La última cuentista

Donna Barba Higuera

Fragmento

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1

Lita lanza otro tronco de pino al fuego. El humo dulce pasa flotando entre nosotras en dirección al cielo estrellado. Le crujen las rodillas cuando se sienta de nuevo en la manta, a mi lado. Esta vez, la taza de chocolate caliente con canela que me ha preparado sigue intacta.

—Tengo algo que quiero que te lleves para el viaje, Petra. —Lita se mete la mano en el bolsillo de la sudadera—. Como no estaré presente cuando cumplas trece años… —Saca un colgante con forma de sol. El centro lo ocupa una piedra negra plana—. Si lo sostienes al sol, su luz brilla a través de la obsidiana.

Lo cojo y lo sostengo en alto, pero no hay sol. Solo luna. A veces intento imaginarme que veo cosas que, en realidad, no puedo ver. Pero estoy segura de que una tenue luz atraviesa el centro de la piedra. Muevo el colgante adelante y atrás. Desaparece por completo cuando lo alejo demasiado del centro de mi campo visual.

Cuando vuelvo la vista atrás, Lita está señalando el colgante que lleva al cuello, idéntico al mío.

—No sé si lo sabrás, pero los yucatecos creen que la obsidiana contiene magia. Que es una puerta para unir a los que se han perdido.

Frunce los labios. La piel marrón se le arruga sobre la nariz como la corteza agrietada de un árbol.

—No deberían obligarme a ir —digo.

—Tienes que hacerlo, Petra. —Lita aparta la vista un buen rato antes de seguir hablando—. Los niños no deben estar separados de sus padres.

—Tú eres la madre de papá, así que él debería quedarse. Todos deberíamos —añado, aunque sé que sueno como una niña pequeña.

Ella deja escapar una risa profunda y suave.

—Soy demasiado vieja para viajar tan lejos. Pero para ti… ¡Dios mío![*] ¡Un planeta nuevo! Es emocionante.

Me tiembla la barbilla y oculto la cabeza en su costado mientras le rodeo la cintura y la aprieto con fuerza.

—No quiero dejarte.

Lita suspira y el movimiento le baja el vientre. En algún lugar del desierto, detrás de su casa, un coyote aúlla para llamar a sus amigos. Como si hubieran estado esperando esa señal, los pollos cloquean y una de sus cabras miotónicas bala.

—Necesitas un cuento —dice, en referencia a uno de sus relatos fantásticos.

Nos tumbamos boca arriba, mirando el cielo nocturno. El viento cálido del desierto sopla sobre nosotras mientras Lita me acerca a ella con el abrazo más fuerte del mundo. Quiero quedarme aquí para siempre.

Señala el cometa Halley. Desde aquí, no parece tan peligroso.

Había una vez —empieza su historia— un joven nagual serpiente de fuego. Su madre era la Tierra, y su padre, el Sol.

—¿Un nagual serpiente? —pregunto—. Pero ¿cómo pueden el Sol y la Tierra ser padres de algo que es parte humano y parte animal…?

—¡Chis! Esta es mi historia. —Se aclara la garganta y toma mi mano entre las suyas—. Serpiente de Fuego estaba enfadado. Su madre, la Tierra, lo alimentaba y criaba, pero su padre, el Sol, permanecía lejos. Su padre hacía crecer las cosechas, pero también provocaba grandes sequías y muerte. Un día muy caluroso, cuando el Sol estaba sobre el nagual, este retó a su padre. —Lita agita un brazo en dirección al cielo—. Aunque su madre le suplicó que se quedara con ella para siempre, el joven Serpiente de Fuego corrió hacia su padre.

Lita guarda silencio un momento. Sé que estas pausas forman parte de su estrategia para mantener el suspense. Funciona.

—¿Qué pasó entonces?

Ella sonríe y continúa.

—Con la cola de llamas tras él, Serpiente de Fuego ganó velocidad hasta que ya no pudo frenar. Pero, al acercarse al astro rey se dio cuenta de su error. Las llamas del Sol eran lo más poderoso y fuerte del universo. El nagual rodeó a su padre para volver a toda prisa a su hogar, pero era demasiado tarde: el fuego del Sol le había quemado los ojos, así que ya no veía nada. —Lita chasca la lengua—. Pobrecito, cegado y moviéndose a tanta velocidad que nunca sería capaz de detenerse, que nunca encontraría a su madre. —Suspira. Ahora llega la parte de la historia en la que su voz se vuelve más ligera, como si le diera indicaciones de cómo llegar hasta la panadería de la esquina—. Así que, cada setenta y cinco años, vuelve a repetir su viaje con la esperanza de reunirse con ella. —Señala de nuevo a la serpiente de fuego—. Llega lo bastante cerca como para percibir a su madre, pero nunca tanto como para abrazarla.

—Salvo esta vez —digo mientras noto el calor en la espalda.

—Sí —responde, y me acerca más a ella—. Dentro de unos cuantos días, la serpiente de fuego por fin encontrará a su madre. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado —dice para concluir su cuento.

Le acaricio la mano una y otra vez, memorizando sus arrugas.

—¿Quién te contó esa historia? ¿Tu abuela?

Lita se encoge de hombros.

—Me contó algunas partes. Puede que me la haya inventado casi entera.

—Tengo miedo, Lita —susurro.

Ella me da una palmadita en el brazo.

—Pero ¿a que te has olvidado de tus problemas por un momento?

No respondo por vergüenza. Es cierto que su historia me ha hecho olvidar. Olvidarme de lo que le podría pasar a ella y a todos los demás.

—No tengas miedo —dice—. Yo no lo tengo. No es más que el nagual, que vuelve a casa.

Levanto la vista para mirar en silencio la serpiente de fuego.

—Voy a ser igual que tú, Lita. Una cuentacuentos.

Ella se sienta y cruza las piernas, frente a mí.

—Una cuentista, sí. Lo llevas en la sangre. —Se inclina hacia mí—. Pero ¿igual que yo? No, mija. Tienes que descubrir quién eres tú y ser justo eso.

—¿Y si echo a perder tus historias?

Lita me sujeta la barbilla con una mano suave y marrón.

—No puedes echarlas a perder. Han viajado durante cientos de años a través de muchas personas para encontrarte. Ahora, hazlas tuyas.

Pienso en Lita y en su madre, y en la madre de su madre. En cuánto sabían. ¿Quién soy yo para seguir sus pasos? Me aferro al colgante.

—Nunca perderé tus historias, Lita.

—Ya sabes que el planeta al que vas también tendrá un sol o dos. —Se da un toquecito con la uña en su colgante—. ¿Me buscarás cuando llegues?

Me tiembla el labio inferior y las lágrimas me corren por la cara.

—No puedo creerme que vayamos a abandonarte.

Ella me seca una lágrima de la mejilla.

—Es imposible que me abandonéis. Vais a llevarme a mí y a mis historias a un nuevo planeta, al futuro. Tengo mucha suerte.

Le doy un beso en la mejilla.

—Te prometo que estarás orgullosa de mí.

Sin soltar mi colgante de obsidiana, me pregunto si Lita observará la serpiente de fuego a través del cristal ahumado cuando el nagual por fin se reúna con su madre.

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