Imperio de lobos

Kayla Olson

Fragmento

Índice

Índice

DEDICATORIA

UNO

DOS

TRES

CUATRO

CINCO

SEIS

SIETE

OCHO

NUEVE

DIEZ

ONCE

DOCE

TRECE

CATORCE

QUINCE

DIECISÉIS

DIECISIETE

DIECIOCHO

DIECINUEVE

VEINTE

VEINTIUNO

VEINTIDÓS

VEINTITRÉS

VEINTICUATRO

VEINTICINCO

VEINTISÉIS

VEINTISIETE

VEINTIOCHO

VEINTINUEVE

TREINTA

TREINTA Y UNO

TREINTA Y DOS

TREINTA Y TRES

TREINTA Y CUATRO

TREINTA Y CINCO

TREINTA Y SEIS

TREINTA Y SIETE

TREINTA Y OCHO

TREINTA Y NUEVE

CUARENTA

CUARENTA Y UNO

CUARENTA Y DOS

CUARENTA Y TRES

CUARENTA Y CUATRO

CUARENTA Y CINCO

CUARENTA Y SEIS

CUARENTA Y SIETE

CUARENTA Y OCHO

CUARENTA Y NUEVE

CINCUENTA

CINCUENTA Y UNO

CINCUENTA Y DOS

CINCUENTA Y TRES

CINCUENTA Y CUATRO

CINCUENTA Y CINCO

CINCUENTA Y SEIS

CINCUENTA Y SIETE

CINCUENTA Y OCHO

CINCUENTA Y NUEVE

SESENTA

SESENTA Y UNO

SESENTA Y DOS

SESENTA Y TRES

SESENTA Y CUATRO

SESENTA Y CINCO

SESENTA Y SEIS

SESENTA Y SIETE

SESENTA Y OCHO

SESENTA Y NUEVE

SETENTA

SETENTA Y UNO

SETENTA Y DOS

SETENTA Y TRES

SETENTA Y CUATRO

SETENTA Y CINCO

SETENTA Y SEIS

SETENTA Y SIETE

SETENTA Y OCHO

SETENTA Y NUEVE

OCHENTA

OCHENTA Y UNO

OCHENTA Y DOS

OCHENTA Y TRES

OCHENTA Y CUATRO

OCHENTA Y CINCO

OCHENTA Y SEIS

OCHENTA Y SIETE

OCHENTA Y OCHO

OCHENTA Y NUEVE

NOVENTA

NOVENTA Y UNO

NOVENTA Y DOS

NOVENTA Y TRES

NOVENTA Y CUATRO

AGRADECIMIENTOS

DEDICATORIA

Para los que heredarán la tierra, especialmente

James, y para Andrew, sin quien este libro no existiría

UNO

UNO

NO ECHARÉ DE menos estas mañanas.

No echaré de menos la arena, el mar, el aire salobre. La madera astillada del paseo marítimo entablado, viejo y carcomido, que se me clava en la piel. No echaré de menos el sol, reluciente y cegador, un foco que me ilumina mientras observo y espero. No echaré de menos el silencio.

No, no echaré de menos estas mañanas en absoluto.

Día tras día, me escabullo hasta el paseo marítimo cuando aún reina la oscuridad. Me he esforzado mucho para que parezca que solo soy una chica a la que le encantan los amaneceres, una chica que nunca te devolvería un empujón. Al menos una de las dos cosas es cierta. Los Lobos que vigilan esta playa ya apenas se inmutan cuando me ven, una extraña muestra de indiferencia lograda gracias a mi constancia y mi paciencia. Dos años de constancia y paciencia, todas y cada una de las mañanas desde que nos arrancaron de las vidas que amábamos y nos metieron en gulags. Me siento donde los vigilantes puedan verme, donde yo pueda verlos, donde pueda verlo todo. Observo el agua, observo las olas. Observo más que el agua, más que las olas. Busco grietas.

No ha habido grietas. La rutina de los vigilantes ha sido siempre sólida, impenetrable, la única razón por la que todavía no me he lanzado. Pero lo haré, sin duda. Soy un ave, decidida a volar a pesar de las alas cortadas y las patas maltrechas. Esta jaula con forma de isla no me retendrá para siempre.

Un día, cuando la guerra termine, volveré a comer helados. Correré descalza por la playa sin miedo a pisar una mina. Entraré en una librería, o en una cafetería, o en cualquiera de los cientos de lugares que ahora están ocupados por los Lobos, y permaneceré allí sentada durante horas solo porque podré hacerlo. Haré todas esas cosas y muchas más. Si sobrevivo.

Siempre estoy lista para escapar, siempre a la espera de huir. Llevo mi pasado dondequiera que quepa: doblado a la espalda, colgado del cuello, bien enterrado en el bolsillo. Un libro amarillo destrozado. Un anillo pesado en una cadena pesada. Un vial de sangre y dientes. Mis manos vacías son mi ventaja: sin nada salvo mi propia piel para clavarme las uñas, sin nadie a quien aferrarme ya, soy libre para reclamar este mundo teñido de guerra. Si todo va según lo planeado, claro.

Puede que no resulte obvio para todo el mundo, pero las cosas están cambiando. Yo veo señales sutiles de ello por todas partes, para mejor y para peor a la vez. Mientras que en este puesto de la playa solía haber solo dos vigilantes, ahora hay cuatro. Mientras que antes los vigilantes caminaban con tranquilidad por ciertas zonas de la arena —se han encargado de advertirnos alto y claro dónde están enterradas las minas—, ahora caminan con precaución, en fila de a uno, si es que llegan a abandonar su puesto. Hasta la semana pasada, su puesto estaba equipado con una lancha motora color rojo sangre. Ahora han sustituido sus líneas puras por sencillez, y un velero verde sin florituras ocupa su lugar, destinado a desfavorecer a cualquiera que intente utilizarlo para escapar. Como si alguno de nosotros pudiera llegar hasta tan lejos sin saltar por los aires hecho pedazos.

Este cambio silencioso de rutina me asegura que los rumores son ciertos.

Alguien escapó la semana pasada, dice la gente. Alguien más planea intentarlo. Hoy, mañana, la semana que viene, el mes que viene, he oído de todo. Los rumores no tienen nada que ver conmigo: de lo contrario, jamás me permitirían estar aquí sentada, observándolo todo, como siempre. Esto ha funcionado exactamente tal como yo esperaba: que esté cerca de la playa les lleva a suponer que no estoy tramando nada, nada fuera de lo normal. Cambiar mi rutina resultaría sospechoso.

Ahora solo espero a que los vigilantes me den la espalda, como hacen a veces cuando van a buscar otra taza de caf

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