Mentes poderosas 1 - Mentes poderosas

Alexandra Bracken

Fragmento

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CAPÍTULO OCHO

 

 

 

El chico —no, la chica— abrió la boca para emitir un silencioso grito. A primera vista no habría podido decirlo, pero sin duda alguna era una chica, una niña, más bien. A juzgar por su altura tendría unos ocho años, nueve como mucho. Un bebé, prácticamente, ahogándose casi en el interior de una enorme camiseta con el anagrama de Indy 500, y un dibujo de una bandera a cuadros y un coche de carreras verde. Más curioso aún era que llevara unos guantes de goma de color amarillo chillón que le cubrían los brazos hasta la altura del codo, los típicos guantes que mi madre solía ponerse para limpiar el baño o lavar los platos.

Era una niña asiática, de pelo negro cortado al uno, que complementaba su vestuario con unos vaqueros masculinos holgados. Su cara era tan bonita, sin embargo, que podría confundirse con la de una muñeca. Sus carnosos labios en forma de corazón formaron una O perfecta para expresar su sorpresa al verme, y palideció de un modo tan drástico que las pecas que le cubrían la nariz y las mejillas se hicieron más visibles.

—¿De dónde sales? —conseguí decir.

El asombro de su rostro se transformó en terror. Con la mano que no tenía metida en una caja de barritas de regaliz de color rojo, cerró la puerta de golpe emitiendo un destello amarillo.

—¡Espera!

Empujé de nuevo para abrirla, a tiempo de verla salir hacia la lluvia por la puerta del otro lado del almacén. Corrí tras ella, echándome la mochila a los hombros mientras pasaba por delante de las diversas estanterías. La puerta se había quedado atrapada con una piedra, pero le arreé un puntapié y se abrió volando.

—¡Espera!

De los bolsillos y de la camiseta le sobresalían bolsas pequeñas de galletas saladas y patatas fritas.

Tenía todo el derecho del mundo a sentir pánico de aquella chica medio loca que la perseguía. Pero ya perdería luego el tiempo sintiéndome mal por ello; por el momento, mi cabeza había captado una oleada de esperanza y no estaba dispuesta a dejarla escapar por aquel aparcamiento. La niña tenía que venir de alguna parte, y si conocía la manera de salir de aquella ciudad, o un lugar donde esconderse hasta que Cate y los demás dejaran de buscarme, quería saberlo.

El solar situado en la parte posterior de la gasolinera era un aparcamiento de solo cuatro plazas, y una de ellas estaba ocupada por un camión de la basura volcado. En el interior oí sonidos de animalillos, pero pasé de largo y seguí corriendo sin apartar los ojos de la parte posterior de la camiseta gris de la niña. Corría tanto que acabó tropezando en el punto en que el asfalto irregular del solar se encontraba con la hierba. Extendí los brazos para cogerla, pero la niña consiguió recuperar el equilibrio a tiempo.

Estaba a dos pasos de agarrarla por la camiseta, cuando de pronto aceleró y echó a correr como una bala entre una pequeña arboleda que separaba la gasolinera de lo que parecía otra calle.

—¡Solo... solo quiero hablar contigo! —grité—. ¡Por favor!

Aunque lo que tendría que haberle dicho era «No te haré daño», o «No soy un soldado de las FEP», o cualquier cosa que hubiese servido para darle una pista de que estaba tan muerta de miedo como ella. Pero el pecho me ardía y, bajo el dolor que sentía en las costillas, notaba los pulmones oprimidos, tensos e inútiles. El botón del pánico saltaba al ritmo de mis pasos y me rebotaba contra la barbilla y los hombros. Tiré de él con tanta fuerza para arrancármelo, que el cierre de la cadena se partió.

La niña saltó sobre un árbol caído y sus zapatillas deportivas chapotearon en el barro. No puede decirse que las mías fueran más silenciosas, pero la voz de Martin superó el ruido que entre ambas pudiéramos hacer.

—¡Ruby!

Se me heló la sangre hasta tal punto que me dio la impresión de que había dejado de correr por mis venas. Jamás debería haberme girado para mirar por encima del hombro, pero lo hice, más por instinto que por miedo. No me di cuenta de que había dejado de mover los pies hasta que vi aparecer la forma redondeada de Martin por detrás de los árboles. Estaba tan cerca de mí que logré vislumbrar incluso el rubor que se había apoderado de su cara, pero él no me había visto. Todavía no.

—¡Ruby!

Cuando eché a correr de nuevo no esperaba encontrarme otra cosa que no fueran árboles y aire, pero allí estaba ella, a escasa distancia de mí. La niña se había colocado detrás de un árbol, no escondiéndose, aunque tampoco indicándome que me acercase a ella. Tenía los labios apretados en una línea tensa, y desviaba velozmente la mirada entre mi figura y la dirección de donde provenía la voz de Martin. Cuando eché a correr hacia ella, la niña despegó a tal velocidad que incluso levantó los dos pies del suelo a la vez. Asustada como un conejillo.

—Vamos —dije, jadeando y moviendo los brazos—. Solo quiero...

Dejamos atrás los árboles y llegamos a una calle desierta. En el lado opuesto de la calle sin salida había una hilera de casitas desvencijadas, cuyas ventanas protegidas con tablas parecían ojos a la funerala. Estaba segura de que el destino de la niña era la casa más próxima —la que tenía una valla de color gris y una puerta verde—, pero realizó un brusco giro hacia la derecha y corrió hacia el monovolumen aparcado junto a la acera.

Los parachoques, las puertas laterales y el techo estaban tan abollados que el coche no tenía arreglo. Eso sin contar los faros, descompuestos y rotos, y la pintura negra, desconchada por todas partes. Lo mejor conservado era el logotipo escrito en letra cursiva que alguien había pintado en la puerta corredera: «LIMPIEZAS BETTY JEAN».

Pero era un coche. Una salida. En aquel momento no se me ocurrió pensar en detalles logísticos, como si tenía o no tenía combustible, o si el motor arrancaría. Pero creo que, solo de verlo, fue como si a mi corazón le surgieran de repente un par de alas blancas y esponjosas que nadie conseguiría abatir.

La chica corría tanto que al llegar junto al monovolumen se estampó contra el panel lateral y salió rebotada. Cayó con fuerza en el suelo, pero se recuperó con mayor rapidez de lo que lo habría hecho yo. A continuación, acercó las dos manos enguantadas de amarillo al tirador y accionó la puerta corredera, que emitió un sonido capaz de hacer temblar a los pájaros posados en los tejados de las casas vecinas.

Llegué justo cuando ella cerraba la puerta y ponía el seguro.

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