Sam había dormido demasiado poco. Tenía que encargarse de demasiadas cosas. Cosas. Siempre había cosas.

El calor, el ruido del motor, la sacudida rítmica del jeep al bajar por la carretera polvorienta: todo conspiraba para que volviera a cerrar los párpados. Los cerró totalmente de nuevo pero volvió a abrirlos mucho, obligándose a mantenerse despierto.

Pero el sueño que acababa de tener no se desvanecía, persistía en su memoria. Sam pensó que lo soportaría todo mucho mejor, el miedo constante, la carga aún más constante de trivialidades y responsabilidades, si todavía hubiera olas. Pero hacía tres meses que no había olas. No había ninguna ola, solo ondas.

Tres meses después del inicio de la ERA, Sam aún no había aprendido a conducir. Aprender a conducir habría sido otra cosa más que sumar, otro rollo, otra rallada. Así que Edilio Escobar conducía el jeep, y Sam iba de copiloto. En el asiento de atrás iba sentado, tieso y callado, Albert Hillsborough. Junto a él había un chaval llamado E. Z. que cantaba al ritmo de su iPod.

Sam se mesó el pelo, ya demasiado largo. Hacía más de tres meses que no se lo cortaba. La mano quedó sucia, salpicada de polvo. Por suerte todavía había electricidad en Perdido Beach, lo que significaba que había luz, y lo que puede que fuera aún mejor, agua caliente. Si no podía meterse en una ola fría, al menos podría darse una ducha larga y caliente cuando todos volvieran.

Una ducha. Y quizá pasar unos pocos minutos con Astrid, los dos solos. Y una comida. Bueno, una comida no. Una lata de algo viscoso sí, pero una comida no. Su desayuno apresurado había sido u

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