CAPÍTULO UNO
En mi casa hay un espejo, está detrás de un panel corredero, en el vestíbulo de arriba. Nuestra facción me permite mirarme en él el segundo día de cada tercer mes, el día que mi madre me corta el pelo.
Me siento en el taburete y mi madre se pone detrás de mí con las tijeras. Los mechones caen en el suelo formando un anillo rubio pálido.
Cuando termina, me aparta el pelo de la cara y me lo recoge en un moño. Soy consciente de lo tranquila y concentrada que parece, tiene bien aprendido el arte de abstraerse. Ojalá pudiera decirse lo mismo de mí.
Espero a que no preste atención para echar un vistazo furtivo a mi reflejo, no por vanidad, sino por curiosidad. El aspecto de una persona puede cambiar mucho en tres meses. En mi imagen veo un rostro estrecho, ojos redondos y grandes, y una nariz larga y fina... Sigo pareciendo una niña, a pesar de que cumplí los dieciséis en algún momento de los últimos meses. Las otras facciones celebran los cumpleaños, pero nosotros no. Sería un exceso de indulgencia.
—Ya está —dice cuando termina con el moño.
Sus ojos se encuentran con los míos en el espejo y es demasiado tarde para apartar la mirada. Sin embargo, en vez de regañarme, sonríe a nuestra imagen. Frunzo un poquito el ceño: ¿por qué no me reprende por mirarme?
—Bueno, hoy es el día —dice.
—Sí.
—¿Estás nerviosa?
Me quedo un momento mirándome a los ojos en el espejo. Hoy es el día de la prueba de aptitud que me dirá a cuál de las cinco facciones pertenezco. Y mañana, en la Ceremonia de la Elección, me decidiré por una; decidiré el resto de mi vida; decidiré si me quedo con mi familia o la abandono.
—No —respondo—. Las pruebas no tienen por qué cambiar nuestra elección.
—Cierto —dice, y sonríe—. Vamos a desayunar.
—Gracias. Por cortarme el pelo.
Me da un beso en la mejilla y corre el panel para tapar el espejo. Creo que, en un mundo distinto, mi madre sería preciosa. Tiene pómulos altos y largas pestañas, y, cuando se suelta el pelo por la noche, la ondulada melena le cae sobre los hombros. Sin embargo, en Abnegación debe esconder su belleza.
Caminamos juntas hasta la cocina. En estas mañanas en las que mi hermano prepara el desayuno, la mano de mi padre me roza el pelo mientras lee el periódico y mi madre recoge la mesa tarareando es cuando me siento más culpable por querer abandonarlos.
El autobús apesta a humo de tubos de escape. Cada vez que da con un bache en el asfalto, me zarandea de un lado a otro, a pesar de que me sujeto al asiento para no moverme.
Mi hermano mayor, Caleb, está de pie en el pasillo, agarrado a la barra que tiene sobre la cabeza para no caerse. No nos parecemos. Él tiene el cabello oscuro y la nariz aguileña de mi padre, y los ojos verdes y los hoyuelos en las mejillas de mi madre. Cuando era más joven, esa combinación de rasgos resultaba extraña, pero ahora le queda bien. Si no fuera de Abnegación, seguro que las chicas del instituto se le quedarían mirando.
También ha heredado el talento de mi madre para el altruismo. En el autobús le ha dado su asiento a un maleducado hombre veraz sin pensárselo dos veces.
El hombre veraz lleva un traje negro con una corbata blanca, el uniforme estándar de su facción. En Verdad se valora la sinceridad y creen que todo es blanco o negro, por eso se visten con esos colores.
Los espacios entre los edificios empiezan a estrecharse y las calles a allanarse conforme nos acercamos al corazón de la ciudad. El edificio al que antes llamaban Torre Sears (nosotros lo llamamos el Centro) surge de entre la niebla como una columna negra en el horizonte. El autobús pasa bajo las vías elevadas. Nunca he montado en un tren, aunque no paran nunca y hay vías por todas partes. Solo los de Osadía los usan.
Hace cinco años, los obreros voluntarios de Abnegación volvieron a pavimentar algunas de las calles, empezaron en el centro de la ciudad y continuaron hasta que se quedaron sin material. Las calles de mi barrio siguen agrietadas y llenas de baches, y no es seguro conducir por ellas. De todos modos, no tenemos coche.
Caleb mantiene su plácida expresión mientras el autobús se agita y salta por la calle. La túnica gris se le resbala por el brazo al agarrarse a una de las barras para guardar el equilibrio. Por el movimiento constante de sus ojos, sé que está observando a la gente que nos rodea, que se esfuerza por verlos solo a ellos y olvidarse de sí mismo. En Verdad se valora la sinceridad, pero nosotros, los de Abnegación, valoramos el altruismo.
El autobús se detiene delante del instituto, así que me levanto y paso rápidamente por delante del hombre de Verdad. Tropiezo con sus zapatos y me agarro al brazo de Caleb para no caerme. Los pantalones me están demasiado largos y nunca he sido muy grácil.
El edificio de Niveles Superiores es el más antiguo de los tres colegios de la ciudad: Niveles Inferiores, Niveles Medios y Niveles Superiores. Como los edificios que lo rodean, está hecho de cristal y acero. Frente a él hay una gran escultura metálica por la que trepan los de Osadía después de clase, retándose entre ellos a subir cada vez más alto. El año pasado vi a uno caer y romperse una pierna. Yo fui la que corrí en busca de la enfermera.
—Hoy son las pruebas de aptitud —digo.
Caleb no me lleva un año entero, así que estamos en el mismo curso.
Asiente con la cabeza al entrar por la puerta principal y a mí se me tensan los músculos en cuanto lo hacemos; el ambiente parece querer comernos, como si todos los alumnos de nuestra edad intentaran devorar este último día. Es probable que no volvamos a caminar de nuevo por estos pasillos después de la Ceremonia de la Elección. Una vez que escojamos, las respectivas facciones se harán responsables del resto de nuestra educación.
Hoy reducen a la mitad la duración de cada clase para que asistamos a todas antes de las pruebas, que tendrán lugar después de la comida. Ya tengo el pulso acelerado.
—¿No te preocupa nada lo que te vayan a decir? —le pregunto a Caleb.
Nos detenemos en el pasillo, en el punto en el que él se irá por un lado, a Matemáticas Avanzadas, y yo por el otro, a Historia de las Facciones.
—¿Y a ti? —pregunta a su vez, arqueando una ceja.
Podría decirle que llevo semanas preocupada por lo que me dirá la prueba de aptitud: ¿Abnegación, Verdad, Erudición, Cordialidad u Osadía?
En vez de hacerlo, sonrío y respondo:
—La verdad es que no.
—Bueno..., que pases un buen día —dice, devolviéndome la sonrisa.
Me dirijo a la clase de Historia de las Facciones y me muerdo el labio inferior; no ha respondido a mi pregunta.
Los pasillos están abarrotados, aunque la luz que entra por las ventanas crea la ilusión de un espacio mayor; este es uno de los únicos lugares en los que se mezclan las facciones, a nuestra edad. Hoy, la multitud tiene una energía distinta, la demencia del último día.
Una chica de largo pelo rizado grita al lado de mi oreja para saludar a una amiga lejana. La manga de una chaqueta me da en la mejilla. Entonces, un chico de Erudición vestido con jersey azul me empuja, pierdo el equilibrio y caigo al suelo.
—¡Quítate de en medio, estirada! —me suelta antes de seguir andando por el pasillo.
Noto calor en las mejillas, me levanto y me sacudo el polvo. Unas cuantas personas se pararon cuando me caí, pero ninguna se ha ofrecido a ayudarme; sus ojos me siguen hasta el borde del pasillo. Hace meses que este tipo de cosas ocurren con los de mi facción: los de Erudición han estado publicando informes hostiles sobre Abnegación, y eso ha empezado a afectar a nuestra forma de relacionarnos en el instituto. Se supone que la ropa gris, el corte de pelo sencillo y el comportamiento sin pretensiones hacen que me sea más fácil olvidarme de mí y que los demás lo hagan también, pero ahora me convierten en un objetivo.
Me paro junto a una ventana del Ala E y espero a que lleguen los de Osadía. Lo hago todas las mañanas: a las 7:25 en punto, los osados demuestran su valor saltando de un tren en marcha.
Mi padre llama «demonios» a los de esa facción. Llevan piercings, tatuajes y ropa negra. Su principal misión es proteger la valla que rodea la ciudad. ¿De qué? Ni idea.
Deberían desconcertarme, debería preguntarme qué tiene que ver el valor (que es la virtud que más aprecian) con ponerse un aro de metal en la nariz. Sin embargo, no puedo quitarles la vista de encima allá donde van.
Se oye el silbato del tren y el sonido me retumba en el pecho. La luz fija en la parte delantera del vehículo se enciende y apaga al pasar a toda velocidad junto al instituto, chirriando sobre sus vías de hierro, y, cuando casi ha terminado de pasar, un éxodo en masa de jóvenes de ambos sexos vestidos con ropa oscura salta de los vagones en movimiento. Algunos caen y ruedan, otros dan unos cuantos pasos tambaleantes antes de recuperar el equilibrio; uno de los chicos rodea con un brazo los hombros de una chica mientras se ríe.
Contemplarlos es una estupidez. Doy la espalda a la ventana y me meto entre la gente para llegar a la clase de Historia de las Facciones.
CAPÍTULO DOS
Las pruebas empiezan después de comer. Nos sentamos en las largas mesas del comedor, y los encargados de las pruebas nos llaman de diez en diez, una persona en cada sala de examen. Me siento al lado de Caleb, frente a nuestra vecina, Susan.
El padre de Susan viaja por toda la ciudad a causa de su trabajo, así que tiene un coche y la lleva en él al instituto todos los días. También se ofreció para llevarnos y traernos a nosotros, pero, como dice Caleb, preferimos salir más tarde y no queremos causarle molestias.
Claro que no.
Los encargados de las pruebas son, sobre todo, voluntarios de Abnegación, aunque hay uno de Erudición en una de las salas y otro de Osadía en otra para hacernos las pruebas a los de Abnegación, ya que las reglas especifican que no puede examinarnos un miembro de nuestra misma facción. Las reglas también dicen que no podemos prepararnos de ninguna manera para la prueba, así que no sé qué esperar.
Dejo de mirar a Susan y observo las mesas de Osadía, al otro lado del comedor. Están riendo, gritando y jugando a las cartas. En otro grupo de mesas, los de Erudición charlan entre libros y periódicos, en su búsqueda constante de conocimiento.
Un grupo de chicas de Cordialidad vestidas de amarillo y rojo están sentadas en círculo sobre el suelo del comedor, en pleno juego de palmadas que va acompañado por una canción con rima. Cada pocos minutos oigo un coro de risas cuando eliminan a alguien, que tiene que sentarse en el centro del círculo. En la mesa de al lado, los chicos de Verdad hacen grandes gestos con las manos; parecen discutir, pero no debe de ser nada serio, ya que algunos siguen sonriendo.
En la mesa de Abnegación permanecemos sentados y esperamos. Las costumbres de la facción dictan que estemos todos tranquilos y sin hacer nada, y que dejemos a un lado las preferencias individuales. Dudo que todos los de Erudición quieran estudiar constantemente o que todos los de Verdad disfruten de un debate animado, pero, al igual que me pasa a mí, no pueden desafiar las normas de sus facciones.
Llaman a Caleb en el siguiente grupo. Él avanza con confianza hacia la salida. No tengo que desearle buena suerte ni que asegurarle que no hay por qué ponerse nervioso. Él es consciente de cuál es su lugar y, por lo que yo sé, siempre ha sido así. Mi primer recuerdo de él es de cuando teníamos cuatro años y me regañó por no darle mi cuerda de saltar en el patio a una niñita que no tenía nada con que jugar. Ya no suele darme sermones, aunque tengo grabada en la memoria su cara de desaprobación.
He intentado explicarle que mis instintos no son como los suyos (a mí ni se me habría ocurrido ofrecer mi asiento al hombre de Verdad del autobús), pero no lo entiende. Siempre dice: «Tú haz lo que se supone que debes hacer». A él le resulta sencillo. A mí también debería resultármelo.
Noto una punzada en el estómago. Cierro los ojos y los mantengo cerrados hasta que pasan diez minutos y Caleb regresa a la mesa.
Está blanco como la cal; se pone a restregarse las piernas con las palmas de las manos, como hago yo cuando me limpio el sudor, y, cuando las vuelve a sacar, le tiemblan los dedos. Abro la boca para preguntarle algo, pero no me salen las palabras. No se me permite preguntarle por los resultados, y él no puede decírmelos.
Un voluntario de Abnegación recita la siguiente ronda de nombres. Dos de Osadía, dos de Erudición, dos de Cordialidad, dos de Verdad y:
—De Abnegación: Susan Black y Beatrice Prior.
Me levanto porque se supone que tengo que hacerlo, aunque, de ser por mí, me habría quedado sentada el resto del día. Es como si tuviera una burbuja en el pecho que se dilatara por segundos y amenazara con romperme desde dentro. Sigo a Susan a la salida. Es muy probable que las personas junto a las que paso no sepan diferenciarnos, ya que llevamos la misma ropa y el pelo rubio cortado de la misma manera. La única diferencia es que Susan no tendrá ganas de vomitar y, por lo que veo, a ella no le tiemblan las manos tanto como para tener que disimularlo agarrándose el borde de la falda.
Al otro lado de las puertas del comedor nos espera una fila de diez salas. Solo se usan para las pruebas de aptitud, así que nunca he entrado en una de ellas. A diferencia del resto de aulas del instituto, están separadas por espejos, en vez de por cristal. Me contemplo, pálida y aterrada, al dirigirme a una de las puertas. Susan me sonríe con aire nervioso antes de entrar en la sala 5, y yo me meto en la 6, donde una mujer de Osadía me espera.
No tiene un aspecto tan estricto como el de los jóvenes de su facción que he visto. Sus ojos son pequeños, oscuros y angulares, y lleva una americana negra (como las de los trajes de los hombres) y vaqueros. Hasta que se vuelve para cerrar la puerta no me doy cuenta de que tiene un tatuaje en la nuca, un halcón blanco y negro con un ojo rojo. Si no me hubiera migrado el corazón a la garganta, le habría preguntado por lo que significaba; debe de significar algo.
El interior de la habitación está forrado de espejos. Veo mi reflejo desde todos los ángulos: la tela gris que oscurece la forma de mi espalda, mi largo cuello, mis manos nudosas y enrojecidas. El techo brilla con una luz blanca. En el centro del cuarto hay un sillón con el respaldo abatido, como el de los dentistas, con una máquina al lado. Parece un lugar en el que ocurren cosas terribles.
—No te preocupes —dice la mujer—, no duele.
Su pelo es negro y liso, aunque, gracias a la luz, veo que tiene algunos mechones grises.
—Siéntate y ponte cómoda. Me llamo Tori.
Me siento con torpeza en el sillón y me recuesto. Las luces me hacen daño en los ojos. Tori se pone a manipular la máquina que tengo al lado, y yo intento concentrarme en ella y no en los cables que lleva en las manos.
—¿Por qué un halcón? —suelto cuando ella me coloca un electrodo en la frente.
—Nunca había conocido a un abnegado curioso —responde, arqueando una ceja.
Me estremezco y el vello de los brazos se me pone de punta. Mi curiosidad es un error, una traición a los valores de mi grupo.
Mientras tararea un poco, me pone otro electrodo en la frente y explica:
—En algunas partes del mundo antiguo, el halcón era el símbolo del sol. Cuando me hice esto supuse que, si llevaba el sol siempre conmigo, nunca temería la oscuridad.
Intenté evitar preguntar otra cosa, pero no lo conseguí.
—¿Te da miedo la oscuridad?
—Me daba miedo la oscuridad —me corrige mientras se pone el siguiente electrodo en la frente y lo une a un cable; después, se encoge de hombros—. Ahora me recuerda el miedo que he superado.
Se pone detrás de mí. Aprieto los reposabrazos con tanta fuerza que mis nudillos dejan de estar rojos. Tori tira hacia ella de algunos cables, me los pone, se los pone y los engancha a la máquina que tiene detrás. Después me da un frasco lleno de líquido transparente.
—Bébete esto —me dice.
—¿Qué es? —pregunto; noto la garganta hinchada y trago saliva con dificultad—. ¿Qué va a pasar?
—No te lo puedo decir. Confía en mí.
Consigo expulsar el aire de los pulmones y me echo en la boca el contenido del frasco. Cierro los ojos.
Cuando los abro ha pasado solo un instante, pero me encuentro en otro sitio. Estoy de nuevo en el comedor del instituto, aunque las largas mesas están vacías y a través de las ventanas veo que está nevando. En la mesa que tengo delante hay dos cestas: en una hay un trozo de queso y, en la otra, un cuchillo tan largo como mi antebrazo.
Detrás de mí, una voz de mujer me dice:
—Elige.
—¿Por qué?
—Elige —repite.
Miro atrás, pero no hay nadie. Me vuelvo hacia las cestas.
—¿Qué haré con ellas?
—¡Elige! —me grita.
Cuando me grita noto que el miedo desaparece y lo sustituye la tozudez. Frunzo el ceño y me cruzo de brazos.
—Como prefieras —dice ella.
Las cestas desaparecen, oigo el chirrido de una puerta y me vuelvo para ver quién es. Pero no es alguien, sino algo: un perro con un hocico alargado está a pocos metros de mí. Se agacha y avanza enseñándome los dientes; de lo más profundo de su garganta surge un gruñido, y entonces entiendo para qué me habría servido el queso. O el cuchillo. Sin embargo, ya es demasiado tarde.
Pienso en correr, pero el perro será más rápido que yo. No puedo luchar con él y tirarlo al suelo. Se me acelera el corazón, tengo que decidirme. Si salto sobre una de las mesas y la uso de escudo... No, soy demasiado baja para saltar por encima y no tengo la fuerza suficiente para tirarla.
El perro ladra y casi noto la vibración del sonido en el cráneo.
Mi libro de Biología decía que los perros huelen el miedo por una sustancia química que segregan las glándulas humanas en momentos de tensión, la misma sustancia química que segrega la presa de un perro. Oler el miedo los impulsa a atacar. El perro se acerca más, oigo sus uñas arañar el suelo.
No puedo correr, no puedo luchar, así que huelo el asqueroso aliento del perro e intento no pensar en lo que habrá comido. En sus ojos no hay blanco, solo un brillo negro.
¿Qué más sé sobre perros? No debería mirarlo a los ojos, es un signo de agresión. Recuerdo haber pedido a mi padre un perro cuando era pequeña, y ahora, mirando al suelo frente a las patas de uno, no recuerdo por qué. Se acerca más, sigue gruñendo. Si mirarlo a los ojos es un signo de agresión, ¿qué sería un signo de sumisión?
Tengo la respiración alterada, aunque firme. Me pongo de rodillas. Lo que menos me apetece en el mundo es tumbarme en el suelo delante del perro (de modo que sus dientes estén a la altura de mi cara), pero es mi mejor opción, así que estiro las piernas detrás de mí y me apoyo en los codos. El perro se acerca más, cada vez más, hasta que noto su cálido aliento en el rostro. Me tiemblan los brazos.
Me ladra en la oreja y aprieto los dientes para no gritar.
Algo rasposo y húmedo me toca la mejilla. El perro deja de gruñir y, cuando levanto la cabeza para mirar, está jadeando: me ha lamido la cara. Frunzo el ceño y me siento sobre los talones, y el perro me pone las patas sobre las rodillas y me lame la barbilla. Hago una mueca, me limpio la saliva de la piel y me río.
—En realidad no eres una bestia asesina, ¿eh?
Me levanto poco a poco para no sobresaltarlo, pero parece un animal distinto al que se me había enfrentado unos segundos antes. Extiendo un brazo con cuidado, por si tengo que retirarlo rápidamente, y el perro me acaricia la mano con la cabeza. De repente me alegro mucho de no haber elegido el cuchillo.
Parpadeo y, cuando abro los ojos, al otro lado del cuarto hay una niña con un vestido blanco. La niña extiende los dos brazos y chilla:
—¡Cachorrito!
Mientras corre hacia el perro que tengo al lado, abro la boca para advertirla, pero es demasiado tarde: el perro se vuelve y, en vez de gruñir, ladra y sus músculos se contraen como un muelle, listo para saltar. No me lo pienso, solo reacciono: me lanzo sobre el perro y le rodeo el grueso cuello con los brazos.
Me doy con la cabeza contra el suelo. El perro ha desaparecido, al igual que la niña. Estoy sola en la sala de la prueba, que se ha quedado vacía. Me doy la vuelta lentamente y no me veo en los espejos. Abro la puerta y salgo al pasillo, pero no es un pasillo, sino un autobús, y todos los asientos están ocupados.
Me quedo en el pasillo y me agarro a una barra. Cerca de mí hay un hombre sentado leyendo el periódico. No le veo la cara por encima del periódico, aunque sí las manos, que están llenas de cicatrices, como si se las hubiera quemado, y se aferran al papel como si quisiera arrugarlo.
—¿Conoces a este tío? —pregunta, dando unos golpecitos en la portada del periódico; en el titular se lee: «¡Brutal asesino atrapado por fin!».
Me quedo mirando la palabra «asesino». Hace mucho tiempo que no la leía, pero incluso su forma me aterroriza.
En la fotografía, bajo el titular, se ve a un joven de cara normal con barba. Me da la impresión de que lo conozco, aunque no recuerdo de qué, y, a la vez, me da la impresión de que sería mala idea decírselo al hombre.
—¿Y? —insiste, enfadado—. ¿Lo conoces?
Una mala idea, no, una idea malísima. El corazón me late muy deprisa y me agarro a la barra para que no me tiemblen las manos y no delatarme. Si le digo que conozco al hombre del artículo, me sucederá algo horrible, pero puedo convencerlo de que no lo conozco. Puedo aclararme la garganta y encogerme de hombros, aunque eso sería mentir.
Me aclaro la garganta.
—¿Lo conoces? —repite.
Me encojo de hombros.
—¿Y?
Me estremezco. Mi miedo es irracional; esto no es más que una prueba, no es real.
—No —respondo, como si nada—. No tengo ni idea de quién es.
Se levanta y por fin le veo la cara: lleva gafas de sol oscuras y tuerce la boca como si gruñera. Tiene la mejilla repleta de cicatrices, como las manos. Se inclina sobre mí, cerca de mi cara, y el aliento le huele a cigarrillos. «No es real —me recuerdo—. No es real.»
—Mientes —dice—. ¡Estás mintiendo!
—No.
—Te lo veo en los ojos.
—No puedes —respondo, poniéndome más derecha.
—Si lo conoces podrías salvarme —insiste en voz baja—. ¡Podrías salvarme!
—Bueno —respondo, decidida, y entrecierro los ojos—, pues no lo conozco.
CAPÍTULO TRES
Me despierto con las palmas de las manos sudorosas y una punzada de culpabilidad en el pecho. Estoy tumbada en el sillón de la habitación de los espejos. Echo la cabeza atrás y veo a Tori detrás de mí; tiene los labios apretados y está quitándonos a las dos los electrodos de la cabeza. Espero a que diga algo sobre la prueba, que ha terminado o que lo he hecho bien, aunque ¿cómo iba a hacerlo mal en una prueba de este tipo? Sin embargo, no me dice nada, se limita a quitarme los cables de la frente.
Me echo hacia delante y me seco las manos en los pantalones. Debo de haber hecho algo mal, aunque solo haya ocurrido en mi cabeza. ¿Tiene Tori esa expresión tan extraña porque no sabe cómo decirme lo mala persona que soy? Ojalá lo soltara de una vez.
—Esto ha sido desconcertante —dice al fin—. Perdona, ahora mismo vuelvo.
¿Desconcertante?
Me llevo las rodillas al pecho y escondo la cara en ellas. Tengo ganas de llorar, porque las lágrimas me ayudarían a descargarme un poco, pero no lo hago. ¿Cómo se puede suspender una prueba para la que no te dejan prepararte?
Me pongo más nerviosa conforme pasan los segundos. Tengo que limpiarme las manos constantemente porque no dejan de sudar... ¿o es porque hacerlo me calma? ¿Y si me dicen que no encajo en ninguna facción? Tendría que vivir en la calle, con los abandonados. No puedo hacerlo. Vivir sin una facción no es solo vivir en la pobreza y la incomodidad, es vivir al margen de la sociedad, separado de lo más importante que hay en la vida: la comunidad.
Mi madre me dijo una vez que no podemos sobrevivir solos, pero que, aunque pudiéramos, no querríamos hacerlo. Sin facción, no tenemos ni objetivo ni razón para vivir.
Sacudo la cabeza, no debo pensar así, tengo que mantener la calma.
Por fin se abre la puerta y entra Tori. Me agarro a los brazos del sillón.
—Siento haberte preocupado —me dice; se queda de pie, con las manos en los bolsillos, y parece tensa y pálida—. Beatrice, los resultados de tu prueba no han sido concluyentes. Normalmente, cada etapa de la simulación elimina una o más facciones, pero, en tu caso, solo se han descartado dos.
—¿Dos? —pregunto, mirándola; tengo la garganta tan cerrada que apenas puedo hablar.
—Si hubieras demostrado un desprecio automático por el cuchillo y elegido el queso, la simulación te habría llevado a otro escenario para confirmar tu aptitud por Cordialidad. Como eso no pasó, Cordialidad queda descartada —explica Tori, rascándose la nuca—. La simulación suele progresar de manera lineal, aislando una facción y descartando el resto. Las elecciones que has hecho ni siquiera permitían descartar Verdad, que era la siguiente posibilidad, así que tuve que alterar la simulación para ponerte en el autobús. Y, ahí, tu insistencia en mentir descartó Verdad. No te preocupes —añadió, sonriendo a medias—. Solo los veraces son sinceros en esa situación.
Uno de los nudos de mi pecho se suelta; quizá no sea tan mala persona.
—Bueno, supongo que eso no es del todo cierto: son sinceros los de Verdad... y los de Abnegación —se corrige—. Y eso nos supone un problema.
Se me abre la boca.
—Por un lado, te lanzaste sobre el perro en vez de dejar que atacara a la niña, lo que es una respuesta típica de Abnegación. Sin embargo, por el otro, cuando el hombre dijo que la verdad lo salvaría, seguiste negándote a contarla. No es una respuesta de Abnegación —explica, suspirando—. No huir del perro sugiere Osadía, pero también elegir el cuchillo, cosa que no hiciste. —Se aclara la garganta antes de seguir hablando—. Tu inteligente respuesta al perro indica una fuerte afinidad con Erudición. No tengo ni idea de cómo interpretar tu indecisión en la primera etapa, pero...
—Espera —la interrumpo—, entonces, ¿no tienes ni idea de cuál es mi aptitud?
—Sí y no. Mi conclusión es que demuestras tener igual aptitud para Abnegación, Osadía y Erudición. Las personas con esta clase de resultados son... —empieza a decir, pero vuelve la vista atrás antes de hacerlo, como si esperara que apareciese alguien—. Se les llama... divergentes.
Dice la última palabra tan bajo que casi no la oigo, y Tori vuelve a ponerse tensa y a mirar detrás de ella. Rodea el sillón y se acerca más a mí.
—Beatrice, no debes compartir esta información con nadie, bajo ninguna circunstancia. Es muy importante.
—Se supone que no debemos revelar nuestros resultados —respondo, asintiendo con la cabeza—. Ya lo sé.
—No —insiste ella, arrodillándose al lado del sillón para apoyarse en el reposabrazos; nuestras caras están a pocos centímetros de distancia—. Esto es distinto, no me refiero a ahora; quiero decir que no debes contárselo a nadie nunca, pase lo que pase. La divergencia es extremadamente peligrosa. ¿Lo entiendes?
No lo entiendo, ¿por qué iban a ser peligrosos unos resultados no concluyentes? Sin embargo, asentí. De todos modos, no quería contarle lo de mis resultados a nadie.
—Vale.
Levanto las manos de los brazos del sillón y me levanto, algo inestable.
—Te aconsejo que vuelvas a casa —dice Tori—. Tienes mucho en qué pensar y quizá no te beneficie esperar con los demás.
—Tengo que decirle a mi hermano que me voy.
—Yo se lo diré.
Me toco la frente y me quedo contemplando el suelo al salir del cuarto. No puedo mirarla a los ojos, no puedo pensar en la Ceremonia de la Elección, que se celebra mañana.
Ahora sí que es mi elección, diga lo que diga la prueba.
Abnegación. Osadía. Erudición.
Divergente.
Decido no ir en autobús. Si llego a casa temprano, mi padre se dará cuenta cuando compruebe el registro al final del día, y tendré que explicarle lo sucedido. Así que voy andando. Tendré que interceptar a Caleb antes de que mencione algo a nuestros padres, pero Caleb sabe guardar un secreto.
Camino por el centro de la calzada. Los autobuses suelen pegarse a la acera, así que es más seguro ir por aquí. A veces, en las calles cercanas a mi casa, veo los sitios donde antes estaban las líneas amarillas. Ya no nos sirven para nada porque hay muy pocos coches. Tampoco necesitamos semáforos, aunque en algunos lugares todavía cuelgan en precario equilibrio sobre la calzada, como si fueran a caerse en cualquier momento.
Las obras de rehabilitación van muy lentas en la ciudad, que es un mosaico de edificios nuevos y limpios, y edificios viejos y en ruinas. Casi todos los nuevos están cerca del pantano, que hace mucho tiempo era un lago. La agencia de voluntarios de Abnegación en la que trabaja mi madre es responsable de casi todas las obras de rehabilitación.
Cuando examino el estilo de vida de mi facción desde fuera, me parece precioso. Me enamoro de nuevo de esta vida cuando observo a mi familia funcionar en armonía, cuando vamos a alguna comida de celebración y todos limpian juntos después sin que nadie se lo pida o cuando veo a Caleb ayudar a desconocidos a llevar la compra. Sin embargo, cuando intento vivirla yo misma, tengo problemas, como si no lo hiciera con sinceridad.
Por otro lado, elegir otra facción significa renunciar a mi familia. Para siempre.
Justo después del sector de Abnegación está la zona de estructuras de edificios y aceras rotas por la que paso ahora. Hay puntos en los que la calle se ha hundido del todo y deja al descubierto sistemas de alcantarillado y metros vacíos que debo esquivar con precaución, además de lugares que huelen tanto a aguas residuales y basura que tengo que taparme la nariz.
Aquí es donde viven los que no tienen facción. Como no lograron completar la iniciación de la facción que habían elegido, viven en la pobreza y hacen el trabajo que nadie quiere hacer: son porteros, obreros de la construcción y basureros; fabrican telas, manejan los trenes y conducen los autobuses. A cambio de su trabajo obtienen comida y ropa, pero, como dice mi madre, menos de la que necesitan.
Veo a uno de esos abandonados de pie en la esquina por la que voy a pasar. Lleva ropa marrón harapienta y la piel le cuelga de la mandíbula. Se me queda mirando y le devuelvo la mirada, incapaz de apartarla.
—Perdone —dice con voz ronca—, ¿tiene algo de comer?
Noto un nudo en la garganta. En mi cabeza, una voz muy severa me dice: «Agacha la cabeza y sigue andando».
No, sacudo la cabeza. No debo tener miedo de este hombre; necesita ayuda y se supone que tengo que ayudarlo.
—Eh..., sí —respondo.
Meto la mano en mi cartera. Mi padre me dice que lleve siempre comida en la cartera por esta precisa razón. Le ofrezco al hombre una bolsita con trozos de manzana seca.
Él acerca la mano, pero, en vez de aceptar la bolsa, me agarra la muñeca y sonríe; tiene un hueco entre los dientes delanteros.
—Vaya, qué ojos tan bonitos que tienes —dice—. Qué pena que lo demás sea tan soso.
Se me acelera el corazón y, cuando intento tirar de la mano, él me aprieta con más fuerza. Huelo algo acre y desagradable en su aliento.
—Pareces un poquito joven para ir andando por ahí tú sola, cariño.
Dejo de tirar y me enderezo. Sé que parezco menor, no hace falta que me lo recuerden.
—Soy mayor de lo que aparento —respondo—. Tengo dieciséis años.
Estira bien los labios y deja al descubierto una muela gris con un punto negro en el lateral. No sé si está sonriendo o si es otro tipo de mueca.
—Entonces, ¿no es hoy tu día especial? ¿El día antes de elegir?
—Suélteme —respondo.
Me pitan los oídos, mi voz suena clara y seria, cosa que no me esperaba. Es como si no fuera mi voz.
Estoy lista, sé lo que tengo que hacer. Me imagino dándole un codazo, veo la bolsa de manzanas volando por los aires y oigo mis pasos al correr. Estoy preparada para actuar.
Sin embargo, me suelta la muñeca, se lleva las manzanas y dice:
—Elige bien, niñita.
CAPÍTULO CUATRO
Llego a mi calle cinco minutos antes de lo normal, según mi reloj, que es el único adorno permitido por Abnegación y solo porque resulta práctico. La correa es gris y la esfera, de cristal. Si lo pongo en el ángulo correcto, casi veo mi reflejo sobre las manecillas.
Las casas de mi calle son todas del mismo tamaño y de la misma forma. Están construidas en cemento gris, con pocas ventanas, formando rectángulos funcionales y económicos. En vez de césped tenemos malas hierbas, y los buzones son de metal mate. Puede que haya quien lo considere lúgubre, pero a mí me reconforta su simplicidad.
La simplicidad no se debe a que despreciemos la singularidad, como a veces interpretan las otras facciones. Todo (nuestras casas, nuestra ropa, nuestro corte de pelo) está pensado para que nos olvidemos de nosotros y nos protejamos de la vanidad, la codicia y la envidia, que no son más que distintas formas de egoísmo. Si tenemos poco, deseamos poco y todos somos iguales, no envidiaremos a nadie.
Intento que me guste.
Me siento en el escalón de la entrada y espero a que llegue Caleb. No tarda mucho, al cabo de un minuto veo unas figuras con túnicas grises caminando por la calle. Oigo risas. En el instituto intentamos no llamar la atención, pero los juegos y las bromas empiezan cuando llegamos a casa. Aun así, nadie aprecia mucho mi tendencia natural al sarcasmo, ya que el sarcasmo siempre es a costa de otra persona. Quizá sea mejor que Abnegación quiera que lo reprima; quizá no tenga que dejar a mi familia; quizá si lucho por pertenecer a los abnegados mi actuación se convierta en realidad.
—¡Beatrice! —exclama Caleb—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
—Estoy bien.
Está con Susan y su hermano, Robert, y Susan me mira con cara rara, como si yo fuera una persona distinta a la de esta mañana. Me encojo de hombros.
—Cuando terminó la prueba, me mareé. Será por el líquido que nos dieron. Ya me siento mejor.
Intento sonreír de manera convincente, y parece que he convencido a Susan y a Robert, que ya no se preocupan por mi estabilidad mental. Sin embargo, Caleb me mira con los ojos entrecerrados, como hace siempre que sospecha de un engaño.
—¿Habéis venido en autobús? —pregunto a los vecinos; me da igual cómo hayan llegado Susan y Robert a casa, pero necesito cambiar de tema.
—Nuestro padre trabaja hasta tarde —responde Susan— y nos dijo que debíamos dedicar un tiempo a pensar antes de la ceremonia de mañana.
Se me acelera el corazón al recordar la ceremonia.
—Podéis venir después a casa, si os apetece —les ofrece Caleb en tono cortés.
—Gracias —responde Susan, y le sonríe.
Robert arquea una ceja y me mira. Los dos llevamos un año intercambiando miradas cómplices, ya que ese es el tiempo que llevan Susan y Caleb flirteando con indecisión, como solo saben hacer los abnegados. La mirada de Caleb sigue a Susan por la acera. Tengo que agarrarlo del brazo para sacarlo de su ensoñación. Lo conduzco a casa y cierro la puerta.
Se vuelve hacia mí. Sus cejas, oscuras y rectas, se juntan tanto que entre ellas aparece una profunda arruga. Cuando frunce el ceño se parece más a mi madre que a mi padre. En un instante lo veo viviendo la misma vida que mi padre: quedándose en Abnegación, aprendiendo un oficio, casándose con Susan y teniendo una familia. Será maravilloso.
Y puede que yo no lo vea.
—¿Me vas a contar ya la verdad? —pregunta en voz baja.
—La verdad es que se supone que no puedo decirlo y se supone que tú no puedes preguntarlo.
—¿Te saltas todas las reglas, pero esta no? ¿Ni siquiera por una razón tan importante?
Vuelve a apretar las cejas y se muerde la comisura del labio. Aunque me acusa con sus palabras, suena como si me intentara sonsacar información, como si de verdad quisiera oír mi respuesta.
—¿Y tú? —pregunto, entrecerrando los ojos—. ¿Qué ha pasado en tu prueba, Caleb?
Nos miramos a los ojos. Oigo la bocina de un tren, aunque es tan débil que bien podría ser el viento al pasar silbando por un callejón. Pero sé reconocerlo: suena como si los osados me llamaran para ir con ellos.
—Tú... no les digas a papá y a mamá lo que ha pasado, ¿vale? —añado.
Se me queda mirando a los ojos unos segundos antes de asentir con la cabeza.
Quiero subir a mi cuarto y tumbarme. La prueba, el camino de vuelta y mi encuentro con el hombre abandonado me han dejado agotada. Pero mi hermano preparó el desayuno esta mañana y mi madre preparó la comida, y mi padre hizo la cena anoche, así que me toca cocinar. Respiro hondo y entro en la cocina para ponerme con ello.
Un minuto después, Caleb se me une. Aprieto los dientes. Me ayuda con todo. Lo que más me fastidia de él es su bondad natural, su altruismo innato.
Caleb y yo trabajamos sin hablar. Yo cuezo guisantes y él descongela cuatro trozos de pollo. Casi todo lo que comemos está congelado o en lata, ya que estos días las granjas están muy lejos. Mi madre me contó una vez que, hace mucho tiempo, había gente que no compraba productos modificados genéticamente porque les parecía antinatural. Ahora no tenemos otra alternativa.
Cuando llegan mis padres, la cena está preparada y la mesa puesta. Mi padre suelta la cartera junto a la puerta y me da un beso en la cabeza. Otras personas lo consideran un hombre obstinado, quizá en exceso, pero también es cariñoso. Intento ver solo su parte buena; lo intento.
—¿Cómo ha ido la prueba? —me pregunta mientras pongo los guisantes en un cuenco para servirlos.
—Bien —respondo; no podría ser una veraz, me resulta demasiado fácil mentir.
—He oído que hubo un problema con una de las pruebas —dice mi madre.
Como mi padre, trabaja para el gobierno, aunque ella se encarga de los proyectos de mejora de la ciudad. Reclutó a los voluntarios que se encargaban de las pruebas de aptitud. La mayor parte del tiempo se dedica a organizar a los obreros que ayudan a los abandonados con la comida, la vivienda y el trabajo.
—¿De verdad? —comenta mi padre; es raro que haya algún problema en las pruebas.
—No sé mucho, pero mi amiga Erin me contó que algo salió mal en una de las pruebas, así que tuvieron que dar los resultados de palabra —explica mi madre mientras coloca una servilleta al lado de cada plato—. Al parecer, el alumno se puso enfermo y lo enviaron antes a casa —añade, y se encoge de hombros—. Espero que esté bien. ¿Vosotros habéis oído algo?
—No —responde Caleb, sonriendo.
Mi hermano tampoco sería un buen veraz.
Nos sentamos a la mesa. Siempre pasamos la comida hacia la derecha, y nadie come hasta que todos están servidos. Mi padre da una mano a mi madre y otra a mi hermano, y ellos a él y a mí, y mi padre da gracias a Dios por la comida, el trabajo, los amigos y la familia. No todas las familias de Abnegación son religiosas, pero mi padre dice que deberíamos intentar obviar esas diferencias porque solo sirven para dividirnos. No estoy segura de cómo interpretarlo.
—Bueno, cuéntame —pide mi madre a mi padre.
Lo toma de la mano y le acaricia los nudillos con el pulgar. Me quedo mirando sus manos unidas. Mis padres se quieren, aunque rara vez demuestra así su afecto delante de nosotros. Nos han enseñado que el contacto físico es poderoso, así que me produce desconfianza desde que era pequeña.
—Dime qué te preocupa —añade.
Me quedo mirando mi plato; a veces, los agudos sentidos de mi madre me sorprenden, pero ahora sirven para reprenderme. Estaba tan concentrada en mí misma que no me di cuenta de que mi padre tenía la frente arrugada y los hombros caídos.
—He tenido un día difícil en el trabajo —responde—. Bueno, en realidad, Marcus ha tenido un día difícil. No debería apropiarme de ello.
Marcus es un compañero de mi padre; los dos son líderes políticos. La ciudad la gobierna un consejo de cincuenta personas, todas representantes de Abnegación, ya que se considera que nuestra facción es incorruptible gracias a nuestro compromiso con el altruismo. Los líderes son elegidos por sus iguales atendiendo a lo intachable de su reputación, a su fortaleza moral y a sus dotes para el liderazgo. Los representantes de las demás facciones pueden hablar en las reuniones sobre un asunto concreto, pero, al final, la decisión es del consejo. Aunque, técnicamente, el consejo toma las decisiones en grupo, Marcus tiene mucha influencia.
Ha sido así desde el inicio de la gran paz, cuando se crearon las facciones. Creo que el sistema continúa porque nos da miedo lo que pueda pasar si no lo hace: la guerra.
—¿Es por ese informe que ha publicado Jeanine Matthews? —pregunta mi madre.
Jeanine Matthews es la única representante de Erudición, seleccionada por su coeficiente intelectual. Mi padre se queja a menudo de ella.
—¿Un informe? —pregunto, levantando la cabeza.
Caleb me lanza una mirada de advertencia. Se supone que no debemos hablar en la mesa, a no ser que nuestros padres nos hagan una pregunta directa, cosa que no suelen hacer. Que escuchemos es un regalo para ellos, según dice mi padre. A ellos les toca escucharnos después de la cena, en la sala de estar.
—Sí —dice mi padre, entrecerrando los ojos—. Esos arrogantes mojigatos... —empieza, pero se detiene y se aclara la garganta—. Lo siento, es que ha publicado un informe atacando la reputación de Marcus.
—¿Y qué decía? —pregunto de nuevo, arqueando las cejas.
—Beatrice —dice Caleb en voz baja.
Agacho la cabeza y le doy vueltas al tenedor hasta que dejo de notar calor en las mejillas. No me gusta que me regañen, y menos mi hermano.
—Decía que el hijo de Marcus había elegido Osadía en vez de Abnegación por culpa de la crueldad y la violencia con la que lo trataba su padre.
Pocas personas nacidas en Abnegación deciden abandonarla. Cuando se van, lo recordamos. Hace dos años, el hijo de Marcus, Tobias, nos dejó para irse a Osadía, y Marcus se quedó deshecho. Tobias era su único hijo... y su única familia, ya que su mujer murió al dar a luz a su segundo hijo, que también murió minutos después.
No conocí a Tobias. Casi nunca asistía a los acontecimientos de la comunidad y nunca acompañó a su padre a nuestra casa para cenar. Mi padre a menudo comentaba que era extraño, aunque ahora ya no importa.
—¿Cruel? ¿Marcus? —repuso mi madre, sacudiendo la cabeza—. Pobre hombre, como si necesitara que le recordaran su pérdida.
—¿La traición de su hijo, quieres decir? —dice mi padre en tono frío—. A estas alturas no debería sorprenderme. Los de Erudición llevan meses atacándonos con estos informes. Y no han acabado, habrá más, te lo garantizo.
No debería volver a hablar, pero no puedo contenerme, así que suelto:
—¿Por qué nos hacen esto?
—¿Por qué no aprovechas esta oportunidad para escuchar a tu padre, Beatrice? —pregunta mi madre con cariño.
Lo dice como una sugerencia, no como una orden. Miro a Caleb, que está frente a mí, mirándome con su cara de desaprobación.
Me dedico a examinar los guisantes. No estoy segura de ser capaz de seguir con esta vida de obligaciones. No soy lo bastante buena.
—Ya sabes por qué —responde mi padre—: porque tenemos algo que ellos quieren. Valorar el conocimiento por encima de todo lleva a ansiar el poder, y eso, a su vez, conduce a las personas a unos lugares oscuros y vacíos. Deberíamos dar gracias por ser más listos.
Asiento con la cabeza. Sé que no decidiré ser erudita, aunque los resultados de mi prueba indiquen que podría. Soy hija de mi padre.
Mis padres limpian después de cenar. Ni siquiera dejan que Caleb los ayude, ya que se supone que esta noche debemos quedarnos solos en vez de reunirnos en la sala de estar, para que así podamos pensar en los resultados de la prueba.
Quizá mi familia me ayudara a elegir si pudiera hablar de mis resultados, pero no puedo. Oigo los susurros de advertencia de Tori cada vez que flaquea mi determinación de cerrar la boca.
Caleb y yo subimos las escaleras y, arriba, cuando nos separamos para ir cada uno a nuestro dormitorio, me detiene poniéndome una mano en el hombro.
—Beatrice —me dice, mirándome con aire serio a los ojos—. Debemos pensar en nuestra familia, pero... —añade con un tono distinto—. Pero también debemos pensar en nosotros.
Me quedo mirándolo un momento. Nunca lo había visto pensar en él, nunca lo había oído insistir en nada que no fuera el altruismo.
Su comentario me sorprende tanto que solo digo lo que se supone que tengo que decir:
—Las pruebas no tienen por qué cambiar nuestras decisiones.
—Pero lo hacen, ¿no? —responde, sonriendo un poco.
Me da un apretón en el hombro y entra en su cuarto. Me asomo y veo una cama sin hacer y una pila de libros sobre el escritorio. Cierra la puerta. Ojalá pudiera decirle que los dos estamos pasando por lo mismo, ojalá pudiera hablar con él como quiero, en vez de como se supone que debo. Sin embargo, no puedo soportar la idea de reconocer que necesito ayuda, así que doy media vuelta.
Entro en mi dormitorio y, al cerrar la puerta, me doy cuenta de que quizá la decisión sea simple. Elegir Abnegación me exigirá un gran acto de altruismo y elegir Osadía, un gran acto de valor, y puede que el mero hecho de escoger una cosa o la otra ya demuestre que pertenezco a esa facción. Mañana, las dos cualidades lucharán dentro de mí y solo ganará una.
CAPÍTULO CINCO
El autobús que nos lleva a la Ceremonia de la Elección está lleno de gente con camisas y pantalones grises. Un pálido anillo de luz solar quema las nubes, como la punta de un cigarrillo encendido. Nunca fumaré uno (están muy ligados a la vanidad), pero un grupo de Verdad lo hace delante del edificio cuando bajamos del autobús.
Tengo que echar la cabeza atrás para ver la parte superior del Centro y ni siquiera así logro verlo entero. Parte de él desaparece entre las nubes. Es el edificio más alto de la ciudad. Veo las luces de los dos dientes del tejado desde la ventana de mi dormitorio.
Salgo detrás de mis padres. Caleb parece tranquilo, aunque yo también lo parecería si supiera qué iba a hacer. Como no es así, siento como si el corazón se me fuera a salir del pecho en cualquier momento; me agarro a su brazo para no caerme cuando subimos los escalones de la entrada.
El ascensor está abarrotado, así que mi padre se ofrece voluntario para dar nuestro sitio a un grupo de Cordialidad. Nosotros subimos las escaleras, lo seguimos sin hacer preguntas. Sentamos ejemplo para los otros miembros de nuestra facción, y pronto los tres estamos envueltos en una masa de tela gris que sube por las escaleras de cemento en penumbra. Me adapto a su ritmo. El ruido uniforme de pisadas y la homogeneidad de gente que me rodea me lleva a creer que podría elegir esto, que podría dejarme absorber por la mente colectiva de Abnegación y proyectarme siempre hacia fuera.
Entonces empiezan a dolerme las piernas y me cuesta respirar, y me vuelvo a distraer conmigo misma. Tenemos que subir veinte plantas para llegar a la Ceremonia.
Mi padre abre la puerta de la planta veinte y la sostiene como un centinela hasta que pasan por ella todos los abnegados. Lo esperaría, pero la multitud me empuja adelante, hacia la sala en la que decidiré el resto de mi vida.
La habitación está organizada en círculos concéntricos. En los exteriores están los chicos de dieciséis años de todas las facciones. Todavía no nos llaman miembros; las decisiones de hoy nos convertirán en iniciados y nos convertiremos en miembros si superamos la iniciación.
Nos colocamos en orden alfabético, según los apellidos que quizá dejemos hoy atrás. Me coloco entre Caleb y Danielle Pohler, una chica de Cordialidad con mejillas sonrosadas y un vestido amarillo.
El siguiente círculo lo ocupan las filas de sillas para nuestras familias. Están divididas en cinco secciones, una por facción. No todos los miembros de cada facción asisten a la Ceremonia, pero sí los suficientes como para que se vea muchísima gente.
La responsabilidad de dirigir la ceremonia pasa de una facción a otra cada año, y este año le toca a Abnegación. Marcus dará el discurso de apertura y leerá los nombres en orden alfabético inverso. Caleb elegirá antes que yo.
En el último círculo hay cinco cuencos metálicos tan grandes que servirían para meterme dentro si me hago un ovillo. En cada uno hay una sustancia que representa a la facción correspondiente: piedras grises para Abnegación, agua para Erudición, tierra para Cordialidad, brasas encendidas para Osadía y cristal para Verdad.
Cuando Marcus me llame, caminaré hasta el centro de los tres círculos. No hablaré. Me ofrecerá un cuchillo y tendré que cortarme la mano y derramar sangre sobre el cuenco de la facción que elija.
Mi sangre sobre las piedras. Mi sangre hirviendo sobre las brasas. Antes de sentarse, mis padres se ponen delante de Caleb y de mí. Mi padre me da un beso en la frente y da una palmada en el hombro de Caleb, sonriendo.
—Nos vemos pronto —se despide, sin asomo de duda.
Mi madre me abraza y la poca voluntad que me queda está a punto de ceder. Aprieto la mandíbula y miro al techo, donde unos faroles redondos despiden luz azul. Me sostiene lo que me parece un buen rato, incluso después de que baje las manos. Antes de apartarse, gira la cabeza y me susurra al oído:
—Te quiero. Pase lo que pase.
Frunzo el ceño cuando me da la espalda para alejarse: es consciente de lo que su hija podría hacer. Debe de saberlo, si no ¿por qué iba a decirme algo así?
Caleb me da la mano y me aprieta la palma con tanta fuerza que me duele, pero no lo suelto. La última vez que nos dimos la mano fue en el funeral de mi tío, mientras mi padre lloraba. Ahora necesitamos transmitirnos fuerza, igual que entonces.
La habitación se tranquiliza poco a poco. Tendría que estar observando a los de Osadía; tendría que estar recabando toda la información posible, pero solo soy capaz de mirar los faroles. Intento perderme en el brillo azul.
Marcus sube al podio, entre los de Erudición y los de Osadía, y se aclara la garganta frente al micrófono.
—Bienvenidos —dice—. Bienvenidos a la Ceremonia de la Elección. Bienvenidos al día en que honramos la filosofía democrática de nuestros ancestros, que nos dice que todos tenemos derecho a elegir lo que queremos ser en la vida.
O, mejor dicho, una de las cinco cosas que podemos ser en la vida. Aprieto los dedos de Caleb tan fuerte como él aprieta los míos.
—Los hijos a nuestro cargo ya tienen dieciséis años. Están frente al precipicio de la edad adulta y ha llegado el momento de que decidan qué clase de personas van a ser. —La voz de Marcus es solemne y da igual importancia a cada una de sus palabras—. Hace décadas, nuestros ancestros se dieron cuenta de que no se debe culpar de las guerras del mundo a la ideología política, ni a las creencias religiosas, ni a la raza, ni al nacionalismo. Decidieron que era un problema de la personalidad humana, de la inclinación de la humanidad hacia el mal, en la forma que sea. Se dividieron en facciones que pretendían erradicar los rasgos que consideraban responsables del caos del mundo.
Miro los cuencos del centro de la sala. ¿En qué creo? No lo sé; no lo sé; no lo sé.
—Los que culpaban a la agresividad formaron Cordialidad.
Los cordiales intercambian sonrisas. Llevan ropa cómoda roja o amarilla. Cada vez que los veo me parecen amables, cariñosos y libres, pero nunca he considerado la posibilidad de unirme a ellos.
—Los que culpaban a la ignorancia formaron Erudición.
Descartar Erudición era la única parte que me resultaba sencilla.
—Los que culpaban al engaño formaron Verdad.
Nunca me ha gustado esa facción.
—Los que culpaban al egoísmo formaron Abnegación.
Yo culpo al egoísmo, sí.
—Y los que culpaban a la cobardía formaron Osadía.
Pero no soy lo bastante altruista. Dieciséis años intentándolo y no ha bastado.
Se me entumecen las piernas, como si se me hubieran quedado sin vida, y me pregunto cómo caminaré cuando digan mi nombre.
—Estas cinco facciones han trabajado juntas y en paz durante muchos años, años en los que cada una ha contribuido a un sector de la sociedad. Abnegación ha satisfecho nuestra necesidad de contar con líderes altruistas en el gobierno; Verdad nos ha proporcionado líderes de confianza y sensatos en las leyes; Erudición nos ha ofrecido profesores e investigadores inteligentes; Cordialidad nos ha dado consejeros y cuidadores comprensivos; y Osadía nos protege de las amenazas, tanto internas como externas. Sin embargo, el alcance de cada facción no se limita a esas áreas. Nos damos mucho más de lo que puede resumirse. En nuestras facciones encontramos significado, un objetivo, la misma vida.
Pienso en el lema que se lee en mi libro de Historia de las Facciones: «La facción antes que la sangre». Pertenecemos a nuestras facciones más que a nuestras familias. ¿De verdad tiene que ser así?
—Sin ellas, no sobreviviríamos —añade Marcus.
El silencio que sigue a sus palabras es más profundo que los demás silencios. En él se percibe nuestro mayor miedo, mayor incluso que el miedo a la muerte: quedarnos sin facción.
—Por tanto, este día es una gran ocasión: el día en que recibimos a nuestros iniciados, que trabajarán con nosotros por una sociedad mejor y un mundo mejor.
Aplausos; me suenan ahogados. Intento quedarme completamente inmóvil porque, si mantengo las rodillas tensas y el cuerpo rígido, no temblaré. Marcus lee los primeros nombres, aunque yo no distingo entre una sílaba y otra. ¿Cómo me enteraré de que dice mi nombre?
Uno a uno, los chicos salen de su fila y se acercan al centro de la sala. La primera chica que elige decide ser de Cordialidad, la facción de la que procede. Las gotitas de sangre caen sobre la tierra, y la chica se coloca sola detrás de sus asientos.
La sala está en constante movimiento, un nombre nuevo y una nueva persona que elige, un cuchillo nuevo y una nueva elección. Los reconozco a casi todos, pero dudo que ellos me conozcan a mí.
—James Tucker —dice Marcus.
James Tucker, de Osadía, es la primera persona que tropieza de camino a los cuencos. Extiende los brazos y recupera el equilibrio antes de caer; se pone rojo y camina deprisa al centro de la sala. Cuando llega, mira el cuenco de Osadía y después el de Verdad; las llamas naranja que se elevan cada vez más y el cristal que refleja la luz azul.
Marcus le ofrece el cuchillo. Él suspira profundamente (veo cómo hincha el pecho) y, al espirar, acepta el cuchillo. Después se lo pasa por la palma de la mano de un movimiento rápido y alarga el brazo. Su sangre cae sobre el cristal y el chico se convierte en el primero de nosotros que cambia de facción. El primer trasladado. De la sección de Osadía surge un murmullo y yo me quedo mirando al suelo.
A partir de ahora lo considerarán un traidor. Su familia de Osadía tendrá la posibilidad de visitarlo en su nueva facción dentro de una semana y media, en el Día de Visita, pero no lo harán porque él los ha abandonado. Su ausencia rondará sus pasillos, y él se convertirá en un espacio que no podrán llenar. Y pasará el tiempo y el hueco desaparecerá, como cuando te extirpan un órgano y los fluidos del cuerpo ocupan el espacio que deja. Los humanos no somos capaces de tolerar el vacío durante mucho tiempo.
—Caleb Prior —dice Marcus.
Caleb me aprieta la mano una última vez y, al alejarse, vuelve la cabeza para echarme una larga mirada. Observo sus pies avanzar hacia el centro de la sala, y sus manos, firmes cuando aceptan el cuchillo de Marcus, hacen el corte con destreza. Después se queda de pie, con la sangre acumulándose en la palma de la mano, y se le engancha el labio en los dientes.
Deja escapar el aire y vuelve a inspirar. Y después pone la mano sobre el cuenco de Erudición, y su sangre gotea en el agua y la vuelve más roja.
Oigo murmullos que se convierten en gritos de indignación. Apenas puedo pensar con claridad. Mi hermano, mi altruista hermano, ¿un trasladado? Mi hermano, nacido para Abnegación, ¿un erudito?
Cuando cierro los ojos veo la pila de libros en el escritorio de Caleb y sus manos temblorosas sobre las piernas después de la prueba de aptitud. ¿Cómo no me di cuenta de que, cuando ayer me dijo que pensara en mí, también se daba el consejo a él?
Examino el grupo de Erudición: sonríen, engreídos, y se dan codazos. Los de Abnegación, normalmente plácidos, hablan entre sí con tensos susurros y miran con rabia al otro lado de la sala, a la facción que se ha convertido en nuestro enemigo.
—Silencio —dice Marcus, pero la multitud no lo oye, así que grita—: ¡Silencio, por favor!
La sala guarda silencio, salvo por cierto zumbido.
Dice mi nombre y un escalofrío me impulsa a avanzar. A medio camino de los cuencos estoy segura de que elegiré Abnegación. Lo veo claramente; me veo convirtiéndome en una mujer con la túnica de Abnegación; casándome con Robert, el hermano de Susan; presentándome voluntaria los fines de semana; disfrutando de la paz de la rutina, de las noches tranquilas frente a la chimenea, de la certeza de que estaré a salvo y de que, si bien no seré lo bastante buena, sí seré mejor de lo que soy ahora.
Me doy cuenta de que el zumbido está en mis oídos.
Miro a Caleb, que está detrás de los de Erudición. Él me devuelve la mirada y asiente un poco con la cabeza, como si supiera lo que estoy pensando y estuviera de acuerdo. Mis pasos vacilan. Si Caleb no era adecuado para Abnegación, ¿cómo voy a serlo yo? Pero ¿qué alternativa me queda ahora que nos ha abandonado y me ha dejado sola? No me deja otra opción.
Aprieto la mandíbula. Seré la hija que se queda; tengo que hacerlo por mis padres, tengo que hacerlo.
Marcus me ofrece el cuchillo. Lo miro a los ojos (que son azul oscuro, un color extraño) y lo acepto. Él asiente con la cabeza y yo me vuelvo hacia los cuencos. Tanto el fuego de Osadía como las piedras de Abnegación están a mi izquierda, un cuenco delante de mi hombro y el otro detrás. Me llevo el cuchillo a la mano derecha y apoyo la hoja en la palma. Aprieto los dientes y corto. Pica un poco, aunque apenas me doy cuenta. Me llevo las dos manos al pecho y mi respiración se vuelve entrecortada.
Abro los ojos, extiendo el brazo y la sangre cae en la moqueta, entre los dos cuencos. Después, con un jadeo que no logro contener, la sangre hierve sobre las brasas.
Soy egoísta. Soy valiente.
CAPÍTULO SEIS
Clavo los ojos en el suelo y me pongo detrás de los iniciados nacidos en Osadía que han decidido regresar a su facción. Son todos más altos que yo, así que, cuando levanto la cabeza, solo veo hombros cubiertos de negro. Entonces, la última chica hace su elección (Cordialidad) y llega la hora de marcharse. Los de Osadía salen primero. Paso junto a los hombres y mujeres vestidos de gris que antes componían mi facción, pero mantengo la vista fija en la nuca de alguien.
Sin embargo, tengo que ver a mis padres una última vez. Vuelvo la vista atrás en el último segundo antes de marcharme y, de inmediato, desearía no haberlo hecho: los ojos de mi padre abrasan los míos, acusadores. Al principio, cuando noto el calor detrás de los ojos, pienso que ha encontrado la forma de prenderme fuego, de castigarme por lo que he hecho, pero no..., es que estoy a punto de llorar.
A su lado, mi madre sonríe.
La gente que tengo detrás me empuja para que avance y me aleja de mi familia, que será de las últimas en salir. Puede que incluso se queden a apilar las sillas y limpiar los cuencos. Giro la cabeza para buscar a Caleb entre la multitud de Erudición que sale detrás de mí. Está entre los otros iniciados, estrechándole la mano a un trasladado, un chico que estaba en Verdad. La facilidad con la que sonríe es una traición. Se me revuelve el estómago y miro al frente. Si a él le resulta tan fácil, quizá también a mí debería resultármelo.
Miro al chico que tengo a la izquierda, que antes era de Erudición, y ahora está tan pálido y nervioso como yo debería sentirme. Me pasé todo el rato preocupada por la facción que escogería y nunca me paré a pensar en qué ocurriría si eligiera Osadía. ¿Qué me espera en su sede?
La multitud de Osadía que nos dirige va hacia las escaleras en vez de hacia los ascensores. Creía que solo los de Abnegación usaban las escaleras.
Entonces, todos se ponen a correr. Oigo chillidos, gritos y risas a mi alrededor, y docenas de pisadas ensordecedoras, cada una a un ritmo distinto. Que los de Osadía usen las escaleras no es un acto de altruismo; es un momento de desenfreno.
—¿Qué está pasando? —grita el chico que tengo al lado.
Sacudo la cabeza y sigo corriendo. Al llegar a la planta baja estoy sin aliento, pero los osados corren a la salida. En el exterior, el aire es frío y el cielo se ha teñido de naranja con la puesta de sol; se refleja en el cristal negro del Centro.
Los de Osadía se reparten por la calle e impiden el paso de un autobús, y yo salgo disparada para no quedarme atrás. Mi confusión desaparece mientras corro. No he corrido a ninguna parte desde hace mucho tiempo porque Abnegación no fomenta hacer cosas por disfrute personal, y eso estamos haciendo ahora: me arden los pulmones, me duelen los músculos, disfruto del feroz placer de una carrera a toda velocidad. Sigo a los de Osadía por la calle, doblamos la esquina y oigo un sonido familiar: la bocina del tren.
—Oh, no —masculla el chico de Erudición—. ¿Se supone que tenemos que saltar a esa cosa?
—Sí —respondo sin aliento.
Es bueno haber pasado tanto tiempo observando la llegada al instituto de los de Osadía. La multitud forma una larga fila. El tren avanza hacia nosotros sobre sus raíles de acero con las luces encendidas y tocando la bocina. Todas las puertas de los vagones están abiertas, esperando a que los osados entren, cosa que hacen, grupo por grupo, hasta que solo quedan los nuevos iniciados. Los nacidos en la facción están ya acostumbrados a hacerlo, así que, en pocos segundos, solo quedamos los trasladados de las otras facciones.
Doy un paso adelante con algunos de ellos y empiezo a correr. Corremos a la altura del vagón un momento y después nos lanzamos de lado al interior. No soy tan alta ni tan fuerte como muchos de ellos, así que no logro meterme en el vagón; me agarro a un asidero cercano a la puerta y me doy con el hombro en el tren. Me tiemblan los brazos y, por fin, una chica de Verdad me agarra y me mete dentro. Le doy las gracias entre jadeos.
Se oye un grito y miro atrás: un chico bajito y pelirrojo de Erudición alza los brazos intentando llegar al tren. Una chica de su facción que está junto a la puerta intenta agarrarle la mano, pero el muchacho está demasiado atrás. Se cae de rodillas junto a las vías y, mientras nos alejamos, veo que esconde la cabeza entre las manos.
Me siento mal, el chico acaba de fallar la iniciación de los osados. Ahora no tiene facción. Podría pasarnos en cualquier momento.
—¿Estás bien? —me pregunta la chica veraz que me ha ayudado a subir; es alta, tiene la piel marrón oscuro y el pelo corto. Es guapa.
Asiento con la cabeza.
—Me llamo Christina —dice, y me ofrece la mano.
También hace mucho tiempo que no estrecho la mano de nadie. Los de Abnegación se saludan con una inclinación de cabeza, una señal de respeto. Acepto su mano, vacilante, y la sacudo dos veces con la esperanza de no apretar demasiado fuerte ni quedarme corta.
—Beatrice.
—¿Sabes adónde vamos? —pregunta a gritos para que pueda oírla por encima del ruido del viento, que sopla cada vez con más fuerza a través de las puertas abiertas. El tren acelera. Me siento para estar más cerca del suelo y mantener mejor el equilibrio. Ella arquea una ceja.
—Si el tren va rápido, habrá viento —explico—. Si hay viento, te caes. Baja.
Christina se sienta a mi lado y se echa un poco atrás para apoyar la espalda en la pared.
—Supongo que vamos a la sede de Osadía —añado—, pero no sé dónde está.
—¿Acaso lo sabe alguien? —dice, y sacude la cabeza, sonriendo—. Es como si salieran de un agujero del suelo o algo así.
Entonces, el viento sopla por el vagón y los otros trasladados, golpeados por la ráfaga de aire, caen al suelo unos encima de otros. Veo que Christina se ríe, aunque no la oigo, y consigo sonreír.
La luz naranja de la puesta de sol se refleja en los edificios de cristal y, al mirar atrás, apenas puedo ver las filas de casas grises en las que antes vivía.
Le toca a Caleb preparar la cena esta noche. ¿Quién ocupará su lugar, mi madre o mi padre? Y cuando vacíen su habitación, ¿qué encontrarán? Me imagino que libros escondidos entre la cómoda y la pared y más libros bajo el colchón. La sed de conocimiento de los eruditos llenando todos los rincones ocultos de su dormitorio. ¿Habrá sabido siempre que elegiría Erudición? Y, de ser así, ¿cómo no me di cuenta?
Qué buen actor era. La idea me pone mala porque, aunque yo también los he dejado, al menos a mí no se me daba bien fingir. Al menos sabían que yo no era una persona sacrificada.
Cierro los ojos y me imagino a mis padres sentados a la mesa en silencio. Se me cierra la garganta al pensar en ellos; ¿es porque tengo una pizca de altruismo o es por egoísmo, porque sé que no volveré a ser su hija?
—¡Están saltando!
Levanto la cabeza. Me duele el cuello, llevo como mínimo media hora acurrucada, con la espalda contra la pared, escuchando el rugido del viento y observando la ciudad pasar a toda velocidad. Me echo adelante. El tren ha frenado en los últimos minutos y veo que el chico que ha gritado tiene razón: los osados de los vagones delanteros están saltando del tren cuando este pasa al lado de un tejado. Las vías están a siete plantas de altura.
La idea de saltar de un tren en marcha a un tejado, sabiendo que hay un hueco entre el borde del tejado y el borde de la vía, me da ganas de vomitar. Me levanto como puedo y camino dando traspiés hasta el lado opuesto del vagón, donde los otros trasladados se han puesto en fila.
—Pues tenemos que saltar —dice una chica de Verdad; tiene la nariz alargada y los dientes torcidos.
—Genial —replica un chico de su facción—, porque eso tiene mucho sentido, Molly. Saltar de un tren a un tejado.
—Se supone que eso es por lo que estamos aquí, Peter —señala la chica.
—Bueno, pues no pienso hacerlo —dice un chico de Cordialidad detrás de mí.
Tiene la piel aceitunada y lleva una camiseta marrón. Es el único trasladado de Cordialidad y veo el brillo de las lágrimas en sus mejillas.
—Tienes que hacerlo —le responde Christina—, si no, fallarás. Venga, no pasa nada.
—¡Que no! ¡Prefiero quedarme sin facción antes que matarme!
El chico cordial sacude la cabeza, parece aterrado. No deja de sacudir la cabeza y de mirar al tejado, que se acerca por segundos.
No estoy de acuerdo con él, yo preferiría estar muerta antes que vacía, como los abandonados.
—No puedes obligarlo —digo, mirando a Christina.
Los enormes ojos castaños de la chica están muy abiertos, y aprieta tanto los labios que le cambian de color. Me ofrece una mano.
—Así —dice; arqueo una ceja y estoy a punto de afirmar que no necesito ayuda, pero añade—: Es que no..., no puedo hacerlo a no ser que alguien me arrastre.
Le doy la mano y nos ponemos en el borde del vagón. Cuando llega el tejado, cuento:
—Uno..., dos..., ¡tres!
A la de tres, saltamos del tren. Tras un instante de ingravidez, mis pies se estrellan contra el suelo y el dolor me recorre las espinillas. Acabo tirada por el suelo con grava bajo la mejilla y suelto la mano de Christina, que se está riendo.
—¡Qué divertido! —exclama.
Christina encajará con los osados que buscan emociones fuertes. Me quito trocitos de piedra de la mejilla. Todos los iniciados, salvo el chico de Cordialidad, han llegado al tejado, aunque con distintos grados de éxito. La chica de Verdad, la de dientes torcidos, Molly, se sostiene el tobillo y pone una mueca; y Peter, el chico de Verdad de pelo reluciente, sonríe orgulloso. Debe de haber aterrizado de pie.
Entonces oigo un gemido. Vuelvo la cabeza en busca del origen del sonido y veo a una chica osada al borde del tejado, mirando al suelo y gritando. Detrás de ella, otro chico de Osadía la agarra por la cintura para que no se caiga.
—Rita —le dice el chico—. Rita, cálmate. Rita...
Me levanto y me asomo por el borde: hay un cuerpo en el pavimento; una chica con los brazos y las piernas torcidos en ángulos extraños y el cabello extendido como un abanico alrededor de la cabeza. Me da un vuelco el estómago y me quedo mirando las vías del tren. No todos lo han conseguido, y ni siquiera los osados están a salvo.
Rita cae de rodillas, entre sollozos. Me doy la vuelta. Cuanto más la observe, más posibilidades hay de que llore yo también, y no puedo llorar delante de esta gente.
Me digo con toda la severidad posible que así es como funcionan aquí las cosas, que jugamos con el peligro y la gente muere; la gente muere y pasamos al siguiente peligro. Cuanto antes lo aprenda, más probabilidades tengo de sobrevivir a la iniciación.
Ya no estoy segura de que vaya a sobrevivir a la iniciación.
Me digo que debo contar hasta tres y que, cuando acabe, seguiré adelante. Uno. Recuerdo el cadáver de la chica sobre el pavimento y me estremezco. Dos. Oigo los sollozos de Rita y los murmullos del chico que intenta tranquilizarla. Tres.
Aprieto los labios, me alejo de Rita y del borde del tejado.
Me pica el codo, así que me levanto la manga con una mano temblorosa para examinarlo: se me ha levantado parte de la piel, pero no sangra.
—¡Oooh! ¡Qué escándalo! ¡Una estirada enseñando carnes!
Levanto la cabeza. «Estirados» es como llaman a los de Abnegación, y yo soy la única de la facción que hay por aquí. Peter me señala, sonriendo. Alguien se ríe. Noto calor en las mejillas y dejo caer la manga.
—¡Escuchad! ¡Me llamo Max! ¡Soy uno de los líderes de vuestra nueva facción! —grita un hombre desde el otro extremo del tejado.
Es mayor que los demás, se le ven unas profundas arrugas en la oscura piel y pelo gris en las sienes, y está de pie en la cornisa como si fuera una acera. Como si alguien no acabara de caerse de allí.
—Varias plantas por debajo de nosotros está la entrada de los miembros a nuestro complejo. Si no lográis reunir el valor suficiente para saltar, no estáis hechos para este lugar. Nuestros iniciados tienen el privilegio de saltar primero.
—¿Quiere que saltemos de una cornisa? —pregunta una chica de Erudición.
Es unos cuantos centímetros más alta que yo, su pelo es castaño desvaído y tiene labios grandes. Está boquiabierta.
No sé de qué se sorprende.
—Sí —responde Max, que parece divertirse.
—¿Hay agua al fondo o algo así?
—¿Quién sabe? —dice él, arqueando las cejas.
La gente que está delante de los iniciados se divide en dos para dejarnos pasar. Miro a mi alrededor y veo que nadie parece muy ansioso por saltar del edificio, todos evitan mirar a Max. Algunos se tocan las heriditas que se han hecho o se sacuden la gravilla de la ropa. Miro a Peter, que está tirándose de una cutícula, intentando hacer como si no pasara nada.
Soy una persona orgullosa. Seguro que eso acabará causándome problemas, pero hoy me da valor. Camino hasta la cornisa y oigo risitas detrás de mí.
Max se aparta para dejarme espacio, y yo me acerco al borde y miro abajo. El viento me tira de la ropa y hace que la tela haga ruido. El edificio en el que estoy forma un cuadrado con otros tres edificios. En el centro del cuadrado hay un gran agujero en el hormigón, no veo qué hay en el fondo.
Es una táctica para asustar, seguro que aterrizo sana y salva abajo. Saberlo es lo único que me ayuda a ponerme en la cornisa. Me castañetean los dientes, ya no puedo echarme atrás, no con todas las personas que esperan que falle. Me llevo las manos al cuello de la camisa y encuentro el botón que la cierra. Después de unos cuantos intentos, me la desabrocho hasta el final y me la quito.
Debajo llevo una camiseta gris. Es más ajustada que el resto de mi ropa y nadie me ha visto nunca con ella. Hago una bola con la camisa exterior y miro atrás, hacia Peter, antes de tirarle la pelota de tela con todas mis fuerzas, apretando la mandíbula. Le da en el pecho y se me queda mirando. Oigo silbidos y gritos detrás de mí.
Vuelvo a mirar el agujero. El vello de mis pálidos brazos se pone de punta y me da un vuelco el estómago. Si no lo hago ya, no podré hacerlo nunca. Trago saliva.
No pienso, me limito a doblar las rodillas y saltar.
El viento me aúlla en los oídos conforme el suelo se acerca, creciendo y expandiéndose, o conforme yo me acerco al suelo, con el corazón tan acelerado que me duele, con todos los músculos del cuerpo tensos mientras la sensación de caer me tira del estómago. El agujero me rodea y caigo en la oscuridad.
Me golpeo contra algo duro que cede debajo de mí y me recoge. El impacto me deja sin aliento, así que resuello intentando volver a respirar. Me pican las piernas y los brazos.
Una red. Hay una red en el fondo del agujero. Miro arriba, hacia el edificio, y me río, en parte aliviada y en parte histérica. Me tiembla el cuerpo y me cubro la cara con las manos. Acabo de saltar del tejado de un edificio.
Tengo que volver a pisar tierra firme. Veo unas manos que se acercan al borde de la red, así que me agarro a la primera que llega para salir de allí. Ruedo y me habría caído de boca al suelo si él no me hubiera sujetado.
«Él» es el joven que está unido a la mano a la que me he agarrado. Tiene un labio superior fino y un labio inferior carnoso. Sus ojos están tan hundidos que las pestañas rozan la piel bajo las cejas, y son azules, de un color etéreo, durmiente, expectante.
Sus manos se aferran a las mías, pero me suelta en cuanto vuelvo a ponerme derecha de nuevo.
—Gracias —digo.
Estamos en una plataforma a tres metros del suelo. Nos rodea una gran caverna.
—No me lo puedo creer —dice una voz detrás de él; pertenece a una chica de pelo oscuro que lleva tres anillos de plata en la ceja derecha y que me sonríe con sorna—. ¿La primera en saltar ha sido una estirada? Increíble.
—Por algo los habrá dejado, Lauren —responde él con una voz profunda y sonora—. ¿Cómo te llamas?
—Um... —No sé por qué vacilo, pero «Beatrice» ya no me suena bien.
—Piénsatelo —dice él, esbozando poco a poco una vaga sonrisa—. No te dejarán escoger dos veces.
Un nuevo lugar, un nuevo nombre. Aquí puedo rehacerme.
—Tris —respondo en tono firme.
—Tris —repite Lauren, sonriendo—. Haz el anuncio, Cuatro.
El chico, Cuatro, vuelve la vista atrás y grita:
—¡Primera saltadora: Tris!
Mis ojos se acostumbran a la oscuridad y veo a una multitud surgir de ella. Vitorean y alzan los puños, y entonces otra persona cae en la red, gritando hasta el final. Christina. Todos se ríen, pero acompañan las risas con vítores.
Cuatro me pone una mano en la espalda y dice:
—Bienvenida a Osadía.
CAPÍTULO SIETE
Cuando todos los iniciados están de nuevo en tierra firme, Lauren y Cuatro nos llevan por un túnel estrecho. Las paredes son de piedra y el techo está inclinado, así que es como descender al centro de la tierra. El túnel tiene unas farolas que emiten luz tenue, pero que están bastante separadas entre sí; en el espacio oscuro entre cada farola temo perderme, hasta que un hombro se da contra el mío. En los círculos de luz vuelvo a sentirme segura.
El chico de Erudición que tengo delante se para de repente y me doy con la nariz contra su hombro. Doy unos pasos atrás, desequilibrada, y me restriego la nariz hasta que me recupero. Todos se han parado, y nuestros tres líderes están delante de nosotros de brazos cruzados.
—Aquí es donde nos dividimos —anuncia Lauren—. Los iniciados nacidos en Osadía, conmigo. Supongo que vosotros no necesitáis una visita guiada.
Sonríe y hace una seña a los iniciados nacidos en la facción, que se apartan del grupo y desaparecen entre las sombras. El último talón sale de la zona iluminada y me quedo mirando a los que quedamos. La mayoría de los iniciados eran de Osadía, así que ahora somos nueve. De esos, soy la única trasladada de Abnegación y no hay ninguno de Cordialidad. El resto son de Erudición y, sorprendentemente, de Verdad. Ser sincero en todo momento debe de requerir valor. Yo no sabría hacerlo.
Cuatro se dirige a nosotros.
—La mayor parte del tiempo trabajo en la sala de control, pero, durante las próximas cuatro semanas, seré vuestro instructor —dice—. Me llamo Cuatro.
—¿Cuatro? ¿Como el número? —pregunta Christina.
—Sí, ¿algún problema?
—No.
—Bien. Estamos a punto de entrar en el Pozo, un sitio que aprenderéis a querer con el tiempo. Es...
—¿El Pozo? —repite Christina, riéndose por lo bajo—. Qué nombre más agudo.
Cuatro se acerca a ella y pega mucho la cara a la de la chica; entrecierra los ojos y se queda mirándola durante un segundo.
—¿Cómo te llamas? —pregunta en voz baja.
—Christina —responde ella con voz chillona.
—Bueno, Christina, si hubiese querido aguantar a los bocazas de Verdad, me habría unido a su facción —dice Cuatro entre dientes—. La primera lección que vas a aprender es a mantener la boca cerrada, ¿lo entiendes?
Ella asiente con la cabeza.
Cuatro empieza a caminar hacia las sombras del final del túnel y el grupo de iniciados lo sigue en silencio.
—Qué imbécil —masculla la chica.
—Supongo que no le gusta que se rían de él —contesto.
Me doy cuenta de que lo mejor sería tener cuidado con Cuatro. En la plataforma me pareció muy tranquilo, pero ahora noto algo en su calma que me inquieta.
El instructor abre unas puertas dobles y entramos en el lugar al que ha llamado el Pozo.
—Oh —susurra Christina—, ya lo pillo.
«Pozo» es la mejor manera de describirlo; es una caverna subterránea tan enorme que no veo el otro extremo desde donde estoy, en el fondo. Las paredes irregulares de roca tienen varias plantas de altura y, excavadas en ellas, hay zonas de comida, compras, suministros y actividades de ocio. Unos estrechos senderos y escalones tallados en la roca los conectan. No hay barreras para evitar que la gente se caiga.
Una rendija de luz naranja sale por una de las paredes. El techo del Pozo lo forman unos paneles de cristal y, por encima de ellos, un edificio que deja entrar la luz del sol. Seguro que cuando pasamos junto a él, por fuera, no se distinguía del resto de edificios de la ciudad.
Hay unos faroles azules colgados al azar sobre los senderos de piedra, parecidos a los que iluminaban la sala de la Elección. Su brillo aumenta conforme desaparece el del sol.
Vemos personas por todas partes, todas vestidas de negro, todas vociferando y hablando, expresivas, gesticulantes. No localizo a ningún anciano entre ellas, ¿es que no hay viejos en Osadía? ¿Es porque no duran tanto o porque echan a sus miembros cuando ya no son capaces de saltar de trenes en marcha?
Un grupo de niños sale corriendo por un sendero estrecho sin barandilla, y eso hace que se me acelere el corazón y me entren ganas de gritarles que frenen antes de que se hagan daño. Recuerdo las disciplinadas calles de Abnegación: una fila de personas a la derecha pasando al lado de una fila de personas a la izquierda; se sonríen un poco, inclinan la cabeza a modo de saludo y siguen en silencio. Se me encoge el corazón, pero el caos de Osadía tiene algo maravilloso.
—Si me seguís, os enseñaré el abismo —dice Cuatro, haciéndonos un gesto para que avancemos.
Por fuera, el instructor parece muy normal, al menos para ser de Osadía, pero, cuando se vuelve, veo que le asoma un tatuaje por el cuello de la camiseta. Nos conduce al lado derecho del Pozo, que está notablemente oscuro. Fuerzo la vista y distingo que el suelo sobre el que estoy acaba en una barrera de hierro. Cuando nos acercamos a la barandilla oigo un rugido: agua, agua moviéndose muy deprisa y estrellándose contra las rocas.
Me asomo por el borde. El suelo desciende en un ángulo agudo y, varias plantas por debajo de nosotros, hay un río. El agua, agitada, golpea el muro que tengo debajo y salpica lo que hay más arriba. A mi izquierda, el agua está más tranquila, pero, a mi derecha, se ve blanca, en plena batalla contra la roca.
—¡El abismo nos recuerda que la línea que separa la valentía de la idiotez es muy delgada! —grita Cuatro—. Un salto temerario desde este borde acabaría con vuestra vida. Ha sucedido y volverá a suceder, quedáis advertidos.
—Esto es increíble —dice Christina cuando todos nos apartamos de la barandilla.
—Increíble es la palabra, sí —coincido.
Cuatro lleva al grupo de iniciados por el Pozo, hacia un agujero abierto en la pared. La sala del otro lado está lo bastante iluminada como para ver adónde vamos: un comedor lleno de gente haciendo ruido con los cubiertos. Cuando entramos, los osados de dentro se levantan y aplauden, dan pisotones en el suelo y gritan. El ruido me rodea y me llena. Christina sonríe y, un segundo después, la imito.
Buscamos asientos libres y encontramos una mesa prácticamente vacía en el lateral de la sala. De repente, me encuentro sentada entre Christina y Cuatro. En el centro de la mesa hay una bandeja de comida que no reconozco: trozos circulares de carne metidos entre rebanadas redondas de pan. Aprieto uno entre los dedos sin saber muy bien qué hacer con él.
Cuatro me da un codazo.
—Es ternera —me explica—. Ponle esto —añade, pasándome un cuenquito lleno de salsa roja.
—¿Nunca has comido una hamburguesa? —pregunta Christina con los ojos muy abiertos.
—No, ¿se llaman así?
—Los estirados comen comida sencilla —explica Cuatro, asintiendo y mirando a Christina.
—¿Por qué? —pregunta ella.
—La extravagancia se considera una falta de moderación y algo innecesario —respondo, encogiéndome de hombros.
—Con razón te has ido —dice ella, sonriendo.
—Sí —contesto, poniendo los ojos en blanco—, ha sido por la comida.
A Cuatro le tiembla un poquito la comisura de los labios.
Se abren las puertas del comedor y la sala guarda silencio. Miro atrás para ver qué pasa: un joven acaba de entrar y hay tan poco ruido que puedo oír sus pisadas. Tiene tantos piercings en la cara que pierdo la cuenta, y luce una melena larga, oscura y grasienta. Sin embargo, no es eso lo que resulta amenazador, sino la frialdad de sus ojos al examinar la sala.
—¿Quién es? —pregunta Christina entre dientes.
—Se llama Eric —responde Cuatro—. Es un líder de Osadía.
—¿En serio? Es muy joven.
—Aquí no importa la edad —dice Cuatro, mirándola muy serio.
Me doy cuenta de que la chica está a punto de preguntar lo que yo quiero preguntar: «¿Y qué es lo que importa?». Sin embargo, Eric deja de examinar la sala y se dirige a una mesa; se dirige a nuestra mesa y se sienta al lado de Cuatro. No saluda, así que nosotros tampoco.
—Bueno, ¿no me vas a presentar? —pregunta, señalándonos con la cabeza a Christina y a mí.
—Esta es Tris y esta, Christina —responde Cuatro.
—Oooh, una estirada —dice Eric, sonriéndose; la sonrisa le tira de los piercings de los labios y hace que los agujeros que ocupan se ensanchen; hago una mueca—. Ya veremos cuánto duras.
Quiero decir algo, asegurarle que duraré, por ejemplo, pero me fallan las palabras. Aunque no entiendo por qué, no quiero que Eric me mire más de lo estrictamente necesario; no quiero que vuelva a mirarme nunca más.
Él tamborilea con los dedos en la mesa. Tiene los nudillos llenos de costras, justo donde se desollarían si hubiera dado un puñetazo demasiado fuerte.
—¿Qué has estado haciendo estos días, Cuatro?
—Nada, la verdad —responde él, encogiendo un hombro.
¿Son amigos? Miro a uno y después al otro. Todo lo que hace Eric (sentarse aquí, la pregunta a Cuatro) sugiere que sí, pero la forma en que se ha sentado Cuatro, como si fuera un cable en tensión, indica que son otra cosa. Puede que rivales, aunque, ¿cómo va a ser eso, si Eric es un líder y Cuatro no?
—Me dice Max que ha intentado reunirse contigo y no apareces —dice Eric—. Me ha pedido que averigüe qué pasaba contigo.
Cuatro mira a Eric unos segundos antes de responder:
—Dile que estoy satisfecho con el puesto que tengo.
—Así que quiere darte un trabajo.
Los anillos de la ceja de Eric reflejan la luz. Quizá Eric considere a Cuatro una amenaza potencial para su cargo. Mi padre dice que los que desean el poder y lo consiguen viven aterrados con la idea de perderlo. Por eso tenemos que dar el poder a los que no lo deseen.
—Eso parece —dice Cuatro.
—Y a ti no te interesa.
—Lleva dos años sin interesarme.
—Bueno, esperemos que lo capte de una vez.
Le da una palmada en el hombro a Cuatro, quizá con un poco más de fuerza de la cuenta, y se levanta. Cuando se aleja, me relajo de inmediato; no me había dado cuenta de que estaba tan tensa.
—¿Sois... amigos? —pregunto, incapaz de reprimir la curiosidad.
—Estábamos en la misma clase de iniciados —responde—. Él vino de Erudición.
Se me olvida que había decidido tener cuidado con Cuatro y pregunto:
—¿Tú también eras un trasladado?
—Creía que solo tendría problemas con las preguntas de los veraces —responde en tono frío—. ¿Ahora también me van a fastidiar los estirados?
—Debe de ser por lo accesible que resultas —respondo sin más—. Ya sabes, igual que un colchón de clavos.
Él se me queda mirando y yo no aparto la vista. No es un perro, pero son las mismas reglas: apartar la mirada significa sumisión, mirarlo a los ojos es un reto. Yo elijo.
Noto calor en las mejillas, ¿qué pasará cuando se rompa el momento de tensión?
Sin embargo, se limita a decir:
—Ten cuidado, Tris.
Noto un peso en el estómago, como si acabara de tragarme una piedra. Un miembro de Osadía sentado en otra mesa llama a Cuatro por su nombre, y yo me vuelvo hacia Christina, que arquea las cejas.
—¿Qué? —pregunto.
—Estoy desarrollando una teoría.
—¿Qué teoría?
—Que tienes un instinto suicida.
Después de la cena, Cuatro desaparece sin decir palabra. Eric nos conduce por una serie de pasillos sin explicarnos adónde vamos. No sé por qué ponen a un líder de responsable de un grupo de iniciados, aunque quizá sea solo esta noche.
Al final de cada pasillo hay un farol azul, pero el espacio entre ellos está a oscuras, así que tengo que procurar no tropezar con los baches del suelo. Christina camina a mi lado en silencio. Nadie nos ha dicho que no hablemos, pero ninguno lo hace.
Eric se detiene delante de una puerta de madera y se cruza de brazos. Nos reunimos a su alrededor.
—Para los que no lo sepáis, me llamo Eric. Soy uno de los cinco líderes de Osadía. Aquí nos tomamos muy en serio el proceso de iniciación, así que me he presentado voluntario para supervisar la mayor parte de vuestro entrenamiento.
La idea me provoca náuseas; que un líder supervise nuestra iniciación es malo, pero que sea Eric parece mucho peor.
—Algunas reglas básicas —añade—. Tenéis que estar en la sala de entrenamiento a las ocho de la mañana todos los días. El entrenamiento durará hasta las seis, con un descanso para comer. Podéis hacer lo que queráis después de las seis. También tendréis algo de tiempo libre entre cada etapa de la iniciación.
La frase «podéis hacer lo que queráis» se me queda grabada. En casa nunca pude hacer lo que quería, ni siquiera una noche, ya que tenía que pensar primero en las necesidades de los demás. Ni siquiera se me ocurre qué me gusta hacer.
—Solo se os permite salir del complejo si vais acompañados por un osado —sigue diciendo Eric—. Detrás de esta puerta está la habitación en la que dormiréis las próximas semanas. Veréis que hay diez camas, aunque solo sois nueve. Creíamos que llegaríais más hasta aquí.
—Pero empezamos con doce —protesta Christina.
Cierro los ojos y espero a que la regañen; necesita aprender a callarse.
—Siempre hay al menos un trasladado que no llega al complejo —responde Eric mientras se tira de las cutículas; después se encoge de hombros—. En fin, en la primera etapa de la iniciación separamos a los trasladados de los nacidos en Osadía, aunque eso no quiere decir que se os evalúe por separado. Al final de la iniciación, vuestro puesto en la clasificación se determinará en comparación con los iniciados de Osadía. Y ya son mejores que vosotros, así que espero...
—¿Clasificación? —pregunta la erudita de pelo castaño desvaído que tengo a la derecha—. ¿Por qué nos clasifican?
Eric sonríe y, a la luz azul, su sonrisa parece malvada, como si se la hubieran abierto en la cara con un cuchillo.
—Vuestra clasificación obedece a dos propósitos. El primero es determinar el orden en el que podréis elegir trabajo después de la iniciación. Solo hay disponibles unos cuantos puestos «deseables».
Se me contrae el estómago al mirar su sonrisa: igual que me pasó al entrar en la sala de la prueba de aptitud, sé que algo malo está a punto de pasar.
—El segundo es que solo los diez mejores iniciados serán miembros.
Noto una punzada de dolor en el estómago. Nos quedamos quietos como estatuas hasta que Christina dice:
—¿Qué?
—Hay once iniciados nacidos aquí, y vosotros sois nueve —sigue explicando Eric—. Cuatro iniciados caerán al final de la primera etapa. El resto se decidirá después de la prueba final.
Eso quiere decir que, aunque superemos todas las etapas de la iniciación, seis iniciados no llegarán a ser miembros. Por el rabillo del ojo veo que Christina me mira, pero no puedo devolverle la mirada, ya que tengo los ojos fijos en Eric y no soy capaz de despegarlos de él.
Mis probabilidades como la iniciada más bajita, como la única trasladada de Abnegación son escasas.
—¿Qué pasa si no lo conseguimos? —pregunta Peter.
—Abandonaréis el complejo de Osadía —dice Eric con aire de indiferencia— y viviréis sin facción.
La chica de pelo castaño se lleva una mano a la boca y ahoga un sollozo. Recuerdo al hombre abandonado de dientes grises que se llevó la bolsa de manzanas, la mirada de sus ojos apagados. Sin embargo, en vez de llorar (como hace la chica de Erudición), me siento más fría, más dura.
Lograré ser miembro. Lo lograré.
—Pero ¡eso no es... justo! —exclama la chica veraz de anchos hombros, Molly; aunque suena enfadada, tiene cara de terror—. Si lo hubiera sabido...
—¿Estás diciendo que si lo hubieras sabido antes de la Ceremonia de la Elección no habrías elegido Osadía? —suelta Eric—. Porque, si es así, deberías irte ahora mismo. Si de verdad eres una de nosotros, te dará igual la posibilidad de fallar. Y, si no es así, eres una cobarde.
Eric abre la puerta del dormitorio.
—Vosotros nos habéis elegido. Ahora nosotros tenemos que elegiros a vosotros.
Me tumbo en la cama y escucho la respiración de otras nueve personas.
Nunca he dormido en el mismo cuarto que un chico, pero aquí no tengo otra alternativa, a no ser que prefiera dormir en el pasillo. Aunque todos se han puesto la ropa que nos han dado los osados, yo llevo mi ropa de Abnegación, que todavía huele a jabón y aire fresco, a casa.
Antes tenía mi propio cuarto, veía el patio delantero desde la ventana y, más allá, la niebla del horizonte. Estoy acostumbrada a dormir en silencio.
Noto calor detrás de los ojos al pensar en casa y, cuando parpadeo, se me cae una lágrima. Me cubro la boca para ahogar un sollozo.
No puedo llorar, aquí no. Tengo que calmarme.
Estaré bien. Puedo mirarme en los espejos cuando quiera, puedo hacerme amiga de Christina, cortarme mucho el pelo y dejar que cada uno limpie lo suyo.
Me tiemblan las manos y veo borroso por culpa de las lágrimas.
Da igual que la próxima vez que vea a mis padres, el Día de Visita, apenas sean capaces de reconocerme..., si es que vienen. Da igual que me duela cada vez que recuerdo sus caras, aunque sea solo un instante. Incluso la de Caleb, por mucho que me doliera su secreto. Intento inspirar y espirar al ritmo de los demás iniciados; da igual.
Un sonido ahogado interrumpe la respiración, seguido de un fuerte sollozo. Los muelles de una cama chirrían cuando un cuerpo grande se da la vuelta y una almohada intenta esconder el llanto, aunque no lo suficiente. El ruido proviene de la litera que tengo al lado, de un chico de Verdad, Al, el más grande y fornido de los iniciados. Jamás me lo habría esperado de él.
Sus pies están a pocos centímetros de mi cabeza, debería consolarlo..., debería querer consolarlo, porque así me educaron. Sin embargo, siento asco. Alguien que parece tan fuerte no debería ser tan débil. ¿Por qué no puede llorar en silencio, como el resto?
Trago saliva.
Si mi madre se enterase de lo que estoy pensando, sé la cara que pondría: los labios hacia abajo; las cejas más cerca de los ojos, aunque no fruncidas, sino como si estuvieran cansadas. Me llevo la palma de la mano a las mejillas.
Al vuelve a sollozar. Casi noto el sonido en la garganta. Está a pocos centímetros de mí, debería tocarlo.
No, bajo la mano y ruedo hasta ponerme de lado, mirando a la pared. Nadie tiene por qué saber que no quiero ayudarlo. Mantendré ese secreto oculto. Cierro los ojos y me da sueño, pero, cada vez que estoy a punto de dormirme, oigo a Al.
Quizá mi problema no sea que no puedo ir a casa. Echaré de menos a mis padres y a Caleb, la chimenea por las noches y el sonido de las agujas de punto de mi madre, pero no es la única razón por la que noto un vacío en el estómago.
Quizá mi problema sea que, aunque volviera a casa, no sería mi lugar, no me encontraría a gusto entre la gente que da sin pensar y se preocupa sin que le suponga un esfuerzo.
La idea hace que apriete los dientes. Me pongo la almohada sobre las orejas para no oír los llantos de Al y me quedo dormida con unos círculos húmedos apretados contra la mejilla.
CAPÍTULO OCHO
—Lo primero que aprenderéis hoy es a disparar. Lo segundo, a ganar en una pelea —dice Cuatro, y me pone una pistola en la mano sin mirarme antes de seguir caminando—. Por suerte, si estáis aquí, ya sabéis cómo subir y bajar de un tren en movimiento, así que no os tengo que enseñar a hacerlo.
No debería sorprenderme que en Osadía esperen que nos pongamos a trabajar de inmediato, aunque suponía que tendríamos más de seis horas para descansar antes de empezar con ello. Estoy recién salida de la cama y todavía noto el cuerpo pesado.
—La iniciación se divide en tres etapas. Mediremos vuestro progreso y os clasificaremos de acuerdo con vuestro rendimiento en cada una de ellas. Las etapas no tienen la misma importancia para determinar la clasificación final, así que es posible, aunque difícil, mejorar drásticamente la posición con el tiempo.
Me quedo mirando el arma que tengo en la mano. Jamás había pensado que llegaría a tocar una, por no hablar ya de dispararla. Me parece peligrosa, como si con solo tocarla pudiera hacer daño a alguien.
—Creemos que la preparación erradica la cobardía, la cual definimos como la incapacidad para actuar cuando se tiene miedo —dice Cuatro—. Por tanto, cada etapa de la iniciación está diseñada para prepararos de una forma distinta. Lo esencial de la primera etapa es la parte física; de la segunda, la emocional; de la tercera, la mental.
—Pero ¿qué...? —empieza a decir Peter, bostezando—. ¿Qué tiene que ver disparar un arma con... la valentía?
Cuatro da una vuelta a la pistola en la mano, pone el cañón contra la frente de Peter y coloca una bala en la recámara. Peter se queda helado, con los labios entreabiertos y el bostezo a medias.
—Despierta. Ya —le suelta Cuatro—. Llevas encima una pistola cargada, idiota. Actúa en consecuencia.
El instructor baja el arma y, en cuanto la amenaza inmediata desaparece, los ojos verdes de Peter se vuelven más duros. Me sorprende que logre contener las ganas de responder, teniendo en cuenta que en Verdad ha dicho lo que ha querido toda su vida, pero lo hace, aunque con las mejillas rojas.
—Y, en respuesta a tu pregunta..., es mucho menos probable que os ensuciéis los pantalones y lloréis llamando a vuestras mamás si estáis preparados para defenderos. —Cuatro se detiene al inicio de la fila y se da la vuelta—. Se trata de información que quizá necesitéis cuando llevemos más tiempo con la primera etapa. Así que observadme.
Se pone de cara a la pared en la que está el blanco (un trozo cuadrado de contrachapado con tres círculos rojos para cada uno de nosotros). Abre un poco los pies, sostiene la pistola con ambas manos y dispara. El disparo hace tanto ruido que me duelen los oídos. Estiro el cuello para mirar al blanco: la bala ha atravesado el círculo del centro.
Me vuelvo hacia mi diana. Mi familia nunca aprobaría que disparara un arma; dirían que, aparte de para actos de violencia, las armas son para defenderse y, por tanto, sería egoísta usarlas.
Los aparto de mi cabeza, abro las piernas al ancho de mis hombros y rodeo delicadamente con ambas manos la culata. Es pesada y me cuesta apartarla del cuerpo, pero la quiero tener lo más lejos posible de la cara. Aprieto el gatillo, primero con vacilación y después más fuerte, y el retroceso empuja mis manos hacia atrás, hacia mi nariz. Me tambaleo y me apoyo en la pared que tengo detrás para mantener el equilibrio. No sé adónde ha ido la bala, pero seguro que ni se ha acercado al blanco.
Disparo una y otra vez, y ninguna de las balas se acerca.
—En términos estadísticos —dice el chico erudito que tengo al lado, Will, sonriente—, ya deberías haberle dado al blanco al menos una vez, aunque fuera por accidente.
Es rubio, desgreñado y tiene una arruga entre las cejas.
—¿Ah, sí? —respondo, en tono neutro.
—Sí. Creo que estás desafiando a la naturaleza.
Aprieto los dientes y me vuelvo hacia la diana, decidida a, por lo menos, no moverme. Si no domino la primera tarea que nos ponen, ¿cómo voy a superar la primera etapa?
Aprieto con fuerza el gatillo y, esta vez, estoy lista para el retroceso. Las manos se me mueven un poco hacia atrás, pero mis pies se quedan fijos en el suelo. Un agujero de bala aparece en el borde del blanco, así que arqueo una ceja y miro a Will.
—¿Ves? Tenía razón: las estadísticas no mienten —comenta.
Sonrío un poco.
Vacío cinco cargadores para dar en el centro del blanco y, cuando lo hago, noto que me recorre una corriente de energía. Estoy despierta, con los ojos muy abiertos y las manos calientes. Bajo la pistola. Controlar algo que puede causar tanto daño hace que te sientas poderoso; bueno, controlar algo, punto.
Quizá haya encontrado mi lugar.
Cuando paramos para la comida, me duelen los brazos de sostener la pistola y me cuesta estirar los dedos. Los masajeo de camino al comedor. Christina invita a Al a sentarse con nosotras. Cada vez que lo miro oigo sus sollozos, así que intento no mirarlo.
Muevo los guisantes de un lado a otro del plato y pienso de nuevo en las pruebas de aptitud. Cuando Tori me advirtió que ser divergente era peligroso, me sentí como si me lo hubieran grabado en la cara, como si alguien fuera a verlo si daba cualquier diminuto paso en falso. Hasta el momento no he tenido ningún problema, pero eso no quiere decir que me sienta a salvo. ¿Y si bajo la guardia y sucede algo horrible?
—Oh, venga, ¿no te acuerdas de mí? —pregunta Christina a Al mientras se prepara un sándwich—. Estábamos juntos en mates hace unos días, y no soy de las que se callan.
—Me pasaba dormido casi toda la clase de mates —responde Al—. ¡Era la primera hora!
¿Y si el peligro no aparece pronto? ¿Y si surge dentro de muchos años y no lo veo venir?
—Tris —dice Christina, y chasquea los dedos delante de mi cara—. ¿Estás ahí?
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Te he preguntado si recuerdas haber estado en clase conmigo —responde—. Bueno, sin ánimo de ofender, yo seguramente no te recordaría. Todos los de Abnegación me parecíais iguales. En fin, me lo siguen pareciendo, pero ahora tú no eres uno de ellos.
Me quedo mirándola; como si necesitara que me lo recordase.
—Lo siento, ¿he sido grosera? Estoy acostumbrada a decir lo que se me ocurre. Mi madre decía que la educación es un engaño envuelto en bonito papel de regalo.
—Creo que por eso nuestras facciones no se relacionan mucho —respondo, soltando una breve carcajada.
Verdad y Abnegación no se odian como Erudición y Abnegación, pero sí que se evitan. El auténtico problema de Verdad es con Cordialidad. Según Verdad, los que buscan la paz por encima de todo siempre engañarán para mantener las aguas tranquilas.
—¿Me puedo sentar aquí? —pregunta Will, dando unos golpecitos en la mesa con el dedo.
—¿Y eso? ¿No quieres comer con tus amigos eruditos? —dice Christina.
—No son mis amigos —responde Will, dejando el plato sobre la mesa—. Solo porque estuviéramos en la misma facción no quiere decir que nos llevemos bien. Además, Edward y Myra están saliendo, y preferiría no ser el que aguanta la vela.
Edward y Myra, los otros trasladados de Erudición, están sentados a dos mesas de nosotros, tan cerca el uno del otro que se dan codazos mientras cortan la comida. Myra se detiene para besar a Edward. Los observo atentamente; en toda mi vida he visto muy pocos besos.
Edward se vuelve y besa a Myra en los labios. Dejo escapar el aire entre los dientes y aparto la mirada. Parte de mí quiere que los regañen, mientras que otra parte se pregunta, con una pizca de desesperación, qué se sentirá al notar los labios de otra persona en los tuyos.
—¿Tienen que hacerlo en público? —pregunto.
—Si solo lo ha besado... —dice Al, frunciendo el ceño; cuando frunce el ceño, sus gruesas cejas le tocan las pestañas—. Tampoco es que se estén desnudando.
—No está bien besarse en público.
Al, Will y Christina me dedican la misma sonrisa de complicidad.
—¿Qué? —pregunto.
—Se te ve la Abnegación —dice Christina—. A los demás no nos importa mostrar un poquito de afecto en público.
—Ah —respondo, encogiéndome de hombros—. Bueno..., supongo que tendré que superarlo.
—O puedes seguir siendo frígida —dice Will con un brillo malvado en los ojos—. Ya sabes, si quieres.
Christina le tira un panecillo; él lo agarra y lo muerde.
—No seas malo con ella —le pide la chica—. La frigidez es parte de su naturaleza. Igual que para ti ser un sabelotodo.
—¡No soy frígida! —exclamo.
—No te preocupes —dice Will—, resulta atractivo. Mira, te has puesto roja.
El comentario solo sirve para que me ponga más roja todavía. Todos los demás se ríen. Yo me obligo a reír y, al cabo de unos segundos, la risa me sale sola.
Sienta bien volver a reír.
Después de la comida, Cuatro nos lleva a otra sala. Es enorme, tiene un suelo de madera que chirría y está lleno de grietas, con un gran círculo pintado en el centro. En la pared de la izquierda hay un tablero verde: una pizarra. Mis profesores de Niveles Inferiores usaban una, aunque no las había visto desde entonces. Quizá tenga algo que ver con las prioridades de Osadía: lo primero el entrenamiento, después viene la tecnología.
Nuestros nombres están escritos en la pizarra por orden alfabético. Colgados a intervalos de un metro a lo largo del fondo de la sala hay unos sacos de arena de color negro desteñido.
Nos ponemos en fila detrás de ellos, y Cuatro se pone en el centro, donde todos podamos verlo.
—Como dije esta mañana, ahora aprenderéis a pelear. El objetivo es prepararos para actuar; preparar vuestros cuerpos para que respondan a las amenazas y a los desafíos..., cosa que necesitaréis si pretendéis sobrevivir como miembros de Osadía.
Ni siquiera puedo pensar en vivir como miembro de Osadía. Solo soy capaz de pensar en superar la iniciación.
—Hoy repasaremos la técnica y mañana empezaréis a luchar entre vosotros —dice Cuatro—. Así que os recomiendo que prestéis atención. Los que no aprendan deprisa acabarán heridos.
Cuatro nombra unos cuantos tipos de golpes y hace una demostración de cada uno de ellos, primero en el aire y después contra el saco de arena.
Voy pillándolo mientras practicamos. Como con la pistola, necesito unos cuantos intentos para averiguar cómo mantenerme en pie y mover mi cuerpo como lo hace él. Las patadas son lo más difícil, aunque solo nos enseña lo básico. El saco de arena me deja las manos y los pies doloridos, me pone la piel roja y apenas se mueve, por muy fuerte que lo golpee. A mi alrededor oigo el sonido de piel contra tela.
Cuatro da vueltas entre los iniciados para observarnos mientras repetimos los movimientos. Cuando se detiene frente a mí se me retuercen las entrañas como si alguien las agitara con un tenedor. Se me queda mirando, me observa de pies a cabeza sin detenerse en ninguna parte: una mirada práctica y científica.
—No tienes mucho músculo —dice—, lo que significa que será mejor que uses las rodillas y los codos. Puedes darles más potencia.
De repente me pone una mano en el estómago. Tiene unos dedos tan largos que, aunque la muñeca me toca un lado de las costillas, las puntas de los dedos llegan al otro lado. El corazón me late tan fuerte que me duele el pecho, y me quedo mirando al instructor con los ojos muy abiertos.
—Nunca olvides mantener la tensión aquí —dice en voz baja.
Después levanta la mano y sigue andando. Sigo notando la presión de su palma. Es extraño, pero tengo que detenerme a respirar unos segundos antes de seguir practicando.
Cuando Cuatro nos deja salir para la cena, Christina me da un codazo.
—Me sorprende que no te haya partido por la mitad —dice, arrugando la nariz—. Ese tío me aterra, es por ese tono de voz tan bajito.
—Sí, es de los que... —empiezo a responder, volviendo la vista para mirarlo; es tranquilo y muy sereno, pero no temía que me hiciera daño—, ...de los que intimidan, está claro.
Al, que estaba delante de nosotras, se vuelve cuando llegamos al Pozo y anuncia:
—Quiero un tatuaje.
Desde detrás de nosotros, Will pregunta:
—¿Un tatuaje de qué?
—No lo sé —responde Al, riéndose—. Solo quiero sentir que de verdad he dejado atrás la antigua facción. Dejar de llorar por ella —explica; como no respondemos, añade—: Sé que me habéis oído.
—Sí, aprende a no hacer tanto ruido, ¿vale? —dice Christina, pinchando con un dedo el grueso brazo de Al—. Creo que tienes razón. Ahora mismo estamos medio dentro, medio fuera. Si queremos entrar del todo, deberíamos tener el aspecto adecuado.
Me echa una mirada.
—No, no me voy a cortar el pelo —le aseguro—, ni tampoco pienso teñírmelo de un color extraño. Ni me voy a agujerear la cara.
—¿Y el ombligo? —pregunta.
—¿O el pezón? —sugiere Will, resoplando.
Suelto un gruñido.
Como hemos terminado el entrenamiento del día podemos hacer lo que queramos hasta la hora de dormir. La idea me marea un poco, aunque quizá sea el cansancio.
El Pozo está lleno de gente. Christina anuncia que nos reuniremos con Al y Will en el estudio de tatuaje y me arrastra hacia el local de ropa. Vamos dando tumbos por el camino, subiendo cada vez más por encima del suelo del Pozo, desperdigando piedras con los zapatos.
—¿Qué le pasa a mi ropa? —pregunto—. Ya no voy de gris.
—Es fea y gigantesca —responde, suspirando—. ¿Me dejas que te ayude? Si no te gusta lo que te elijo, te prometo que no tendrás que volver a ponértelo.
Diez minutos después estoy delante de un espejo en el local de la ropa con un vestido negro que me llega a la rodilla. La falda no es de vuelo, aunque tampoco se me pega a los muslos..., a diferencia de la primera que me había elegido y que yo me negué a vestir. Se me pone de punta el vello de los brazos desnudos. Ella me quita la goma que me sujeta el pelo y deshace la trenza, así que la melena ondulada me cae sobre los hombros.
Después saca un lápiz negro.
—Lápiz de ojos —explica.
—No vas a conseguir que parezca guapa, te lo advierto.
Cierro los ojos y me quedo quieta. Ella me pasa la punta del lápiz por el filo de las pestañas. Me imagino que estoy delante de mi familia así vestida y noto un nudo en el estómago, como si fuera a vomitar.
—¿A quién le importa parecer guapa? Lo que pretendo es que se te vea.
Abro los ojos y, por primera vez, miro abiertamente mi reflejo. El corazón se me acelera al hacerlo, como si estuviera rompiendo las reglas y esperara la reprimenda. Será difícil superar los hábitos inculcados por Abnegación, como tirar de un solo hilo dentro de un intrincado bordado. Sin embargo, encontraré hábitos nuevos, ideas nuevas, reglas nuevas. Me convertiré en otra cosa.
Antes tenía los ojos azules, pero de un azul apagado y grisáceo; el lápiz de ojos los ha convertido en ojos penetrantes. Con el pelo enmarcándome la cara, mis rasgos resultan más suaves y más redondos. No soy guapa (tengo los ojos demasiado grandes y la nariz demasiado larga), pero veo que Christina tiene razón: ahora se me ve.
Mirarme en estos momentos no es como mirarme por primera vez; es como mirar a otra persona por primera vez. Beatrice era una chica a la que veía en unos momentos robados frente al espejo, que guardaba silencio en la mesa. Esta persona es alguien que reclama mi atención y no la suelta; esta es Tris.
—¿Ves? —dice Christina—. Estás... llamativa.
Dadas las circunstancias, es el mejor cumplido que podría haberme hecho. Le sonrío en el espejo.
—¿Te gusta? —pregunta.
—Sí —respondo—. Parezco... otra persona.
—¿Y eso es bueno o malo? —pregunta ella, entre risas.
Me miro de nuevo, de frente. Por primera vez, la idea de dejar atrás mi identidad de Abnegación no me pone nerviosa, sino que me da esperanza.
—Bueno —aseguro, y sacudo la cabeza—. Lo siento, es que nunca me han dejado mirarme tanto tiempo en un espejo.
—¿En serio? —dice Christina, sacudiendo la cabeza—. Abnegación es una facción extraña, permite que te lo diga.
—Vamos a ver cómo tatúan a Al —respondo; a pesar de haber dejado atrás a mi antigua facción, todavía no quiero criticarla.
En casa, mi madre y yo elegíamos idénticos montones de ropa cada seis meses, aproximadamente. Es fácil asignar recursos cuando todos tienen lo mismo, pero en el complejo de Osadía hay mucha más variedad. Cada osado tiene un número de puntos que puede gastar al mes, y el vestido me cuesta uno de ellos.
Christina y yo corremos por el estrecho sendero hacia el estudio de tatuaje. Cuando llegamos, Al ya está sentado en la silla, y un hombre bajo y delgado que tiene más tinta que piel desnuda está dibujándole una araña en el brazo.
Will y Christina ojean los libros de dibujos, y se dan codazos cuando encuentran uno bueno. Viéndolos así, sentados juntos, me doy cuenta de lo distintos que son: Christina, alta y oscura, y Will, pálido y macizo; aunque los dos se parecen en la facilidad con la que sonríen.
Doy vueltas por la habitación mirando el arte de las paredes. Estos días solo se encuentran artistas en Cordialidad. Abnegación considera el arte como algo poco práctico, y contemplarlo como un tiempo perdido que podría emplearse en ayudar a los demás, así que, aunque he visto obras de arte en los libros de texto, nunca había estado en un cuarto con decoración. Hace que el aire resulte cercano y cálido, y podría pasarme horas aquí dentro sin darme cuenta. Recorro la pared con la punta de los dedos. La imagen de un halcón me recuerda el tatuaje de Tori; debajo hay un bosquejo de un pájaro volando.
—Es un cuervo —dice una voz detrás de mí—. Bonito, ¿verdad?
Me vuelvo y veo a Tori. Es como si estuviera otra vez en la sala de la prueba de aptitud, con los espejos a mi alrededor y los cables conectados a la frente. No esperaba volver a verla.
—Vaya, hola —me saluda, sonriendo—. Creía que no volvería a verte. Beatrice, ¿no?
—Tris, en realidad —respondo—. ¿Trabajas aquí?
—Sí, solo me tomé unos días libres para encargarme de las pruebas. Paso aquí casi todo el tiempo —responde, y se da unos golpecitos en la barbilla—. Reconozco ese nombre: fuiste la primera saltadora, ¿no?
—Sí.
—Bien hecho.
—Gracias —respondo, y toco el bosquejo del pájaro—. Mira, tengo que hablar de... —me detengo, y miro a Will y Christina; ahora no puedo arrinconar a Tori, me harían preguntas— ...una cosa. En otro momento.
—No sé si sería sensato —responde en voz baja—. Te ayudé todo lo que pude y ahora tendrás que seguir sola.
Frunzo los labios. Ella tiene respuestas, lo sé. Si no me las da ahora, encontraré la forma de que me las dé en otra ocasión.
—¿Quieres un tatuaje? —me pregunta.
El dibujo del pájaro me llama la atención. No quería hacerme piercings ni tatuajes cuando llegué. Sé que, si lo hago, me separaré un poco más de mi familia, una separación que nunca podré resolver. Y si mi vida aquí continúa como hasta ahora, puede que no sea lo más importante que nos separe.
Pero entiendo lo que me contó Tori, que su tatuaje representaba un miedo que había superado, un recordatorio de lo que era y un recordatorio de lo que es ahora. Quizá haya una forma de honrar mi antigua vida a la vez que abrazo la nueva.
—Sí —respondo—. Tres de estos pájaros volando.
Me toco la clavícula y marco la trayectoria de su vuelo: hacia el corazón. Uno por cada miembro de la familia que he dejado atrás.
CAPÍTULO NUEVE
—Como sois impares, uno de vosotros no peleará hoy —dice Cuatro, y da un paso atrás para apartarse de la pizarra de la sala de entrenamiento; me mira: el espacio junto a mi nombre está en blanco.
Se me deshace el nudo del estómago; un respiro.
—Esto no es bueno —dice Christina, y me da un codazo.
Su codo me da en uno de mis músculos doloridos (esta mañana tengo más músculos doloridos que músculos no doloridos) y pongo una mueca.
—Ay.
—Perdona. Pero mira, me toca contra el Tanque.
Christina y yo nos sentamos juntas en el desayuno, y antes de eso me sirvió de pantalla del resto del dormitorio para que me cambiara. Nunca había tenido una amiga como ella. Susan era más amiga de Caleb que mía, y Robert solo iba donde iba Susan.
Supongo que, en realidad, nunca he tenido un amigo, punto. Es imposible mantener una amistad real cuando nadie cree poder aceptar ayuda y ni siquiera habla de sus cosas. Eso no me pasará aquí. Ya sé más de Christina de lo que sabía de Susan, y la conozco desde hace dos días.
—¿El Tanque? —pregunto; busco el nombre de Christina en la pizarra y veo que al lado está el de Molly.
—Sí, de los seguidores de Peter, la que es ligeramente más femenina —responde, señalando con la cabeza el grupo de gente del otro lado de la sala.
Molly es igual de alta que Christina, pero ahí acaba el parecido. La otra chica tiene hombros anchos, piel bronceada y nariz protuberante.
—Esos tres —dice Christina, señalando a Peter, Drew y Molly— son inseparables desde que salieron del vientre materno, prácticamente. Los odio.
Will y Al están frente a frente en la arena. Suben las manos a la altura de la cara para protegerse, como nos enseñó Cuatro, y van moviéndose en círculo. Al es unos quince centímetros más alto que Will y dos veces más ancho. Al mirarlo me doy cuenta de que incluso sus rasgos faciales son grandes: nariz grande, labios grandes, ojos grandes. La pelea no durará mucho.
Miró a Peter y sus amigos. Drew es más bajo que Peter y que Molly, aunque su complexión es la de una roca y va siempre encorvado. Tiene el pelo rojo anaranjado, como una zanahoria pasada.
—¿Qué tienen de malo? —pregunto.
—Peter es pura maldad. Cuando éramos pequeños, buscaba pelea con los chicos de otras facciones y después, cuando aparecía un adulto para separarlos, lloraba y se inventaba una historia para echarle la culpa al otro chico. Y, por supuesto, se lo creían porque era un veraz y no podía mentir. Ja, ja —explica Christina, arrugando la nariz—. Drew no es más que su compinche. Seguro que no tiene ni un pensamiento independiente en el cerebro. Y Molly... es la clase de persona que fríe hormigas con una lupa para ver cómo mueren.
En la arena, Al le da un buen puñetazo a Will en la mandíbula. Hago una mueca. Al otro lado de la sala, Eric sonríe con satisfacción y mira a Al, para después darle una vuelta a uno de los anillos de su ceja.
Will se tambalea hacia un lado con una mano apretándose la cara y bloquea el siguiente puñetazo de Al con la mano libre. A juzgar por su mueca, bloquear el golpe le ha resultado tan doloroso como el golpe en sí. Al es lento, pero muy fuerte.
Peter, Drew y Molly nos lanzan miradas furtivas, y se ponen a susurrar juntando sus cabezas.
—Creo que saben que estamos hablando de ellos —digo.
—¿Y? Ya saben que los odio.
—¿Lo saben? ¿Cómo?
Christina finge sonreírles y los saluda con la mano. Yo bajo la mirada, tengo las mejillas ardiendo. De todos modos, no debería cotillear, cotillear es una falta de moderación.
Will engancha con un pie la pierna de Al y tira de ella, tirándolo al suelo. Al se pone de pie como puede.
—Porque se lo he dicho —responde Christina apretando los dientes, aunque sin dejar de sonreír; sus dientes son rectos arriba y torcidos abajo—. En Verdad intentamos ser muy sinceros con nuestros sentimientos —explica, mirándome—. Muchas personas me han dicho que no les caigo bien, y otras muchas no lo han hecho. ¿A quién le importa?
—Es que nosotros... Se supone que nosotros no debemos hacer daño a los demás.
—Me gusta pensar que odiándolos los ayudo. Les recuerdo que no son un regalo de Dios a la humanidad.
Me río un poco antes de volver a concentrarme en la arena. Will y Al se quedan mirándose unos segundos, más vacilantes que antes. Will se aparta de los ojos un pálido mechón de pelo. Miran a Cuatro como si esperaran que detuviera ya la pelea, pero el instructor está de brazos cruzados y no dice nada. A unos cuantos metros de él, Eric mira la hora en su reloj.
Al cabo de unos segundos dando vueltas, Eric grita:
—¿Creéis que esto es para divertirnos un rato? ¿Os toca ya el descanso de la siesta, niñitos? ¡Luchad de una vez!
—Pero... —responde Al, enderezándose y bajando las manos—. ¿Vamos por puntos o algo? ¿Cuándo acaba la pelea?
—Acaba cuando uno de los dos no puede seguir —contesta Eric.
—De acuerdo con las reglas de Osadía —añade Cuatro—, también es posible que uno de los dos se rinda.
—Eso es de acuerdo con las antiguas reglas —lo corrige Eric, entrecerrando los ojos—. De acuerdo con las nuevas reglas, nadie se rinde.
—Los valientes saben reconocer la fuerza de los demás —contesta Cuatro.
—Los valientes nunca se rinden.
Cuatro y Eric se quedan mirando unos segundos. Me siento como si estuviera viendo dos tipos distintos de osados: el honorable y el despiadado. Sin embargo, incluso yo sé que en esta sala es Eric, el líder más joven de Osadía, el que ostenta la autoridad.
La frente de Al está perlada de sudor; se lo limpia con el dorso de la mano.
—Esto es ridículo —protesta, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué sentido tiene darle una paliza? ¡Estamos en la misma facción!
—Ah, ¿tan fácil crees que va a ser? —pregunta Will, sonriendo—. Venga, intenta pegarme, tortuga.
Will levanta de nuevo las manos; veo en su cara una resolución que no estaba ahí antes. ¿De verdad cree que puede ganar? Un solo golpe a la cabeza y Al lo dejará K.O.
Claro que para eso tiene que conseguir darle. Al intenta hacerlo, pero Will se agacha; tiene la nuca reluciente de sudor. Esquiva otro puñetazo, rodea a Al y le da una fuerte patada en la espalda. Al se inclina un poco y se da la vuelta.
Cuando era más pequeña leí un libro sobre osos pardos. Había una imagen de uno de pie sobre las patas traseras, con las zarpas extendidas, rugiendo. Es el aspecto que tiene Al en estos momentos. Carga contra Will agarrándolo del brazo para que no se escape y le da un puñetazo en la mandíbula.
La luz desaparece de los ojos de Will, que son verde pálido, como el apio. Se le ponen en blanco y su cuerpo se relaja, cayendo al suelo como un peso muerto. Noto una corriente fría en la espalda que me llega hasta el pecho.
Al abre mucho los ojos, se agacha junto a Will y le da en la mejilla con la mano. La sala guarda silencio, esperando la reacción de Will. Durante unos segundos no responde, se queda tirado en el suelo con un brazo doblado bajo él. Entonces parpadea, claramente aturdido.
—Levántalo —dice Eric.
El líder mira con avidez el cuerpo caído de Will, como si la imagen fuese una comida y él llevara varias semanas en ayunas. Tuerce los labios en una mueca cruel.
Cuatro se vuelve hacia la pizarra y rodea con un círculo el nombre de Al. Victoria.
—Los siguientes: ¡Molly y Christina! —grita Eric.
Al se echa el brazo de Will al hombro y lo saca de la arena.
Christina hace crujir sus nudillos. Le deseo buena suerte, aunque no sé si eso servirá de algo. Christina no es débil, pero es mucho menos robusta que Molly. Con suerte, la altura la ayudará.
Al otro lado de la sala, Cuatro sujeta a Will por la cintura y lo saca fuera. Al se queda un momento junto a la puerta, observándolos.
Que Cuatro se marche me pone nerviosa, porque dejarnos con Eric es como contratar a una niñera que se entretiene afilando cuchillos.
Christina se mete el pelo detrás de las orejas. Lo lleva a la altura de la barbilla, sujeto con horquillas plateadas. Hace crujir otro nudillo; parece nerviosa, y con razón: ¿quién no lo estaría después de ver a Will desmayarse como si fuera un muñeco de trapo?
Si los conflictos en Osadía acaban cuando solo uno queda en pie, no estoy muy segura de lo que supondrá para mí esta parte de la iniciación. ¿Seré como Al, de pie sobre el cuerpo de alguien, sabiendo que soy la que lo ha derribado? ¿O como Will, tirado en el suelo sin poder moverse? ¿Y es egoísta por mi parte desear la victoria? ¿O es valiente? Me limpio el sudor de las manos en los pantalones.
Vuelvo a prestar atención a la pelea cuando Christina le da una patada en el costado a Molly, que ahoga un grito y aprieta los dientes como si estuviera a punto de gruñir entre ellos. Un rizo de grasiento pelo negro le cae en la cara, pero no se lo aparta.
Al está a mi lado, pero estoy demasiado concentrada en la pelea como para mirarlo o para felicitarlo por ganar, suponiendo que sea eso lo que quiera. No estoy segura.
Molly dirige a Christina una sonrisa de suficiencia y, sin previo aviso, se lanza con las manos extendidas hacia su abdomen. Le da con fuerza, la derriba y la sujeta en el suelo. Christina se revuelve, pero Molly pesa mucho y no se mueve.
Molly le da un puñetazo y Christina aparta la cabeza, pero la otra chica sigue pegando una y otra vez hasta que su puño conecta con la mandíbula de Christina, con su nariz, con su boca. Sin pensar, agarro el brazo de Al y lo aprieto con todas mis fuerzas porque necesito sujetarme. La sangre corre por la cara de Christina y salpica el suelo, al lado de su mejilla. Es la primera vez que rezo para que alguien se desmaye.
Sin embargo, no lo hace. Christina grita, se suelta de un brazo y le da un puñetazo a Molly que la desequilibra. Consigue liberarse y se pone de rodillas, sujetándose la cara con una mano. La sangre que le cae de la nariz es espesa y oscura, y le cubre los dedos en segundos. Grita otra vez y se aleja a rastras de Molly. Por cómo mueve los hombros, sé que está llorando, aunque apenas la oigo por culpa del latido de la sangre en mis oídos.
«Por favor, desmáyate.»
Molly da una patada a Christina en el costado, tirándola de espaldas. Al saca la mano del brazo que tengo agarrado y me acerca más a él. Aprieto los dientes para no gritar. La primera noche no sentí ninguna pena por Al, pero todavía no soy tan cruel; ver a Christina agarrándose las costillas hace que desee ponerme entre las dos.
—¡Para! —gime Christina cuando Molly levanta el pie para darle otra patada; levanta una mano—. ¡Para! No puedo... —se interrumpe para toser—. No puedo más.
Molly sonríe y yo suspiro, aliviada. Al suspira también, noto sus costillas subiendo y bajando contra mi hombro.
Eric se acerca al centro de la arena muy despacio y se queda al lado de Christina, cruzado de brazos.
—Perdona, ¿qué has dicho? ¿Que no puedes más?
Christina consigue ponerse de rodillas. Cuando levanta la mano del suelo deja una huella roja. Se pellizca la nariz para parar la sangre y asiente con la cabeza.
—Levántate —dice Eric.
Si hubiera gritado, quizá no me sentiría como si fuera a echar todo el contenido de mi estómago. Si hubiera gritado, habría sabido que gritar era lo peor que pensaba hacer. Pero habla en voz baja y con palabras precisas; después agarra por el brazo a Christina, la pone de pie y la arrastra al exterior de la sala.
—Seguidme —nos dice a los demás.
Y lo hacemos.
Noto el rugido del río en el pecho.
Nos ponemos cerca de la barandilla. El Pozo está casi vacío; es por la tarde, aunque tengo la sensación de llevar varios días en una noche continua.
Si hubiera personas alrededor, dudo que alguna ayudara a Christina. En primer lugar, estamos con Eric; en segundo, en Osadía se rigen por unas normas distintas, y la brutalidad no infringe esas normas.
Eric empuja a Christina contra la barandilla.
—Trépala —le ordena.
—¿Qué? —responde ella, como si esperase que Eric cediera, aunque sus ojos abiertos como platos y su rostro ceniciento indiquen lo contrario: sabe que Eric no cederá.
—Que trepes por la barandilla —repite Eric, pronunciando cada palabra muy despacio—. Si eres capaz de permanecer cinco minutos colgada sobre el abismo, olvidaré tu cobardía. Si no, no permitiré que continúes con la iniciación.
La barandilla es estrecha y metálica, y está cubierta por el agua del río, lo que hace que resulte resbaladiza y fría. Aunque Christina sea lo bastante valiente como para quedarse cinco minutos colgada de ella, puede que no consiga sujetarse. O decide quedarse sin facción o se arriesga a morir.
Cuando cierro los ojos, me la imagino cayendo sobre las rocas puntiagudas del fondo y me estremezco.
—Vale —dice ella con voz temblorosa.
Su altura le permite pasar la pierna por encima de la barandilla, aunque le tiembla el pie. Apoya el dedo gordo en el saliente para pasar la otra pierna por encima. De cara a nosotros, se limpia el sudor de las manos en los pantalones y se sujeta con tanta fuerza a la barandilla que se le ponen blancos los nudillos. Después baja un pie del saliente; y el otro. Le veo la cara entre los barrotes de la barrera; está decidida, tiene los labios bien apretados.
A mi lado, Al pone el cronómetro de su reloj en marcha.
Christina resiste bien el primer minuto y medio. Agarra con manos firmes la baranda y no le tiemblan los brazos. Empiezo a pensar que quizá lo consiga y logre demostrar a Eric lo tonto que ha sido por dudar de ella.
Pero, entonces, el río da contra la pared y el agua salpica la espalda de Christina, que se da de cara contra la barrera y grita. Se le resbalan las manos hasta que solo se sujeta con las puntas de los dedos. Intenta agarrarse mejor, pero ahora tiene las manos húmedas.
Si la ayudo, Eric me condenaría al mismo destino. ¿La dejaré matarse o me resignaré a quedarme sin facción? Peor aún: ¿es mejor no hacer nada mientras alguien muere o ir al exilio con las manos vacías?
A mis padres no les costaría responder.
Sin embargo, no soy como mis padres.
Por lo que sé, Christina no ha llorado desde que estamos aquí, pero ahora se le descompone el rostro y deja escapar un sollozo más fuerte que el rugido del río. Otra ola golpea la pared, y el agua le salpica el cuerpo. Una de las gotitas me da en la mejilla. Se le vuelven a resbalar las manos y, esta vez, una de ellas cae del pasamanos; Christina se queda colgada de cuatro dedos.
—Vamos, Christina —la anima Al con su voz grave, en un tono sorprendentemente alto; ella lo mira y él aplaude—. Venga, agárrate otra vez. Puedes hacerlo, agárrate.
¿Sería yo lo bastante fuerte como para sujetarla? ¿Merecería la pena el esfuerzo de intentar ayudarla si, de todos modos, soy demasiado débil para que sirva de algo?
Sé lo que son esas preguntas: excusas. «La razón humana es capaz de disculpar cualquier maldad; por eso es tan importante que no confiemos en ella.» Son las palabras de mi padre.
Christina sube el brazo e intenta aferrarse al pasamanos. Aunque nadie más la anima, Al junta sus enormes manos y grita sin dejar de mirarla a los ojos. Ojalá fuese capaz de imitarlo; ojalá pudiera moverme. Sin embargo, me quedo mirándola y me pregunto desde hace cuánto tiempo soy tan egoísta que doy asco.
Miro el reloj de Al: han pasado cuatro minutos. Me da un codazo en el hombro.
—Vamos —digo, susurrando; me aclaro la garganta—. Queda un minuto —añado, esta vez más alto.
La otra mano de Christina logra agarrarse de nuevo a la barandilla. Le tiemblan tanto los brazos que me pregunto si es que se está produciendo un terremoto que me altera la visión y yo no me he dado cuenta.
—Venga, Christina —decimos Al y yo a la vez, y, al unirse nuestras voces, creo que quizá sí que sea lo bastante fuerte para ayudarla.
La ayudaré. Si se resbala de nuevo, la ayudaré.
Otra ola de agua se estrella contra la espalda de Christina, que grita cuando las dos manos se le resbalan de la barandilla. Grito, aunque suena como si fuera otra persona.
Sin embargo, no se cae, se agarra a los barrotes. Se le resbalan los dedos por el metal hasta que ya no puedo verle la cabeza; solo los dedos.
El reloj de Al marca cinco minutos.
—Ya han pasado los cinco minutos —dice, casi escupiéndole las palabras a Eric.
Eric mira su propio reloj; se toma su tiempo, gira la muñeca y, mientras tanto, noto retortijones en el estómago y soy incapaz de respirar. Cuando parpadeo, veo a la hermana de Rita en el pavimento, bajo las vías del tren, con las extremidades torcidas; veo a Rita gritando y llorando; me veo a mí misma dando media vuelta.
—Vale —dice Eric—. Puedes subir, Christina.
Al se acerca a la barandilla.
—No —lo detiene Eric—. Tiene que hacerlo sola.
—No, no tiene que hacerlo sola —gruñe Al—. Ha hecho lo que le has pedido. No es una cobarde, ha hecho lo que le has pedido.
Eric no responde. Al baja un brazo por la barrera y es tan alto que logra llegar a la muñeca de Christina. Ella se agarra a su antebrazo y Al tira de ella, rojo de frustración. Corro a ayudarlo. Aunque soy demasiado baja para servir de algo, como sospechaba, sujeto a mi amiga por el hombro cuando llega a la altura adecuada, y Al y yo la pasamos por encima de la barandilla. Christina cae al suelo con la cara todavía ensangrentada por la pelea, la espalda empapada y el cuerpo tembloroso.
Me arrodillo a su lado. Me mira a los ojos, mira a Al, y los tres recuperamos juntos el aliento.
CAPÍTULO DIEZ
Esa noche sueño que Christina está colgada de nuevo de la barandilla, esta vez por los pies, y que alguien grita que solo un divergente puede ayudarla. Así que corro para tirar de ella, pero alguien me empuja por el borde y me despierto antes de darme contra las rocas.
Empapada en sudor y temblorosa por culpa del sueño, me acerco al baño de las chicas para ducharme y cambiarme. Cuando vuelvo, alguien ha pintado con espray rojo la palabra «Estirada» en mi colchón. También lo han escrito con letras más pequeñas en el cabecero y en la almohada. Miro a mi alrededor; el corazón me late con fuerza de la rabia.
Peter está detrás de mí, silbando mientras ahueca su almohada. Cuesta creer lo mucho que se puede odiar a alguien que parece tan amable; las cejas se le arquean de manera natural, y tiene una sonrisa amplia y blanca.
—Bonita decoración —comenta.
—¿Te he hecho algo de lo que no sea consciente? —pregunto; agarro la esquina de una sábana y la arranco del colchón—. No sé si te habrás dado cuenta, pero ahora estamos en la misma facción.
—No sé de qué me hablas —responde en tono alegre antes de mirarme—. Y tú y yo nunca estaremos en la misma facción.
Sacudo la cabeza mientras le quito la funda a la almohada. «No te enfades», me digo. Él quiere que me altere; no lo conseguirá. A pesar de todo, cada vez que ahueca la almohada pienso en darle un puñetazo en la barriga.
Al entra y ni siquiera tengo que pedirle que me ayude; se limita a acercarse y ponerse a quitar las sábanas conmigo. Después habrá que restregar el cabecero. Al se lleva la pila de sábanas a la basura y después vamos juntos a la sala de entrenamiento.
—No le hagas caso —comenta—. Es un idiota y, si no te enfadas, al final parará.
—Sí —respondo, tocándome las mejillas, que siguen calientes después de haberse puesto rojas de rabia; intento distraerme—. ¿Has hablado con Will? —pregunto en voz baja—. Después de..., ya sabes.
—Sí, está bien, no está enfadado —responde él, suspirando—. Ahora siempre me recordarán como el primer tío que dejó K.O. a alguien.
—Hay peores formas de ser recordado. Al menos, no te fastidiarán.
—También hay mejores formas —dice; sonríe y me da un codazo—. Primera saltadora.
Aunque puede que fuera la primera saltadora, sospecho que ahí es donde empieza y acaba mi fama en Osadía.
Me aclaro la garganta.
—Uno de los dos tenía que acabar en el suelo, ya lo sabes. Si no hubiera sido él, habrías sido tú.
—De todos modos, no quiero volver a hacerlo —afirma, sacudiendo la cabeza demasiadas veces, demasiado deprisa; se sorbe los mocos—. De verdad que no.
—Pero tienes que hacerlo —respondo cuando llegamos a la puerta de la sala de entrenamiento.
Tiene una cara amable; quizá sea demasiado amable para Osadía.
Cuando entro, miro la pizarra. Ayer no tuve que luchar, pero hoy seguro que sí. Al ver mi nombre, me paro a media zancada.
Lucho contra Peter.
—Oh, no —dice Christina, que entra detrás de nosotros, arrastrando los pies.
Tiene la cara amoratada y parece que intenta no cojear; cuando ve la pizarra, hace una bola con el envoltorio de magdalena que lleva en la mano.
—¿Van en serio? —pregunta—. ¿De verdad esperan que luches contra él?
Peter es casi treinta centímetros más alto que yo, y, ayer, venció a Drew en menos de cinco minutos. Hoy, la cara de Drew es más negra y azulada que color carne.
—Quizá puedas dejar que te dé unas cuantas veces y fingir desmayarte —sugiere Al—. Nadie te culparía.
—Sí, puede —respondo.
Me quedo mirando mi nombre en la pizarra y vuelvo a notar calor en las mejillas. Al y Christina solo intentan ayudar, pero me preocupa el hecho de que no crean ni por una milésima de segundo que tengo posibilidades contra Peter.
Me quedo a un lado de la sala, medio escuchando su cháchara y observando a Molly luchar contra Edward. Él es mucho más rápido que ella, así que seguro que Molly no ganará esta vez.
Conforme avanza la pelea y se me pasa el enfado, empiezo a ponerme nerviosa. Cuatro nos dijo ayer que aprovecháramos las debilidades de nuestros adversarios, y, aparte de su absoluta falta de características agradables, Peter no tiene ninguna. Es lo bastante alto como para ser fuerte, pero no tanto como para resultar lento; se le da bien localizar los puntos débiles de los demás; es cruel y no mostrará piedad alguna. Aunque me gustaría decir que me subestima, lo cierto es que mentiría: soy tan poco hábil como sospecha.
Quizá Al tenga razón, quizá deba dejar que me golpee unas cuantas veces y fingir desmayarme.
Sin embargo, no me puedo permitir no intentarlo, acabaría la última.
Cuando Molly consigue levantarse del suelo, medio consciente gracias a Edward, me late tan deprisa el corazón que lo noto bajo la punta de los dedos. No recuerdo cómo levantarme. No recuerdo cómo golpear. Me acerco al centro de la arena y se me encoge el estómago cuando veo a Peter caminar hacia mí, más alto de lo que recordaba y con los músculos en posición de firmes. Me sonríe. Me pregunto si me servirá de algo vomitarle encima.
Lo dudo.
—¿Estás bien, estirada? Pareces a punto de llorar. A lo mejor no te doy fuerte si lloras.
Veo a Cuatro por encima del hombro de Peter, de pie junto a la puerta, con los brazos cruzados. Tiene los labios fruncidos, como si acabara de tragar algo ácido. A su lado está Eric, que da golpecitos con el pie en el suelo a una velocidad mayor que la de mi corazón.
Primero estamos los dos de pie, mirándonos y, un segundo después, Peter se lleva las manos a la altura de la cara, dobla los codos y hace lo mismo con las rodillas, como si estuviera listo para saltar.
—Venga, estirada —dice; le brillan los ojos—. Solo una lagrimita. O suplicar un poco.
La idea de suplicar a Peter hace que me suba la bilis y, siguiendo un impulso, le doy una patada en el costado... o se la habría dado si no me hubiera agarrado el pie para tirar de él y derribarme. Me doy de espaldas contra el suelo, libero el pie y me levanto como puedo.
Tengo que permanecer de pie para que no pueda darme una patada en la cabeza; es en lo único que puedo pensar.
—Deja de jugar con ella —suelta Eric—. No tengo todo el día.
La mirada traviesa de Peter desaparece. Mueve el brazo, y el dolor me apuñala la mandíbula y se me extiende por la cara, haciendo que lo vea todo negro por los bordes y que me piten los oídos. Parpadeo y me tambaleo con el movimiento de la habitación. No recuerdo haber visto venir su puño.
Estoy demasiado desequilibrada para hacer otra cosa que no sea apartarme de él todo lo que me permite la arena. Él corre hasta ponerse delante de mí y me da una fuerte patada en el estómago. Su pie me deja sin aliento y duele, duele tanto que no puedo respirar, o quizá eso sea por la patada, no lo sé. El caso es que me caigo.
Lo único que me pasa por la cabeza es: «Levántate». Lo hago, pero Peter ya está allí. Me agarra por el pelo con una mano y me da un puñetazo en la nariz con la otra. Este dolor es distinto, menos como una puñalada y más como un crujido, un crujido en el cerebro que me hace ver muchos colores: azul, verde, rojo... Intento apartarlo, le doy con las manos en los brazos y él vuelve a pegarme, esta vez en las costillas. Tengo la cara mojada. Me sangra la nariz. Más rojo, supongo, aunque estoy demasiado mareada para bajar la vista.
Me empuja, caigo otra vez y me araño las manos en el suelo. Parpadeo, me cuesta moverme, soy lenta y noto calor. Toso y me arrastro hasta ponerme en pie. La verdad es que debería quedarme tumbada, teniendo en cuenta las vueltas que me da la sala. Y Peter también da vueltas a mi alrededor; soy el centro de un planeta que gira en torno a sí mismo, lo único que no se mueve. Algo me da en el costado y estoy a punto de caer de nuevo.
«Levántate, levántate.»
Veo una masa sólida delante de mí, un cuerpo. Golpeo lo más fuerte que puedo y mi puño da contra algo blando. Peter apenas gruñe y me pega en la oreja con la palma de la mano mientras se ríe entre dientes. Oigo un pitido e intento parpadear para librarme de los puntos negros de los ojos; ¿cómo se me ha metido algo dentro?
Por el rabillo del ojo veo que Cuatro abre la puerta y sale. Al parecer, esta pelea no le interesa lo suficiente, o puede que vaya a averiguar por qué todo da vueltas como una peonza, y no lo culpo: a mí también me gustaría saberlo.
Me ceden las rodillas y noto el suelo frío bajo la mejilla. Algo me golpea el costado y grito por primera vez, un chillido agudo que pertenece a otra persona, no a mí, y algo vuelve a golpearme en el costado y ya no puedo ver nada, ni siquiera lo que tengo delante de la cara, la oscuridad.
—¡Suficiente! —grita alguien, y yo pienso: «Demasiado y nada en absoluto».
Cuando me despierto no siento mucho, aunque noto dormido el interior de la cabeza, como si estuviera lleno de bolitas de algodón.
Sé que perdí, y lo único que mantiene el dolor a raya es lo que hace que me cueste pensar con claridad.
—¿Todavía tiene el ojo negro? —pregunta alguien.
Abro un ojo; el otro permanece cerrado, como si me hubieran echado pegamento. Will y Al están sentados a mi derecha; Christina está sentada en la cama, a mi izquierda, con una bolsa de hielo sobre la mandíbula.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —pregunto; noto los labios torpes y demasiado grandes.
—Mira quién habla —responde ella, entre risas—. ¿Te buscamos un parche?
—Bueno, ya sé qué le pasó a mi cara. Estaba allí. Más o menos.
—¿Acabas de hacer un chiste, Tris? —dice Will, sonriendo—. Deberíamos ponerte hasta arriba de analgésicos más a menudo, si así vas a ponerte a hacer bromas. Ah, y, en respuesta a tu pregunta: le di una paliza.
—No puedo creerme que no pudieras con Will —comenta Al, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué? Es bueno —responde ella, encogiéndose de hombros—. Además, creo que por fin he aprendido a dejar de perder. Solo necesito evitar que la gente me dé puñetazos en la mandíbula.
—Bueno, lo suyo sería que te hubieras dado cuenta desde el principio —le dice Will, guiñándole un ojo—. Ahora sé por qué no estás en Erudición. No eres muy lista, ¿eh?
—¿Te sientes bien, Tris? —pregunta Al.
Tiene los ojos castaño oscuro, casi del mismo color que la piel de Christina, y las mejillas se le ven ásperas. Da la sensación de que tendría una barba espesa si no se afeitara. Cuesta creer que solo tenga dieciséis años.
—Sí —respondo—. Solo desearía poder quedarme aquí para siempre. Así no tendría que volver a ver a Peter.
Pero no sé dónde es «aquí». Estoy en una habitación grande y estrecha en la que hay una hilera de camas a cada lado. Algunas tienen cortinas. A la derecha del cuarto hay un puesto de enfermería. Debe de ser el sitio al que van los de Osadía cuando están enfermos o heridos. La mujer del puesto nos mira por encima de una tablilla con hojas. Nunca había visto a una enfermera con tantos piercings en la oreja. Algunos osados deben de presentarse voluntarios para hacer trabajos que, por tradición, realizan otras facciones. Al fin y al cabo, no tendría mucho sentido que alguien de aquí fuese hasta el hospital de la ciudad cada vez que se hace daño.
La primera vez que fui al hospital tenía seis años. Mi madre se había caído en la acera, delante de casa, y se había roto un brazo. Oír sus gritos me hizo romper a llorar, pero Caleb corrió a por mi padre sin decir palabra. En el hospital, una mujer de Cordialidad que tenía las uñas muy limpias y vestía una camiseta amarilla tomó la presión a mi madre y le colocó el hueso sin dejar de sonreír.
Recuerdo que Caleb le contó que solo tardaría un mes en curarse porque era una fractura fina. Creía que lo decía para tranquilizarla, porque eso hacen las personas altruistas, pero ahora me pregunto si no estaría repitiendo algo que había estudiado; si todas sus tendencias abnegadas no serían más que rasgos de Erudición disfrazados.
—No te preocupes por Peter —dice Will—. Al menos Edward le dio una paliza. Ese chico lleva practicando combate cuerpo a cuerpo desde que tenía diez años. Por diversión.
—Bien —dice Christina, mirando la hora—. Nos vamos a perder la cena. ¿Quieres que nos quedemos, Tris?
—Estoy bien —respondo, sacudiendo la cabeza.
Christina y Will se levantan, pero Al les hace un gesto para que vayan por delante. Tiene un olor muy característico, dulce y fresco, como a salvia y hierba limón. Cuando se mueve por la noche, me llega su aroma y sé que tiene una pesadilla.
—Solo quería decirte que te has perdido el anuncio de Eric: mañana vamos de excursión a la valla, a aprender cosas sobre los distintos trabajos de Osadía. Tenemos que estar en el tren a las ocho y cuarto.
—Bien, gracias.
—Y no hagas caso a Christina. Tu cara no está tan mal —afirma, sonriendo un poco—. Bueno, quiero decir que está bien, que siempre está bien. Quiero decir... Pareces valiente. Osada.
Sus ojos pasan rozando los míos, y se rasca la parte de atrás de la cabeza. El silencio crece entre nosotros. A pesar de haber dicho una cosa bonita, actúa como si significara algo más de lo que expresaban sus palabras, aunque espero equivocarme. Nunca me atraerá Al, no podría atraerme una persona tan frágil. Sonrío todo lo que me permite mi mejilla amoratada, con la esperanza de disipar la tensión.
—Debería dejarte descansar —dice, y se levanta para marcharse, pero, antes de que lo haga, lo agarro por la muñeca.
—Al, ¿estás bien? —pregunto; se me queda mirando, inexpresivo, y añado—: Es decir, ¿te resulta ya más fácil?
—Bueno..., un poco —responde, encogiéndose de hombros.
Se suelta y mete la mano en el bolsillo. La pregunta debe de haberlo avergonzado, porque nunca lo había visto tan rojo. Si yo me pasara las noches sollozando en la almohada, también me avergonzaría un poco. Al menos yo sé cómo disimular cuando lloro.
—Perdí con Drew después de que tú perdieras con Peter —comenta, mirándome—. Recibí unos cuantos golpes, caí y me quedé en el suelo, aunque no tenía por qué hacerlo. Supongo... Supongo que, como derribé a Will, si pierdo con todos los demás no acabaré el último, y así no tendré que volver a hacer daño a nadie.
—¿Es eso lo que quieres?
—Es que no puedo hacerlo —responde, bajando la mirada—. Quizá signifique que soy un cobarde.
—No eres un cobarde simplemente por no querer hacer daño a los demás —respondo, porque sé que es lo correcto, aunque no estoy segura de pensarlo realmente.
Los dos guardamos silencio un momento, mirándonos. Quizá sí que lo piense. Si es un cobarde, no es porque no disfrute causando dolor, sino porque se niega a actuar.
—¿Crees que nos visitarán nuestras familias? —pregunta con cara de pena—. Dicen que las familias de los trasladados nunca aparecen el Día de Visita.
—No lo sé —respondo—. No sé si sería bueno o malo que vinieran.
—Creo que malo —dice, asintiendo con la cabeza—. Sí, ya es difícil de por sí.
Vuelve a asentir, como si confirmara lo que ha dicho, y se aleja.
En menos de una semana, los iniciados de Abnegación podrán visitar a sus familias por primera vez desde la Ceremonia de la Elección. Se irán a casa, se sentarán en sus salas de estar e interactuarán con sus padres como adultos por primera vez.
Antes esperaba con ansia ese día; pensaba en qué les diría cuando me permitieran hacerles preguntas en la mesa.
En menos de una semana, los iniciados nacidos en Osadía se encontrarán con sus familias en el Pozo o en el edificio de cristal sobre el complejo y harán lo que hagan los de Osadía cuando se reúnen. Quizá se turnen para lanzarse cuchillos a la cabeza, no me sorprendería.
Y los iniciados trasladados con padres comprensivos también podrán volver a verlos. Sospecho que los míos no estarán entre ellos, no después del grito de rabia de mi padre en la ceremonia. No después de que sus dos hijos los abandonaran.
A lo mejor me habrían comprendido de haber podido contarles que era una divergente y que no sabía bien qué elegir. A lo mejor me habrían ayudado a averiguar qué es un divergente y qué significa, y por qué es peligroso. Pero no les confié mi secreto, así que nunca lo sabré.
Aprieto los dientes cuando noto llegar las lágrimas. Estoy harta, estoy harta de lágrimas y debilidad, aunque no hay mucho que pueda hacer para evitarlas.
Quizá durmiera o quizá no. Sin embargo, aquella misma noche, más tarde, salí del cuarto y volví al dormitorio. Lo único peor que permitir que Peter me metiera en el hospital era permitir que me dejara allí dentro una noche entera.
CAPÍTULO ONCE
A la mañana siguiente no oigo la alarma, los pies que se arrastran ni las conversaciones de los otros iniciados que se preparan para salir. Me despierto cuando Christina me sacude el hombro con una mano y me da en la mejilla con la otra. Ya se ha puesto una chaqueta negra con la cremallera subida hasta el cuello. Si tiene moratones de la pelea de ayer, su piel oscura hace que resulte difícil verlos.
—Vamos, a por ellos —me dice.
He soñado que Peter me ataba a una silla y me preguntaba si era divergente. Yo respondía que no, y él me golpeaba hasta que decía que sí. Me he despertado con las mejillas mojadas.
Quería decir algo, pero solo consigo gruñir. Me duele tanto el cuerpo que me cuesta hasta respirar, y no ayuda que el ataque de llanto de esta noche me haya hinchado los ojos. Christina me ofrece una mano.
El reloj marca las ocho; se supone que tenemos que estar en las vías a las ocho y cuarto.
—Iré corriendo a por el desayuno para las dos. Tú... prepárate. Parece que vas a tardar un poco.
Gruño. Intentando no doblar la cintura, rebusco en el cajón de debajo de la cama hasta que encuentro una camiseta limpia. Por suerte, Peter no está aquí para verme; cuando Christina se va, el dormitorio se queda vacío.
Me desabrocho la camisa y me quedo mirando el costado, que está salpicado de moratones. Durante un segundo me quedo hipnotizada con los colores: verde brillante, azul intenso y marrón. Me cambio lo más deprisa que puedo y me dejo el pelo suelto porque no consigo levantar los brazos lo suficiente para recogerlo.
Me miro en el espejito de la pared de atrás y veo a una desconocida. Es rubia, como yo, con una cara delgada, como la mía, pero ahí termina el parecido. Yo no tengo un ojo negro, ni un labio partido, ni una mandíbula amoratada. Yo no estoy blanca como la pared. Es imposible que esa chica sea yo, aunque nos movamos a la vez.
Cuando llega Christina con una magdalena en cada mano, yo estoy sentada en el borde de la cama mirándome los zapatos. Tendré que agacharme para atar los cordones. Me dolerá cuando me agache.
Sin embargo, Christina me pasa una magdalena y se agacha delante de mí para atarme los cordones. Noto en el pecho una punzada de gratitud, de calor y algo parecido al dolor; quizá todos llevemos dentro un abnegado, aunque no lo sepamos.
Bueno, todos salvo Peter.
—Gracias.
—Bueno, no vamos a llegar a tiempo si te los atas tú —responde—. Venga. Puedes comer y caminar a la vez, ¿no?
Caminamos a toda prisa hacia el Pozo. La magdalena es de plátano y nueces. Mi madre hacía este tipo de cosas para los abandonados, pero nunca llegué a probarlas, en esos momentos ya era demasiado mayor para mimos. Sin hacer caso del pellizco de dolor que noto en el estómago cada vez que pienso en mi madre, voy medio corriendo, medio andando detrás de Christina, que se olvida de que sus piernas son más largas que las mías.
Subimos los escalones que llevan del Pozo al edificio de cristal que hay encima y corremos hacia la salida. Cada vez que piso el suelo noto una puñalada en las costillas, pero no le presto atención. Llegamos a las vías justo cuando aparece el tren, haciendo sonar el claxon.
—¿Por qué habéis tardado tanto? —grita Will.
—La señorita piernas cortas se ha transformado en una ancianita de la noche a la mañana —responde Christina.
—Cállate ya —le digo, medio en broma.
Cuatro está delante del grupo, tan cerca de las vías que, si se mueve un par de centímetros, el tren le arrancará la nariz. Da un paso atrás para dejar que algunos de los otros suban primero. Will se sube al vagón sin mayor dificultad, aterriza sobre el estómago y arrastra las piernas hasta el interior. Cuatro se agarra al asidero del lateral del vagón y se impulsa con elegancia, como si no tuviera que llevar consigo más de metro ochenta de cuerpo.
Corro junto al vagón con una mueca en la cara, aprieto los dientes y me agarro al asidero del lateral. Esto va a doler.
Al me sujeta bajo cada brazo y me mete en el vagón como si no pesara nada. Me duele el costado, aunque solo un segundo. Veo a Peter detrás de él y me pongo roja. Al intentaba ser amable, así que le sonrío, aunque me gustaría que los demás no quisieran ser tan amables conmigo. Como si Peter no tuviera ya suficiente munición...
—¿Cómo va eso? —pregunta Peter, fingiendo simpatía: los labios torcidos hacia abajo, las cejas arqueadas y juntas—. ¿O notas los músculos un poco... estirados?
Se ríe de su propia broma, y Molly y Drew lo imitan. Molly tiene una risa fea, llena de ronquidos y movimientos de hombros, y Drew ríe en silencio, casi como si le doliera algo.
—Tu increíble ingenio nos tiene asombrados a todos —comenta Will.
—Sí, ¿seguro que no deberías estar con los de Erudición, Peter? —añade Christina—. He oído que no les importa aceptar a los gallinas.
Cuatro, que está junto a la puerta, habla antes de que Peter pueda responder.
—¿Voy a tener que aguantar vuestras tonterías hasta que lleguemos a la valla?
Todos se callan, y Cuatro se vuelve hacia el exterior. Se sujeta a los asideros de ambos lados con los brazos extendidos y se inclina hacia delante de modo que su cuerpo quede prácticamente fuera del vagón, aunque tenga los pies dentro. El viento le aprieta la camiseta contra el pecho. Intento mirar más allá de él para ver el paisaje: un mar de edificios en ruinas y abandonados que se hacen cada