Extras (Traición 4)

Scott Westerfeld

Fragmento

Fuga

Moggle —susurró Aya—. ¿Estás despierta?

Algo se movió en la oscuridad. La pila de uniformes crujió como si debajo tuviera un animalillo desperezándose. Un bulto asomó por entre los pliegues de suave algodón y seda de araña y flotó hasta la cama de Aya. Unos objetivos diminutos le escrutaron la cara, curiosos y vigilantes, reflejando la luz estelar que se colaba por la ventana abierta.

Aya sonrió.
—¿Lista para ir a trabajar?

Moggle respondió encendiendo sus luces nocturnas.
—¡Ay! —Aya cerró los ojos de golpe—. ¡No hagas eso! ¡Es cegador! Permaneció tendida otro instante, esperando a que los puntos desaparecieran de sus ojos. La aerocámara se le arrimó al hombro, arrepentida.

—No pasa nada, Moggle-chan —susurró—. Ojalá yo tuviera también visión infrarroja.

Mucha gente de su edad tenía visión infrarroja, pero los padres de Aya no veían la cirugía con buenos ojos. Les gustaba fingir que el mundo seguía anclado en los tiempos de la perfección, cuando la gen

te tenía que esperar a cumplir los dieciséis para cambiar. Los ancianos podían ser unos ignorantes de la moda.

De modo que Aya tenía que cargar con su enorme nariz —decididamente fea— y su visión normal. Cuando se fue de casa para vivir en una residencia de estudiantes, sus padres le dieron permiso para implantarse una pantalla ocular y una antena de piel, mas solo para poder comunicarse con ella cuando les viniera en gana. Aun así, era mejor que nada. Dobló un dedo y la interfaz de la ciudad cobró vida, desplegándose ante sus ojos.

—Oh, oh —dijo a Moggle—. Es casi medianoche.

No recordaba haberse dormido, pero seguro que la fiesta de los tecnocerebros ya había empezado. A esas alturas debía de estar hasta los topes, con suficientes monos quirúrgicos y cabezas manga para que alguien reparara en una extra imperfecta.

Además, Aya Fuse dominaba el arte de ser invisible. Su rango facial daba fe de ello. Se mantenía inamovible en el margen de su visión: 451. 396.

Soltó un leve suspiro. En una ciudad de un millón de habitantes, no se podía ser más extra. Hacía casi dos años que tenía su propia fuente, había lanzado un reportaje genial hacía una semana y seguía siendo una completa desconocida.

Pero esa noche las cosas iban a cambiar.
—Vamos, Moggle —susurró, poniéndose en pie.

Una túnica gris descansaba en el suelo hecha un ovillo. Aya se la echó sobre el uniforme de la residencia y se la ató a la cintura antes de encaramarse al alféizar de la ventana. Colocándose de cara al cielo, sacó primero una pierna y luego la otra, muy despacio, notando el aire frío de la noche.

Mientras se ponía las pulseras protectoras contempló los cincuenta metros que la separaban del suelo.

—Esto sí es mareante.

Al menos no había monitores merodeando por abajo. Eso era lo mejor de tener una habitación en la planta trece, que nadie esperaba que escaparas por la ventana.

La luz de los focos del solar en construcción ubicado en el otro extremo de la ciudad se reflejaba en la densa capa de nubes bajas que cubría el cielo. El frío sabía a agujas de pino y a lluvia, y Aya se preguntó si acabaría congelándose bajo su disfraz. Pero no podía ponerse la chaqueta de la residencia y esperar que la gente no reparara en ella.

—Espero que te hayas cargado bien, Moggle. Ha llegado la hora de la caída.

La aerocámara pasó rozándole el hombro y se acurrucó contra su pecho. Del tamaño de medio balón de fútbol, estaba revestida de un plástico duro y era cálida al tacto. Cuando Aya se abrazó a ella, notó el temblor de sus pulseras atrapadas en las corrientes magnéticas de los elevadores de la aerocámara.

Cerró los ojos.
—¿Lista?

Moggle vibró en sus brazos.

Agarrándose a ella con todas sus fuerzas, Aya se arrojó al vacío.

Escaparse era mucho más fácil hoy día.

Ren Machino —el mejor amigo de su hermano mayor— había modificado a Moggle cuando Aya cumplió quince años. Ella solo le

había pedido que la hiciera lo bastante veloz para poder seguir a su aerotabla, pero Ren, como buen tecnocerebro, se tomaba muy en serio sus modificaciones. La nueva Moggle era resistente al agua y a los golpes y poseía potencia suficiente para aerotransportar a un pasajero del tamaño de Aya.

Más o menos, en cualquier caso. Abrazada a su aerocámara, Aya se sentía tan veloz como una flor de cerezo cayendo al suelo en círculos. Pero era mucho más fácil que robar un arnés de salto. Y exceptuando el inquietante momento del salto, resultaba hasta divertido.

Observó el paso raudo de las ventanas, las lóbregas habitaciones atestadas del habitual género del estado. En Akira Hall no vivía nadie famoso, solo un montón de extras ignorados que vestían diseños genéricos. Algunos alimentaegos se dedicaban a hablar a sus cámaras en la intimidad. Aquí, el rango facial medio era de seiscientos mil, desesperante y patético.

El anonimato en todo su horror.

En los tiempos de la perfección, que Aya recordaba vagamente, solo tenías que pedir ropa increíble o una aerotabla nueva y esta salía por un agujero de la pared como por encanto. Pero hoy día el agujero no te daba nada decente a menos que fueras famoso o tuvieras méritos que gastar. Y obtener méritos significaba tomar clases o realizar tareas; lo que el Comité del Buen Ciudadano dispusiera, básicamente.

Los elevadores de Moggle conectaron con la rejilla metálica enterrada en el suelo y Aya dobló las rodillas y rodó por la hierba mojada. Esta cedió como una esponja empapada, mullida pero gélida.

Soltó a Moggle y permaneció tendida en el suelo a la espera de que su corazón se tranquilizara.

—¿Estás bien?

Moggle encendió sus luces nocturnas.
—Oye… sigue siendo cegador.

Ren también había modificado el cerebro de la aerocámara. La Inteligencia Artificial seguía siendo ilegal, pero la nueva Moggle era mucho más que un simple sistema de circuitos y elevadores. Gracias a los ajustes de Ren, había aprendido los ángulos preferidos de Aya, cuándo rodar panorámicas o utilizar el zoom e incluso cómo ras trear sus ojos en busca de pistas.

Pero, por la razón que fuera, no acababa de dominar el tema de la visión nocturna.

Con los ojos cerrados, Aya aguzó el oído mientras veía desaparecer los puntos de su visión. Ni pasos, ni el zumbido de monitores. Solo el retumbo sordo de la música procedente de la residencia.

Se levantó y se sacudió la ropa. No porque alguien fuera a fijarse en sus pegotes de hierba húmeda; los bombarderos de reputaciones se vestían para pasar desapercibidos. La túnica era holgada y con capucha, el disfraz idóneo para colarse en una fiesta.

Giró una pulsera protectora y una aerotabla emergió de su escondrijo entre los arbustos. Se montó en ella y se volvió hacia las luces fulgurantes de la ciudad de Nueva Belleza.

Qué curioso que la gente siguiera llamándola así cuando la mayoría de sus residentes ya no eran bellos, por lo menos no en el sentido antiguo. Nueva Belleza estaba llena de pieles pixeladas y monos quirúrgicos y de muchas otras modas y tendencias novedosas y extrañas. Podías elegir entre un millón de modelos de belleza o rareza o incluso conservar tu rostro de nacimiento toda la vida. Hoy día se consideraba «bella» cualquier cosa que te hiciera destacar.

Pero un aspecto de la ciudad de Nueva Belleza permanecía inalterable: no debías entrar en ella si no habías cumplido los dieciséis. Por la noche, cuando empezaba lo bueno.

Y aún menos si eras una extra, una perdedora, una desconocida. Cuando con

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